El peronismo entró en las últimas 72 horas en una dinámica autodestructiva cuyo daño alcanzará a la mayor parte de la población del país y puede dejar la tierra arrasada para una nueva y definitiva etapa del experimento neoliberal en la Argentina. Las circunstancias internas y externas solamente empeoran un cuadro cuyas causas últimas son endógenas: un gobierno que nunca supo proyectar autoridad, una coalición que jamás estableció reglas claras de juego, desconfianza mutua, diferencias sustanciales en el diagnóstico y más profundas todavía a la hora de decidir el tratamiento.
La disidencia de un tercio de los diputados del Frente de Todos en una votación tan importante da cuenta de que la discusión interna se llevó a cabo mal, muy mal o peor, según a quién se consulte. Ese error recae en la figura de Alberto Fernández, encargado de construir los consensos necesarios, señalan en el kirchnerismo. En la Casa Rosada, en tanto, acusan a Máximo Kirchner de haber roto su promesa de no traccionar votos en rechazo del acuerdo con el FMI. En sus cuentas, dos santacruceños y al menos otros dos bonaerenses cambiaron el sentido de su voto por gestiones del líder de La Cámpora.
Las discusiones e indirectas que se prodigan, a través de las redes sociales, los dirigentes que conducen el destino del país sirven, a lo sumo, para distraerse por un rato del inquietante paisaje de la realidad: según informes que circulan en los despachos del gobierno, el precio de los alimentos en comercios minoristas del Gran Buenos Aires aumentó en promedio un 10 por ciento en el mes de febrero. No hay salida posible de esta espiral descendente mientras la reacción siga siendo repartir culpas en lugar de compartir responsabilidades. No importa quién empezó la pelea sino cómo va a terminar.
En el debate político, los contrafácticos son como los canarios en las minas: señal inequívoca de que no se transita un camino viable o provechoso. Esta semana las especulaciones de ese carácter estuvieron a la orden del día. Cada hora que se pierde en discusiones bizantinas se agiganta la distancia de la política con una sociedad cuyas urgencias están puestas en otro lado. Tampoco hay tiempo para retuits insidiosos ni para mensajes crípticos en la cubierta del Titanic. La paciencia de los argentinos ha demostrado ser prodigiosa pero tampoco parece prudente seguir poniéndola a prueba.
No hay tiempo que perder. Los efectos de la guerra en Europa y los coletazos de una pandemia que entra esta semana en su tercer año y todavía nos resulta indescifrable pueden convertir el próximo invierno en una pesadilla. La suba a valores históricos del precio de los alimentos, los combustibles, insumos clave para los envases y hasta fertilizantes hicieron disparar todas las previsiones de inflación a nivel mundial. Pero ese podría ser el menor de los problemas si a la suba generalizada de precios le siguen la escasez y el desabastecimiento. Un riesgo muy concreto.
Son tiempos extraordinarios que requieren de medidas extraordinarias para evitar que cada cimbronazo castigue a los mismos que vienen soportando los golpes de la recesión y la pandemia desde hace un lustro. La clase de medidas que sólo puede tomar un gobierno fuerte y con iniciativa. Esto último es un reproche que le cabe sobre todo al presidente. Lo anterior es responsabilidad de toda la coalición oficialista. No se puede pedirle a un mandatario que se plante ante los poderes concentrados y al mismo tiempo moverle el banquito. Es una receta segura para el fracaso.
Cuando comenzó este gobierno se temía que la conducción superpuesta de los dos Fernández fuera la causa de una crisis interna. Ambos se comprometieron a evitarla con tanto celo que olvidaron una cosa: si hay algo peor que una conducción bicéfala es la ausencia de conducción. Y en eso estamos. Hoy no hay nadie que ordene al peronismo: el presidente perdió esa autoridad hace rato, si es que alguna vez la tuvo, y la vicepresidenta, cuando tuvo la chance de recuperar ese lugar, en 2019, decidió delegar la responsabilidad y hasta ahora se mantiene fiel a ese cometido.
Resolver esa ecuación es la tarea difícil pero imprescindible que tienen los responsables del Frente de Todos si no quieren ser castigados por el veredicto de la historia, que suele reparar más en los efectos que en las intenciones. Si el precio de la comida sigue subiendo, si el crecimiento se frena, si falta combustible en invierno y los salarios siguen mirando de lejos a la inflación, por la causa que sea, la guerra, el acuerdo con el FMI, la tibieza del presidente, las críticas de Máximo, el silencio de Cristina o mercurio retrógrado, el repudio no va a distinguir en quiénes votaron cómo la madrugada del viernes.
Parece claro que el modelo de toma de decisiones implementado hasta ahora está agotado y que una ruptura solamente serviría para allanar el camino a una derecha que puede ser peor que su encarnación anterior porque tendrá la certeza de que todo lo hecho no tuvo ningún costo. Hay un solo camino viable. Rediscutir el contrato, llegar a un acuerdo, comunicarlo de forma clara y empezar a mostrar resultados. El fin de semana fue un hervidero de versiones, desde cambios en el gabinete hasta la conformación de un interbloque en el Congreso. Lo que haya que hacer, que se haga pronto.
La alternativa es dar lugar al comienzo de otro ciclo de crisis y empobrecimiento, que partirá de un piso aún más alto que el de 2002 y puede arrastrar al país a niveles de miseria desconocidos hasta ahora. Si eso sucede, el único responsable será el peronismo, del primero al último de los dirigentes que conforman la coalición, sin importar qué votaron, qué retuitearon, qué postearon o qué dijeron. El Frente de Todos existe para cerrarle la puerta a la derecha. Si no puede hacerlo, no habrá nadie más a quien culpar por eso que a los propios protagonistas de ese fracaso.