El coronavirus permitió que se visibilice a nivel mundial la brutalidad de una derecha caprichosa, negacionista, egoísta y de doble moral, a la que se le cayó el velo democrático. En la Argentina, esa conducta global tomó un particular sesgo sádico que desbordó los límites civilizatorios de la ética y la vergüenza: fue capaz de atacar sin pudor el plan sanitario del gobierno y boicotear la vacuna Sputnik, enviando locamente a la subjetividad al acto suicida y homicida.
En tiempos de pandemia, cuando se vuelve imperioso extremar los cuidados colectivos, quedó muy claro que la oposición no pelea a favor de lo social contra el virus, sino contra el gobierno, prefiriendo la pérdida de vidas antes que apoyar un proyecto nacional-popular.
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La derecha está desnuda. La pandemia expuso con lente de aumento su modus operandi violento y elitista, que hace de la vida un privilegio para pocos en vez de una existencia digna para todxs. El coronavirus constituye una oportunidad para terminar con el mito de la derecha democrática.
En los últimos años el poder neoliberal se articuló con la globalización, la revolución cibernética, el machismo y el patriarcado, comenzando a ejecutar una violencia simbólica y antidemocrática sin precedentes. El dispositivo de poder sofisticó sus tecnologías de control y disciplinamiento, siendo capaz de realizar una operación singular en la experiencia social que logró reconfigurar las formas de vida, los lazos sociales y el pensamiento.
En su último libro Ideología: Nosotras en la época. La época en nosotros, Jorge Alemán diferencia dos vertientes en la dominación neoliberal: explotación y opresión. La primera pone el énfasis en la extracción de la plusvalía, pero esta forma no da cuenta de las estrategias para disciplinar los cuerpos que emplean los dispositivos de poder sobre aquellos que se apartan de los códigos normativos: inmigrantes, minorías marginadas, negros, musulmanes, trans, queer, travestis, etc. Dentro de la lógica de la opresión que emplea el dispositivo neoliberal y que menciona Alemán, incluimos la violencia del aparato de la derecha (medios de comunicación corporativos, trolls, parte del poder judicial corrupto), que opera sobre militantes, dirigentes políticos, sindicales y sociales.
Esta vez no queremos hablar del violento dispositivo de poder ni del accionar apropiado o insuficiente de las instituciones, sino que orientamos la pregunta hacia otra arista del problema: ¿por qué el campo popular aguanta semejante hostilidad con resignación? ¿Por qué responde con un silencio sacrificial, sabiendo que el que calla otorga? ¿cuánto agravio y arrogancia más está dispuesto a soportar?
Se trata de la colonización neoliberal que consiste, en este caso, en la identificación de los sujetos al resto, que lleva a la aceptación resignada de la indignidad y el agravio. Actualmente nadie se escandaliza -ni siquiera el campo popular- por los insultos como Kuka, kukaracha, chorros, choriplaneros, Albertítere, etc. Las calumnias, mentiras y agresiones que rechazan la política y rompen el tejido social, se profieren como una práctica cotidiana, constituyendo su naturalización una verdadera patología democrática.
El campo popular por un lado lucha por la emancipación y por la igualdad, pero por otro, desde la obediencia inconsciente, reproduce la lógica del poder aceptando pasivamente el maltrato.
A lo largo de la historia siempre ha habido tecnologías disciplinarias, lo distintivo de esta época es que los dispositivos neoliberales han logrado colonizar una instancia que Freud designaba como superyó. Esta colonización es la clave para comprender la operación realizada sobre el campo popular, a fin de obtener una respuesta de pasividad y acatamiento indigno frente a semejante grado de maltrato.
El superyó exige y hostiga a un sujeto sometido y avasallado por sus imperativos de rendimiento ilimitado, donde acepta sus crecientes renuncias, lo que lo conduce cada vez a incrementar la intensidad de los sentimientos de culpa que no preescriben y autocastigos. Las representaciones discursivas epocales funcionaron para que el sujeto se sienta deudor y culpable, consiguiendo imponer un ideal de obediencia.
El querido e imprescindible Horacio González afirmó, en el prólogo con que generosamente honró mi libro Mentir y colonizar. Obediencia inconsciente: “Lo que llamamos subjetividad se halla “colonizada”, y no es imposible considerarla una subjetividad cómplice, ayudada por un “super yo” entendido como una voz suprema que propicia en secreto, susurrando en nuestros oídos, palabras como sumisión, consumo…Severo y exigente es el superyó por esgrimir su raíz pulsional. No obstante, este libro concluye con una esperanzada invocación a la sororidad que “define la relación de hermandad y solidaridad entre las mujeres” y que carga con una fuerza epistemológica y organizativa para habitar el mundo de manera no hostil.”
Hay un adormecimiento cómplice del campo popular que lo debilita y somete, empoderando aún más al poderoso ¿Es posible despertar de ese consentimiento u obediencia inconsciente? ¿Qué clase de límite puede surgir desde abajo, interrumpiendo la lógica antidemocrática del maltrato? La lucha feminista puede ser un faro en la ruta emancipatoria.
Las mujeres se empoderaron, salieron del lugar de víctimas, dijeron “No es no” y fueron capaces de tejer un límite al maltrato y la violencia machista. La fuerza sorora de las mujeres parió un camino que alumbra con luz libertaria en la lucha popular y emancipatoria.