Si alguna vez leyó “El largo adiós”, esa obra maestra de la novela negra, es probable que en los últimos días Alberto Fernández, en la intimidad, reprochándose su inexcusable torpeza, haya rumiado esa frase que Raymond Chandler puso en boca del detective Philip Marlowe: “No hay trampa más letal que la que se tiende uno mismo”. El escándalo por encuentros sociales en Olivos durante la etapa más dura de las restricciones contra la pandemia impactó al Presidente debajo de su línea de flotación y en el momento más inoportuno.
Es importante no hacerse trampa: limitarse a la evaluación moral de un hecho que tiene profundas implicancias políticas es una forma de correrle los ojos a las consecuencias, gesto fatal. Una constricción incompleta y, por tanto, poco satisfactoria. En primer lugar, el análisis moral se agota rápido. Ya se agotó. La fiesta de cumpleaños durante el aislamiento obligatorio estuvo mal y punto. El propio Fernández lo reconoció. No hay mucho que agregar al respecto excepto que la intención sea solazarse en el error o sacar provecho electoral.
Pero principalmente porque es una invitación farsante al relativismo. El reproche moral es como un montón de fantasmas jugando a la mancha. Diego Santilli, Horacio Rodríguez Larreta, Mauricio Macri, María Eugenia Vidal, Patricia Bullrich. Todos ellos rompieron las normativas de cuidado con faltas tanto o más graves y potencialmente peligrosas que el Presidente. Como es un problema político y no moral, no debemos engañarnos creyendo que las consecuencias ahora van a ser las mismas entonces, es decir ninguna.
Es inútil, en todo caso, además de poco pertinente, traer a cuento aquellas fallas cometidas por dirigentes de la oposición en el pasado. Si no se supo o no se quiso o no se pudo perforar la agenda con la falta en ese momento, sacarlas a colación de este episodio no tendrá efecto, más que la autoafirmación de unos pocos, como el aplauso que resonó el viernes por la tarde en Olavarría. Sirven, acaso, para que algunos se queden tranquilos. Con tranquilidad no se ganan elecciones ni se puede gobernar.
Sucede que, aunque se toquen todo el tiempo, los modelos de negocios de la política y de la religión son necesariamente distintos. Suele decirse que las religiones no se benefician de impedir la falta sino de vender el perdón. Pecadores somos todos, este es el tarifario. Llevar ese esquema a la política es una receta segura para el desastre. A la moral le importan las intenciones, que sólo pueden suponerse o imaginarse o proyectarse, y a la política, los resultados, que se miden. Lo que cuenta no es arrepentirse sino hacerlo mejor.
El problema político, ahora sí, es severo y tiene pésimo timing. Interrumpe al adversario cuando practicaba un intenso ejercicio de fuego amigo e inflinge daño en el capital simbólico del Frente de Todos a un mes de las PASO, cuando el otro capital, el que se cuenta en los bolsillos, sólo gotea y se agota antes de llegar a los márgenes de la sociedad. Todavía es demasiado pronto para medir el daño electoral. En el oficialismo no temen tanto un salto a otras fuerzas como que mucha gente decida no ir a votar. La pandemia aún sobrevuela.
La cercanía de las elecciones también agita tensiones al interior del FdT, que todavía lame las heridas de un cierre de listas menos ruidoso que el de Juntos por el Cambio pero no completamente estéril, porque eso no existe. Los números tampoco dan como se esperaba para esta altura del año: ni la inflación ni las encuestas. Son nervios que van a acomodarse después de un triunfo en septiembre, confían en Casa Rosada. Planean sepultar el escándalo debajo de una catarata de anuncios hasta el miércoles, cuando empieza la veda.
El albertismo, si existiera, sería el gran perdedor del episodio de la foto en Olivos, pero el Presidente tomó la precaución de no dejar crecer un -ismo alrededor suyo. Esa ausencia, sin embargo, estimula la dinámica ansiosa del poder y acelera los debates sobre una eventual sucesión, en caso de que Fernández decidiera no buscar la reelección. Cada uno de sus pasos en falso da aliento a esa deriva. El 2023, por ahora, es un problema solamente para la oposición, y el oficialismo haría bien en procurar que siga siendo así un tiempo más.
Por abajo también comienza a notarse el desgaste. Las organizaciones sociales, descontentas con el reparto en las listas, hicieron tronar el escarmiento. Primero Grabois y luego el Movimiento Evita le mostraron los dientes al gobierno. A su manera, con menos estridencia, los gordos de la CGT también manifestaron su descontento. Hugo Moyano hizo lo propio en un almuerzo cara a cara con el Presidente, que no pudo convencerlo para que su hijo Facundo dé marcha atrás con la decisión de renunciar a su banca.
Algunos dirigentes del peronismo temen que estas manifestaciones prematuras puedan llevar al gobierno a repetir los errores del 2012, cuando el Frente para la Victoria, que venía de obtener el 56 por ciento de los votos en las elecciones presidenciales, comenzó a perder algunas de las alianzas que habían sido parte de la estructura de poder. Esos alejamientos paulatinos, que en un principio no hacían tanto ruido, llegaron a un punto crítico en 2013 con la creación del Frente Renovador y culminaron con la derrota de 2015.
Son los mismos que volvieron al Frente de Todos de la mano de Alberto Fernández en 2019 y ahora ven, con desesperanza, cómo los errores del presidente inesperado extinguen los sueños de un peronismo post cristinista. CFK ya no se limita a apuntar, en sus apariciones públicas, contra los funcionarios que no funcionan, y no oculta más los reproches al socio que ella misma empoderó. El martes tienen previsto un acto juntos para celebrar la entrega de 20 mil viviendas en los primeros dos años de gestión. Será un largo fin de semana largo.
El jueves, en Lomas de Zamora, la vicepresidenta dejó una pista para entender, al menos parcialmente, el motivo de su malhumor. Lo hizo cuando dudó en voz alta si la decisión de Fernández de sostener la estabilidad después de triunfar en las PASO y cuando Macri dejó el país a la deriva fue un acto de responsabilidad institucional o de ingenuidad política. En el fondo, cree que eso le costó al oficialismo una mayoría propia en la cámara de Diputados, obstáculo que aún hoy frena muchas reformas impulsadas desde el Instituto Patria.
Un triunfo en noviembre que permita reparar esa falta todavía parece lejos. La economía arranca demasiado de a poco. La pandemia no terminó y la paciencia social para aceptar restricciones, si quedaba, se agotó con la fotografía en cuestión. Si llegamos a las elecciones sin una tercera ola que nos pase por encima será gracias a las vacunas, la gestión más virtuosa del gobierno y una moneda de oro en el aire que puede cambiar la suerte del Presidente y darle un nuevo aire para encarar la segunda mitad de su mandato.
Más allá del efecto electoral que pueda tener o no este episodio (en la Casa Rosada lo descartan) y de cómo pueda condicionar el futuro de Fernández, se enciende la luz amarilla de una alarma que excede la contingencia. Ante la aparición de una ultraderecha que logra mostrarse atractiva ante un sector de la juventud, parafraseando a Mussolini y denunciando a una casta política que no se rige por las mismas reglas que el resto de la sociedad, quizás no sea una idea brillante dejar plasmados en una foto esos privilegios.
Por último, y para redondear, como se trata de un problema político y no moral, no alcanza con reconocer el error y pedir disculpas: se debe reparar la falta. Y la única forma de reparar la confianza rota es estableciendo un nuevo vínculo, más fuerte. El Frente de Todos, y el Presidente, encargado de conducir las riendas del país en este momento, están en deuda con la sociedad y debe saldarla haciendo lo que hizo el peronismo en sus mejores momentos: transitar cada día la distancia entre las necesidades y los derechos efectivos.
Así como el incumplimiento de la norma no la vuelve mala ni estéril, y las medidas de cuidado salvaron, efectivamente, muchísimas vidas, el desliz o la falla de un dirigente, por importante que sea, no alcanza a cambiar el sentido del movimiento político que representa, las ideas que motorizan a sus militantes y el proyecto que tienen para el país. Ese es el debate más importante, del que depende el futuro de la Argentina y que comienza a saldarse en las elecciones. Es político, no moral.