El jueves 24 de marzo, durante una sesión especial en la legislatura porteña por el día de la Memoria, un texto en homenaje a los 30 mil desaparecidos, que año tras año recoge apoyos unánimes, esta vez fue rechazado por cuatro diputados. Dos son parte del espacio de Javier Milei, Ramiro Marra y Rebeca Fleitas. Los otros dos responden a Ricardo López Murphy pero fueron elegidos en la boleta encabezada por María Eugenia Vidal, Marina Kienast y Roberto García Moritán. Este último, más conocido por su matrimonio con la modelo apodada Pampita, justificó su voto: “Sólo por el compromiso con nuestro electorado”. En la cámara de Diputados bonaerense los dos representantes del sello que utiliza José Luis Espert hicieron lo mismo. Marra hizo una gira por canales de televisión proponiendo un indulto a los militares presos por delitos de lesa humanidad.
Mauricio Macri no hizo ninguna referencia a la fecha en sus redes sociales. Pudo evitar la catarata de odio que le prodigaron usuarios y trolls de su propia fuerza política a Horacio Rodríguez Larreta que, como todos los años, recordó el secuestro de su padre. Si aceptara responder preguntas en lugar de solamente centros, el expresidente podría decir lo mismo que el marido de Pampita. Compromiso con su electorado. A esta altura de los acontecimientos, es una negligencia no reparar en que un sector de la sociedad argentina abandonó el consenso del Nunca Más y que hay dirigentes de primera línea dispuestos a beneficiarse de eso. Quedaron lejos los días en los que Macri debía mentir diciendo que no pensaba afectar derechos para ser competitivo en un ballotage; hoy hace campaña prometiendo lo contrario. El país y el mundo son otros. Toto, ya no estamos en 2015.
La buena noticia fue la convocatoria histórica de la movilización, la primera en tres años después del lapso obligado por la pandemia, y una de las más numerosas de las que haya registro, lo que da cuenta de que existe todavía un sector importante de la sociedad que se resiste a bajar esa bandera de compromiso irrestricto con los derechos humanos. La marcha, como siempre, estuvo nutrida por columnas numerosas de distintos espacios políticos, sindicales y sociales, pero también de muchísima gente “suelta”, familias, parejas, grupos de amigos, que participaron de un reencuentro de cientos de miles. Algo más imperativo que cualquier diferencia o interna entre los que estuvieron allí sobrevoló el jueves el centro porteño y miles de otros puntos en todo el país. Un mensaje que indica a la dirigencia dónde están las verdaderas líneas rojas que no se pueden volver a cruzar.
Las dos internas del Frente de Todos
Por varios cuerpos de ventaja la convocatoria de La Cámpora fue la más numerosa de las que se movilizaron el jueves. El desfile de militantes uniformados y agitando banderas se extendía a lo largo de más de un kilómetro mientras cruzaba la ciudad, desde la ex ESMA hasta la Plaza de Mayo, atravesando los barrios más paquetes. La calle fue la forma de hacerle llegar al presidente un mensaje o una propuesta que se puede resumir así: “Somos muchos, estamos organizados y podemos salir a las calles. Dependerá de lo que haga el gobierno si salimos para bancar o salimos para protestar”. Después de la marcha del 24 desde el gobierno aparecieron los primeros gestos de distensión: los ministros Gabriel Katopodis y Claudio Moroni y la secretaria de Legal y Técnica, Vilma Ibarra, los tres cercanísimos a Alberto Fernández, dijeron que la única opción es la unidad.
Sin embargo hay otra interna, cuyos efectos pueden ser más profundos y duraderos que los de aquella, y que transcurre de forma paralela. El intercambio de cartas abiertas entre referentes intelectuales de distintos sectores del Frente de Todos fue la comidilla de los medios durante varios días, pero la mayoría de los análisis no reparó en un detalle crucial. Casi todos los que firman una y otra misiva fueron siempre parte del kirchnerismo y se reconocen a sí mismos como kirchneristas. No es que hubo un debate entre, digamos, Carta Abierta y un think tank con dirigentes del massismo o los gordos de la CGT. Lo que se observa, en realidad, es una discusión al interior de lo que siempre se llamó “núcleo duro”. Eso pone en cuestión, también, un dato que desde hace años configura un punto fijo para pensar la política argentina: el impenetrable piso electoral de CFK.
El año que viene se cumplirán cuarenta años de democracia ininterrumpida y veinte, exactamente la mitad, de kirchnerismo. Pronto, habremos vivido más tiempo en el país que, para bien y para mal, a favor o en contra, gravitó alrededor de los Kirchner que en ese otro, tan distinto, que existía antes de ellos. Cada vez resultará más difícil, en la memoria colectiva, separar una cosa de la otra. Los goles que ya se festejaron no sirven como moneda de cambio para saldar todas las deudas que se arrastran en estas cuatro décadas, que no son pocas, y que quedarán anotadas en la cuenta del kirchnerismo, sin beneficio de inventario. A llorar al campito. Al “se come, se cura y se educa” cada vez es más precario se suman nuevas necesidades que deben traducirse en derechos del siglo XXI. El 2023 no está perdido pero nadie va a ganarlo sólo con la camiseta.
Halcones y palomas
Ahora que el directorio del Fondo Monetario Internacional aprobó por unanimidad el programa para la Argentina se sabe que el acuerdo estuvo a punto de volar por los aires en los días previos a la firma. Los halcones dentro del organismo, que se opusieron desde el primer momento hasta el último minuto por considerarlo demasiado laxo, usaron de excusa la volatilidad causada por la guerra en Ucrania como argumento para devolver el trámite a una instancia anterior, la de los equipos técnicos, y esperar a que se despeje el panorama antes de volver a hacer números. Finalmente, se impuso el criterio de la directora, Kristalina Georgieva, representante del ala heterodoxa, de firmar ahora y renegociar después. El comunicado en el que anunciaron la firma del Programa de Facilidades Extendidas refleja las distintas posiciones que participaron del debate.
El país, en este caso, es el tablero en el que se disputa un conflicto entre dos bandos que compiten por la conducción del sistema financiero internacional, después del cimbronazo que significó la pandemia y en simultáneo a los coletazos del conflicto en Europa. En Washington ya se habla de una Guerra Global, por los efectos disruptivos causa en todo el planeta. La invasión a Ucrania hizo que se disparen los precios de las únicas dos cosas que consumen, en la medida que pueden, todas las personas sobre la Tierra: alimentos y energía. Dentro del FMI y entre ese y otros organismos, como el Banco Mundial, todavía no está saldado el debate sobre cómo responder. Los halcones proponen hacer ajustes para reducir la inflación que generó el aumento del circulante por las medidas durante la pandemia mientras que los heterodoxos creen que se debe seguir expandiendo el gasto.
En esa tercera interna la Argentina es apenas un actor marginal pero sus efectos influyen en la realidad del país tanto como las del Frente de Todos. Mientras Georgieva conserve la última palabra, la inestabilidad puede ser cómplice de los intereses nacionales, licuando los costos de incumplimientos ya inevitables y lubricando las renegociaciones necesarias. La guerra también puede ayudar a que otros reclamos como la quita de sobretasas o el Fondo de Resiliencia, con mayores plazos, terminen imponiéndose. Como parte del equilibrio geopolítico que rige las negociaciones, el cierre que se hizo esta semana para postergar el pago de la deuda de 2500 millones con el Club de Paris vino junto con el compromiso de China de aportar una cifra semejante para fortalecer las reservas. En cambio, si los ortodoxos acaban por imponerse, las cosas serán cuesta arriba.