Cuarenta años después, la democracia debe rendirse ante la evidencia de sus limitaciones. Cuarenta por ciento de pobres. Una coincidencia macabra que sólo sirve para llamar la atención sobre la deuda más grande que arrastra el Estado argentino; la que tiene con sus ciudadanos, cuarenta y pico de millones de acreedores que siguen renovando su fe en el sistema, crisis tras crisis. La fe hace milagros pero no va a durar para siempre.
A cuarenta años de la reconquista democrática, los guardianes y las guardianas de esos valores que supimos conseguir (dirigentes y funcionarios, empresarios y sindicalistas, jueces y fiscales y burócratas y comunicadores) no tienen otra cosa que ofrecer más que excusas, en el mejor de los casos. Uno podría apostar a que nunca, nadie, en la historia de las democracias, votó una excusa. Sería menos riesgoso que comprar bonos argentinos.
El sistema está roto y las fisuras se ven a simple vista, desde cada rincón de la patria. Las discusiones sobre causas y efectos son necesarias para tener un diagnóstico correcto que permita dar con la solución adecuada pero no hablan el idioma que se escucha en las calles, el de quienes no saben ni tienen ya paciencia para distinguir entre culpables y chivos expiatorios. Los estómagos, cuando hacen ruido, no dejan que se escuchen los discursos.
Por supuesto que no son todos lo mismo. La mala noticia es que para muchísimos argentinos desde lejos se ven igual. A veces el humor social no atiende a la razón: el que sale a trabajar todos los días y no logra llegar a fin de mes puede desarrollar una insatisfacción más profunda que el que perdió el trabajo. No estamos peor ahora que hace cinco años pero a lo mejor muchos se sienten peor.
La triste coincidencia de todo el arco político alimenta el desencanto: estamos mal pero no vamos a mejorar. Pareciera que nadie tuviera el coraje de imaginar algo diferente. Ningún argentino se merece esta mediocridad. El sistema está roto. El pacto de 1983 voló por los aires. La única voz que propone barajar y dar de nuevo, repensar la democracia, no encuentra eco para su propuesta entre los de enfrente pero tampoco entre los propios.
No por asimétrico el escenario deja de ser desolador. Y entre tanta desolación, a simple vista, se confunden víctimas y victimarios, argumentos y sofismas, memoria con chicanas. Nadie puede sorprenderse cuando lee las encuestas que marcan que en el interior del país, Javier Milei mide 40 puntos, como en Tierra del Fuego, o 30, como en Tucumán, donde va de la mano del hijo de Bussi y hace campaña prometiendo más violencia.
Las encuestas suelen falsearse a pedido o pueden estar equivocadas. Pero si, por una vez, esta vez, aciertan, nadie tiene derecho al asombro. ¿Cómo no va a volcarse cualquiera, en su desesperación, hacia la promesa de algo distinto? ¿Qué ofrecen los artífices de los últimos cuarenta años para que la sociedad les renueve el crédito una vez más? Antes que preguntarse qué ve la gente en Milei, habría que preguntarse qué no encuentra en los otros.
Después de dos años con crecimiento a tasas elevadas la pobreza es más alta que cuando asumió el gobierno. Cuesta encontrar declaraciones de funcionarios oficialistas que den cuenta del asunto. Ni hablar de alguien que ponga la cara para hacerse cargo. El juego del gran bonete le sienta especialmente mal a quienes fueron elegidos para dar soluciones. El castigo social puede ser oneroso para ellos.
Un presidente que a esta altura solamente atiende la agenda exterior y asiste a actos de campaña imaginarios que sólo tienen como objeto demorar un renunciamiento inevitable. La Casa Rosada funciona a media máquina: muchos despachos permanecen vacíos y los pasillos están poco transitados. La imagen triste, solitaria y final de un gobierno deprimido que ya no tiene fuerzas ni para simular otra cosa.
Funcionarios que ya están pensando en la retirada y no van a tocar nada que complique sus planes en el sector privado el año que viene. Equipos enteros que llegaron haciendo ruido y se van en cámara lenta, como si quisieran evitar que la atención se pose sobre ellos. Como si estuvieran esperando al 10 de diciembre para borrar estas líneas de su CV. Las malas noticias siempre corresponden a otro área, no importa a quién se le pregunte.
El kirchnerismo, aplastado por el peso de la violenta persecución de la que es objeto, sólo atina a desangrarse en la interna de la interna. La seguidilla de reuniones y plenarios en los que las mismas personas siguen teniendo las mismas discusiones desde hace meses, sin avanzar un centímetro en ninguna dirección, no hacen nada para reconstruir una mayoría ni generar una propuesta superadora. Con razón o sin razón, lo mismo da. A llorar a la llorería.
Si al oficialismo le cuesta proyectar empatía y aptitud, en Juntos por el Cambio directamente es difícil encontrar rasgos de humanidad. La escena patética en el Senado, donde vaciaron el tratamiento de la ley de alcohol cero al volante y la ley Lucio, impulsadas por ellos mismos, ante el pedido doloroso de los familiares de las víctimas, sólo para someter a CFK a una derrota política, es una bajeza difícil de superar.
Sin embargo, la legislatura de Mendoza, por iniciativa del gobierno radical de esa provincia, logró la proeza al aprobar una ley que pretende despojar de su calidad de argentinos a las personas pertenecientes al pueblo mapuche. Se trata de una iniciativa estúpida, de imposible aplicación y guiada solamente por estudios de opinión, como tantas otras que surgen de esa usina. Esta, además, es literalmente nazi.
El renunciamiento de Mauricio Macri, lejos de ordenar la interna la profundizó. Incapaces de mostrar resultados después de dieciséis años de gobierno en la Ciudad de Buenos Aires, tuvieron que importar un candidato bonaerense para no perder una interna inclinada contra la UCR. Puesto a elegir entre los boinablancas y el neofascismo de Milei, Macri se siente inclinado hacia la segunda opción. Esta es una historia en desarrollo.
La novedad, a partir de la sequía histórica que arrasó con la cosecha, es que el panorama va a empeorar. Si estábamos mal creciendo al cinco por ciento, es difícil imaginar lo que puede pasar si el producto se contrae varios puntos, un escenario probable cuando al ajuste se le suma la escasez. El Plan Llegar implica atravesar el desierto para entregar la última Coca Cola a quienes te pusieron ahí en un primer lugar. ¿No hay otro plan mejor?
Cuarenta años después la democracia debe rendirse ante la evidencia de sus limitaciones. Cuarenta por ciento de pobres. Pronto serán más. El sistema está agotado. Existen solamente dos salidas. Con más democracia o con menos democracia. Con mejor reparto o con más concentración y represión. Hoy en día todas las alternativas parecen señalar en este último sentido. Es necesario e impostergable que alguien ensaye un camino diferente.