2022, año par. Según el esquema practicado durante los últimos años de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el momento de hacer las correcciones necesarias para iniciar un nuevo despegue doce meses más tarde, ya cerca de la temporada electoral. La receta la replicó Mauricio Macri en el primer bienio de su mandato. En 2018, la crisis financiera arrastró al país a la recesión. En 2020 la pandemia no dejó nada en pie. Así transcurrió una década desde la última vez que la Argentina tuvo dos años de crecimiento consecutivo, en 2011 y 2012. Demasiado tiempo, bajo cualquier criterio de evaluación.
Para el Frente de Todos, romper con esa maldición de años pares resulta imperativo. El crecimiento económico, que el año pasado estuvo entre los más importantes del planeta, en torno al 10 por ciento, y que permitió recuperar niveles de actividad similares a los de prepandemia, es el argumento principal que exhibe el gobierno de Alberto Fernández frente a críticas internas y externas. En estas circunstancias, una interrupción de ese proceso virtuoso puede traer consigo consecuencias políticas severas e impredecibles. En primer lugar: sin 2022 no parece haber un 2023 posible para el peronismo.
El crecimiento, sin embargo, no es la única condición para la supervivencia de este proyecto político, al menos bajo esta configuración. Si las elecciones del año pasado dejaron una lección es que la propuesta actual de crecer sin redistribuir tiene patas cortas. Cuando los números cierran con la gente afuera, eso tiene un costo electoral y este gobierno no parece tener herramientas para compensarlo por otro lado. La recuperación del poder adquisitivo todavía es demasiado tímida y existen dudas genuinas sobre cuánto combustible queda el tanque para darle un impulso desde las arcas estatales.
El problema más difícil a la hora de ordenar precios y salarios es la inflación, que después de un lustro de devaluaciones súbitas, políticas monetarias erráticas, especulación y poca efectividad estatal para contener el valor de los productos de la canasta básica resulta extremadamente difícil de controlar y parece escapar siempre unos puntos después de cada actualización paritaria. En off the record, en el gobierno ya aceptan que será difícil una baja sostenible de la inflación antes de ordenar otras variables. Deberán encontrar un mecanismo para que los sueldos suban más rápido que los precios, en ese caso.
Semejante rompecabezas resultaría, por sí solo, complejo de resolver para cualquier gobierno, sin necesidad de agregarle el peso de una deuda tan grande e incobrable que cuesta encontrar antecedentes en la historia moderna de todo el planeta; un Poder Judicial que le declaró la guerra al Ejecutivo, incurriendo en prevaricato de forma reiterada y en múltiples instancias; una oposición con bastante desapego por las normas básicas de la democracia encabezada por un mafioso que condiciona el tablero político utilizando redes de espionaje para comprometer a propios y ajenos. Menudo desafío.
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En ese contexto, en lo inmediato, el gobierno tiene dos cuestiones que resolver en las primeras semanas del año si quiere romper con la maldición de los pares y llegar en condiciones competitivas a la próxima cita con las urnas. En primer lugar, el congelamiento de precios que concluye el 7 de enero y deberá ser reemplazado por otro mecanismo que regule el acceso masivo a productos de la canasta básica. En segundo lugar, el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que debe firmarse antes de que culmine la temporada estival para evitar entrar en cesación de pagos.
Respecto a los precios, el gobierno viene trabajando desde hace varias semanas en un acuerdo con las principales empresas productoras para acotar los aumentos durante todo el año, trazando por anticipado un sendero de actualizaciones que nunca superen el 2 por ciento mensual. Por ahora sus interlocutores se resisten a aceptar ese esquema, que alcanza a más de 1350 productos de la góndola. En la Casa Rosada esperan que a medida que se acerque el deadline, en una semana, habrá más predisposición de acordar porque no quieren que el programa se prorrogue de forma unilateral tal cual está ahora.
El problema es que un acuerdo de esas características está condenado a fracasar si no tiene un fuerte compromiso de todas las partes. De lo contrario, es probable que naufrague en un año en el que deberán actualizarse las demoradas tarifas de energía y combustible, con incidencia en la formación de casi todos los precios, y con un dólar que, en el contexto de un acuerdo con el FMI, ya no podrá servir como ancla para frenar la inercia del resto de la economía. Son fracasos, cuando suceden, que pegan el doble: por la necesidad que no se llega a subsanar y por la expectativa que no se alcanza a cumplir.
Washington DC, una ciudad habitada por hombres y mujeres de todas partes de su país y del mundo, queda siempre desierta en la temporada de las fiestas. Recién en unos diez días las oficinas del Fondo retomarán su actividad habitual y el acuerdo con Argentina estará en el tope de las prioridades. Las condiciones formales ya se cumplieron y las charlas entre los equipos técnicos están avanzadas. El ministro de Economía, Martín Guzmán, explicó que para estampar la firma sólo falta “la comprensión de la comunidad internacional sobre el funcionamiento de la economía argentina”.
Ese mensaje, en una entrevista al diario español El País, tiene dos lecturas posibles y complementarias entre sí. Por un lado, porque la Argentina espera un mayor compromiso de los organismos de crédito multilaterales para financiar el déficit previsto para los primeros años del programa sin necesidad de recurrir a una excesiva emisión monetaria. Por el otro, porque todavía falta convencer a varios de los socios importantes del FMI de la necesidad de seguir un sendero diseñado pret a porter por el equipo de Guzmán en lugar de las recetas ortodoxas que suele aplicar el Fondo.
Aunque consiguió el valioso apoyo de Francia, Italia y España, China y Rusia, entre otros, todavía hay varios países que ofrecen resistencia a que se le permita a la Argentina desarrollar un programa de estas características. Entre ellos se menciona a Japón y, en menor medida, a Alemania, pero el voto que resultará definitivo a la hora de la verdad es el de los Estados Unidos, que todavía no le ha hecho al gobierno argentino el guiño que Fernández y Guzmán esperan desde que Joe Biden llegó a la Casa Blanca, en enero de 2021. La suerte del acuerdo con el FMI, sorprendentemente, depende de Washington.
Descartada la posibilidad de estirar el plazo de repago más allá de los diez años que establece el estatuto (aunque se busca incluir una cláusula de país más favorecido para seguir explorando esa posibilidad en negociaciones posteriores), todavía existe una chance, aunque remota, de que se incluya un recorte de sobretasas equivalente a tres puntos porcentuales de intereses o unos mil millones de dólares al año, casi diez mil millones en total. También se espera que los pagos de capital que hizo el país en los últimos meses, por casi cuatro mil millones de dólares, sean reembolsados.
Si finalmente si logra avanzar con un acuerdo, si el gobierno consigue además contener los precios lo suficiente como para que los salarios crezcan con las próximas actualizaciones, si se logran acomodar los números de la macroeconomía mientras se pone en marcha un proceso de inclusión social profundo y permanente, quedarán todavía desafíos formidables para el futuro del país y la democracia, con adversarios que demostraron ser tan poderosos como carentes de límites. Pero sin una economía simultáneamente robusta y para todos no será posible dar ninguna de esas batallas.