Si me preguntan qué fue lo que más amé de Néstor, contestaría que todo. Era un personaje.
Al Teatro Colón, por ejemplo, Néstor decidió no ir jamás. Cuando en marzo del 2006 nos visitó la reina Beatriz de Holanda, acompañada por su hijo Guillermo de Orange y su esposa, la Argentina Máxima Zorreguieta, nosotros le ofrecimos una recepción en los salones de la Cancillería frente a la Plaza San Martín. Todavía no teníamos el Museo del Bicentenario que no llegó a ver inaugurado. Nos explicaron que luego, como retribución, la reina ofrecía una fiesta al presidente y a su gobierno y que para eso había decidido alquilar el Teatro Colón. Pero el presidente no fue al Colón y tuve que ir yo. No pude convencer a Néstor. Literalmente le rogué: "Néstor, por favor, tenés que ir". Él me retrucó que al Colón no iba a ir. "No se los voy a pisar". Le supliqué: "Néstor, tenés que entender que es una equivocación. El Colón es una de las salas líricas más importantes del mundo y es nuestra. ¿Por qué no vas a ir? Me contestó: "No pienso ir ni loco al teatro de la oligarquía argentina. No se lo voy a pisar. No le voy a dar el gusto".
Él tenía esas cosas. Decía: "¿Por qué tenemos que ir a lo que ellos han levantado como templo propio?". A él no le gustaba la ópera ni el ballet. Se aburría como un hongo. A mí me encantaban y con el tema del Colón lo quise convencer. Hice de todo. Enojarme, gritar, patalear. No hubo caso y la única cosa que se me ocurrió para que el desastre no fuera total fui yo. Me acompañaron Alberto Fernández y Patricia Alzúa, la esposa de Zannini, el que por solidaridad con Néstor tampoco fue. Esa noche cenaron los dos solos en Olivos.
Así éramos. Néstor daba mucha importancia a las cosas simbólicas. Era muy susceptible. Yo no tanto, pero a él cualquier cosa podía ofenderlo o molestarlo. Era tremendamente quisquilloso, tal vez porque a los hombres hay ciertos símbolos que los definen.
Para él, ir al Colón era como una ofensa a la autoridad popular. Era como someterse a un territorio que en la historia argentina había sido identitario de la elite, como subordinarse a un poder ante el que siempre se había rebelado.