La pandemia no terminó pero la campaña no espera

El gobierno confía en la suerte electoral. Massa, ministro de la Clase Media. Alberto es su propio problema. Macri versus Rodríguez Larreta, la interna inevitable. Conflictos proxy y pirotecnia verbal.

13 de junio, 2021 | 00.47

Mañana habrá veinte millones de vacunas en la Argentina. Y siguen llegando. A pesar del escaso esfuerzo del gobierno nacional para traducir el monumental operativo de vacunación en una épica que sirva de motor a la desganada narrativa oficialista (no ayudan las gaffes de un Presidente que a esta altura del partido debería darse cuenta de qué es lo que falla), las críticas opositoras en torno a esta cuestión quedaron rápidamente enterradas por el peso de la realidad, obligando a los dirigentes de Juntos por el Cambio a cambiar de tema o reincidir en el ridículo. A menos de cien días de las primarias, el clima electoral comienza a filtrarse en la agenda, disputando espacio con las noticias que dominaron las portadas desde marzo del año pasado. La pandemia no se terminó pero la campaña no va a esperar.

En el gobierno confían en un triunfo que consolide la transición hacia una segunda mitad de mandato sin pandemia, un poco más parecida a la presidencia que imaginaban antes de que llegara el coronavirus. Todas las encuestas que circulan en el primer piso de la Casa Rosada muestran un escenario similar. Triunfos holgados del oficialismo en provincia de Buenos Aires, el norte del país (con la posible excepción de Jujuy) y la patagonia; derrotas en CABA, Córdoba y Mendoza; finales abiertos en Santa Fe y Entre Ríos; con un saldo nacional favorable tanto en la sumatoria de votos totales como en el reparto de bancas parlamentarias. El objetivo será el quórum propio en la cámara baja, pero se puede celebrar con menos que eso.

Para que se corrobore ese resultado no alcanza con llegar a los comicios con toda la población vacunada al menos con una dosis, como a esta altura calculan que ocurrirá. En el gobierno saben que los resultados económicos deben empezar a verse con urgencia para dar tiempo a que eso se traduzca en una mejora de las condiciones de vida y, luego, del humor social. Los anuncios de los últimos días, anticipados por El Destape, al igual que el nuevo piso de las negociaciones paritarias, dan cuenta de la decisión de apostar por un aumento del poder adquisitivo, que deberá complementarse con un freno de la inflación, algo más difícil de garantizar. La tarea está hecha: las metas fiscales se sobrecumplieron, el Banco Central acumula reservas, se avanza en el acuerdo con el FMI.

El fiel de la balanza electoral estará otra vez en los sectores medios y medios bajos, por eso el error no forzado de la deuda retroactiva a monotributistas encendió todas las alarmas en el gobierno, que reaccionó rápido con un proyecto de ley que no solamente repara el desliz sino que otorga beneficios adicionales a este sector, que fue uno de los más golpeados por la pandemia y no recibió el volumen de ayuda que tuvieron los informales o los empleados en relación de dependencia a través del IFE y el ATP. Otra vez, como sucedió con las modificaciones al impuesto a las ganancias, el vocero de este beneficio fue Sergio Massa, a quien, dentro del gobierno, algunos ya llaman “ministro de la Clase Media” o directamente “ministro de Buenas Noticias”. A él no le molesta.

Esa división de tareas es parte del acuerdo que garantiza la unidad, tercera pata (junto a las vacunas y el bolsillo) de la estructura que sostiene las esperanzas electorales del oficialismo. Massa juega a lo que mejor sabe: buscar el voto blando, cavar trincheras en el borde en disputa entre el Frente de Todos y Juntos por el Cambio, allí donde la grieta se hace más estrecha porque hay baja concentración de política en el aire. Son votos que valen doble, porque se restan de la cuenta de Horacio Rodríguez Larreta, según los cálculos que hacen en la presidencia de la cámara baja. El kirchnerismo, por su parte, conserva su poder de fuego en los sectores populares. La pregunta que nadie hace en voz alta porque nadie tiene el valor de responder es: ¿Cuánto aporta, en esta ecuación, Alberto Fernández?

Los albertistas (que son, después de todo, los que más sufren la falta de una construcción política propia) dirán que su parte no puede medirse con la mera aritmética. Que su presencia es lo único que garantiza la unidad. Que en la fórmula (kirchnerismo + massismo) Alberto representa el signo más. Eso era cierto en 2019 pero es dudoso en 2021 y probablemente sea obsoleto en 2023. Sus exabruptos, como el que opacó esta semana la visita del presidente español Pedro Sánchez, tampoco lo ayudan. Se volvieron frecuentes y ganan terreno en la caracterización que hacen propios y ajenos del mandatario, mellando su autoridad. Llega un punto en el que los errores no te hacen más humano sino menos poderoso. Debe tener cuidado Fernández de no tomar ese camino, difícil de desandar.

Hablando de caminos difíciles de desandar. Aunque están evaluando volver a cambiar de marca para dejar de llamarse Juntos por el Cambio y empezar a ser Juntos, a secas, Rodríguez Larreta y Mauricio Macri están más separados que nunca desde que empezaron a trabajar juntos hace casi dos décadas. Por estas horas el PRO se prepara para una interna inédita entre el fundador del partido y su histórica mano derecha que necesita destronarlo para poder asumir la jefatura. Hasta este momento habían podido diferir el conflicto pero a medida que se acerca el cierre de listas se hace necesaria una definición. Después de todo, sólo hay una lapicera y el único líder es el que la empuña. ¿Quién será? Falta poco para develar ese desenlace.

El alcalde porteño cree que tiene la mano ganadora, por eso no ve con malos ojos precipitar el choque. Las encuestas lo muestran mucho mejor parado que el expresidente, cuenta con el apoyo de figuras taquilleras como María Eugenia Vidal y Elisa Carrió, tiene la caja del gobierno porteño y hasta sumó a su equipo a piezas clave del macrismo como Marcos Peña y Jaime Durán Barba. Además, si no consigue ratificar su liderazgo ahora tendrá que cargar con ese lastre hasta el 2023 y eso puede resultar fatal para sus aspiraciones presidenciales. Si triunfa ahora, sueña con encabezar en dos años una especie de Frente de Todos al revés, del que participe todo el arco opositor encolumnado detrás de su candidatura. Sin reelección en la Ciudad, puede ser su última ficha.

Macri no va a entregarse sin dar batalla. Ya diseña sus listas, inconsultas, donde intercala talibanes y colaboradores complicados con la justicia, como su secretario personal Darío Nieto. Rodríguez Larreta no está dispuesto a pasarse la campaña hablando de espionaje. Lógico: debería explicar, por ejemplo, cómo hacen víctimas y victimarios para convivir tan alegremente en las mismas boletas. Un dato que no debe pasarse por alto: el expresidente todavía controla los mecanismos partidarios, en manos de Patricia Bullrich y los apoderados José Torello, Clodomiro Risau y Santiago Alberdi, que responden a sus instrucciones. Y algo más: el temor de muchos a rebelarse contra el hombre que condujo el espacio durante dos décadas con mano de hierro y castigó duramente cualquier intento de socavar su autoridad.

La guerra fría va comenzando a tomar temperatura. Lo que veremos en las semanas que vienen será una serie de conflictos proxy que contengan el estallido del duelo por la conducción. La pirotecnia verbal ya comenzó: Jorge Macri contra Diego Santilli, Bullrich contra Vidal, Lilita contra todos. Ambas partes aseguran su disposición para buscar una lista de unidad pero también dejan saber que es difícil que se llegue a alcanzar un acuerdo. La solución más factible es una PASO que puede alcanzar ribetes cinematográficos. La apuesta es que atraiga más votos a la entente opositora. El riesgo es que la interna deje heridas que no sanen a tiempo para las generales. La colisión, a esta altura del partido, parece inevitable. El que diga que sabe cómo va a terminar está mintiendo.