El abrupto pero anunciado final del capítulo recaudatorio de la ex ley ómnibus significó, antes que nada, la consumación de la primera derrota de Javier Milei, apenas 45 días después de haber asumido el poder y a menos de 72 horas de una manifestación histórica que tuvo réplicas en prácticamente todas las ciudades del país y juntó a más de un millón de personas contra el plan económico y político del nuevo gobierno.
La capitulación concedida el viernes a las ocho de la noche por el titubeante ministro de Economía, Luis Caputo, sólo puede disfrazarse, a duras penas, de triunfo en el guión que replicaron durante el fin de semana los tuiteros pagados con fondos del Estado (¡hay plata!), una cofradía de púberes, traders y víctimas de estafas ponzi, muchos de los cuales actúan desde el anonimato, y que luego son replicados por funcionarios o el propio Milei.
Aunque el presidente esté convencido de que no importa la cantidad de soldados porque el triunfo proviene de las fuerzas que lo apoyan desde el cielo, para aprobar una ley en el Congreso argentino el número de votos sigue siendo importante. El gobierno no tenía los apoyos necesarios para aprobar la ley sin resignar los artículos más importantes, algo que negaban hasta último momento sus voceros pero confirmó Caputo el viernes por la noche.
La conferencia de prensa fue, también, una puesta en escena para reducir daños. Primero, cede para esquivar una derrota segura. Sin los fragmentos fiscales, la negociación vuelve a cero, aunque el gobierno todavía no tiene garantías de conseguir la aprobación de los fragmentos que siguen en pie, y que incluyen la delegación de facultades extraordinarias, la reforma penal y la privatización de las campañas políticas, entre otros puntos inaceptables.
En segundo lugar, es un mensaje a los mercados, como lo fue el tuit que dos días antes amenazó a los gobernadores provinciales con recortar partidas como compensación de los fondos que se bloqueen en el Congreso. El subtexto ambos mensajes fue el mismo: el superávit no está en cuestión, con o sin ley, así que no hay motivos para tensionar la brecha entre los dólares paralelos y el oficial. “No me hagan una corrida, boys”, sólo le faltó decir.
Por último, Caputo se arrojó encima de la granada con la esperanza de que la novedad entierre definitivamente otros titulares más inconvenientes. En las horas previas a la capitulación el ciclo informativo estuvo protagonizado por detalles escandalosos de la negociación ilegal para obtener dictamen de la ley, amenazas impropias a gobernadores emanadas desde el Poder Ejecutivo y la salida intempestiva del ministro Guillermo Ferraro.
Ese ruido, que venía de antes pero se intensificó a partir del paro del miércoles, da cuenta de que el esquema de poder sobre el que ha decidido pararse Milei ya comenzó a crujir. Su fragilidad es intrínseca y estructural por la tensión entre dos factores incompatibles en democracia: las posiciones maximalistas de un presidente con ínfulas refundacionales, por un lado, y su base de sustentación política, escasa y precaria, por el otro.
El gobierno tomó el camino más largo para darse cuenta de que estar tan en minoría en el Congreso y desprovisto de todo poder territorial puede convertirse en un obstáculo insalvable, incluso contando con el colaboracionismo de legisladores y gobernadores de la oposición que se autoperciben oficialistas a pesar del destrato permanente. En su carrera contra el tiempo, la lección costó un mes y medio invaluable, casi media luna de miel.
La orfandad de sustento político en las bases es un problema que Milei resuelve recostándose exclusivamente en las corporaciones. A esta altura del partido, las grandes empresas que adoptaron su gobierno son su única base de sustento. El éxito de su misión depende principalmente de mantenerlos contentos el tiempo suficiente y de evitar que muevan sus fichas hacia otros jugadores, que esperan, pacientes, al costado del tablero.
Esa dependencia condiciona cada una de sus decisiones. Gobernabilidad, para él, significa mantener contentos a sus sponsors. Eso explica su súbito y novedoso apego a la casta contra la que escupió veneno en toda la campaña. Y también significa una toma de posición sin matices en la principal contradicción de esta época marcada por la desigualdad extrema, la que enfrenta a las sociedades con las corporaciones multimillonarias.
Esta semana, el economista turco Daron Acemoglu, profesor en el MIT y autor del clásico “Por qué fracasan los países”, publicó un artículo donde evalúa el proceso constitucional en Chile para sacar conclusiones respecto a la relación de las sociedades con la democracia (enseñanzas que pueden extrapolarse a la Argentina, pero también a los Estados Unidos o Europa occidental, donde hoy se discuten los mismos problemas).
Acemoglu, en el artículo “Cómo crear instituciones democráticas”, plantea su preocupación, que es “cómo reconstruir el apoyo a la democracia” allí donde se ha perdido o reducido y postula que “la gente que ha experimentado instituciones democráticas tiende a apoyarlas, pero sólo en la medida en que satisfagan sus expectativas en materia de desempeño económico, servicios públicos y otros resultados”.
Para el economista, “el apoyo a la democracia mengua durante crisis económicas, guerras y otros períodos de inestabilidad, y mejora cuando la población disfruta de buenos servicios públicos, poca desigualdad y corrupción nula o limitada”, por lo que “las enseñanzas parecen claras”. A saber: “Para construir mejores democracias, tenemos que empezar con la capacidad de las instituciones democráticas para darle a la gente lo que la gente quiere.”
En ese sentido, agrega, “el primer paso debe ser mostrar que la democracia funciona, creando una agenda reformista que sea exitosa en la provisión de servicios a la población”. Por el contrario, “los intentos de imponer a los votantes políticas extremistas (de izquierda o derecha) están condenados al fracaso, y pueden reducir todavía más la confianza en las instituciones democráticas”.
Esa reflexión hace resonar una advertencia que hace casi un cuarto de siglo hizo Guillermo O’Donnell. En una entrevista con Horacio Verbitsky a finales del año 2000, O’Donnell hacía una lectura que hoy goza de preocupante actualidad: “Las democracias no sólo sufren muertes rápidas, como un terremoto. También pueden sufrir, y más insidiosamente, una muerte lenta, como una casa carcomida por las termitas”.
Sigue O’Donnell, con aterradora clarividencia: “Un día uno se despierta y se da cuenta de que las libertades políticas básicas de la democracia política han sido abolidas de hecho, no necesariamente de derecho. Empiezan a pasar cosas que son casi moleculares, el sistema legal funciona sesgadamente, los jueces miran para un solo lado, se condona la violencia sobre gente que no merece consideración, ya sea Rosa Luxembugo o algún villero”.
“Los actores políticos y los liderazgos sociales miran para otro lado, como si fuera algo que no les atañe. Algunas asociaciones son perseguidas y reprimidas, la libertad de prensa padece un sistema de censura de hecho, se piensa que las próximas elecciones van a ser fraudulentas y ese pequeño pero importante espacio de libertades en lugar de haber sido suprimido por un alzamiento militar se fue perdiendo en un proceso más o menos largo”.
Para el politólogo, “nuestra clase política se está portando como un caso de manual para la muerte lenta”. Y, para peor, agrega: “Advierto una suerte de conformismo, tanto en quienes están satisfechos con esta democracia truncada como en sus críticos, como si dieran por sentado que al menos seguiremos teniendo esta pobre democracia. Esta es una estupidez digna de María Antonieta, e ignora que no hay punto de equilibrio para esto que tenemos”.
Ese es el punto central del análisis: no existe un punto de equilibrio. Una vez que se comienzan a desarrollar estos procesos de debilitamiento democrático, si no se revierten, se profundizan. Si no se logra reconstruir la confianza de la sociedad en la democracia, este esquema de democracia formal, vacío de representación, es dejado de lado en búsqueda de otros mecanismos que prometen mejores resultados.
Esta semana se difundió una encuesta regional de la consultora Latinobarómetro, que monitorea 18 países de América Latina, donde se destaca que el 54 por ciento de la población aceptaría vivir en un régimen menos democrático si eso les resolviera sus problemas. La postura es mayoritaria en 13 de esos países y viene creciendo en todos desde el año 2010. En la última década creció más de 15 puntos.
¿Cómo se revierte esa situación? Volvemos a Acemoglu: con una democracia que “funciona”, que “sea exitosa en la provisión de servicios a la población”. Agrego: para conseguirlo, debe constituirse como el contrapeso de la voracidad corporativa, que es el principal vector de desigualdad. En Argentina lo puso en palabras Alfonsín, cuando dijo que “con la democracia se come, se cura y se educa”, pero sólo pudo concretarlo el peronismo.
En estos momentos, cuando por necesidad vuelve a discutirse el camino que debe tomar esa fuerza política, resulta pertinente recordar que en sus versiones más virtuosas el peronismo se ocupó primero de los efectos (“los servicios”) para luego explicar las causas (“los derechos”) de las cuales ellos se desprendían, y no al revés. Porque el peligro de revertir el orden de esos términos es volverse una fuerza testimonial.
Vivimos en una época donde el mundo se polariza, donde la sociedad se vuelve, cada vez, más ideológicamente bilingüe, donde el diálogo entre quienes se identifican como opuestos se vuelve, cada vez, más trabajoso. El lenguaje de las causas se encuentra con ese límite, pero el de los efectos es universal. Es solamente por ese lugar que puede comenzar la necesaria y urgente reconstrucción. De la confianza, de la democracia, de la Argentina.
De nuestra casa, antes de que se la coman las termitas.