1965. El Canal 13 tenía en su grilla un programa de discusión política llamado Parlamento 13. En la emisión del 20 de octubre de aquel año, Mariano Grondona toma la palabra y dice algo más o menos así: “Todos los argentinos quieren vivir en democracia, pero el problema es que cada uno entiende la democracia de modo diferente, piensa en su democracia; entonces como eso es imposible de resolver la única solución es que venga alguien mas autoritario que nosotros y nos ponga a todos en orden”. Tamaña afirmación no causó mayor revuelo porque todos los que compartían la mesa, eran más de 10, estaban de acuerdo, salvo un solitario dirigente radical. No puedo no mencionar que otro de los presentes afirmó: “hay que terminar con el cáncer de las elecciones”, pero nadie se levantó de la mesa, en la que desde luego no había ningún peronista. Faltaban solo 8 meses para el golpe de estado, que ya estaba instalado.
Esta semana el periodista Marcelo Longobardi afirmó que los problemas actuales de la Argentina se resuelven mediante un “formato más autoritario”, porque la democracia no puede convivir con ciertos niveles de pobreza. Esa misma noche su colega Débora Plager, lo defendió buscando atemperar la afirmación interpretando que tal vez se refería a un camino en favor de una “degradación institucional”. Al día siguiente otro periodista, Antonio Laje dijo sin muchas argumentaciones que Longobardi tenía razón. ¿Hay paralelismos o analogías entre aquel debate de 1965 y este? Si, pero no lineal. En primer lugar, no vivimos un estado deliberativo en donde un golpe de Estado sea una opción fáctica.
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La Fuerzas Armadas en Argentina están absolutamente abocadas a su tarea y han abandonado sus pretensiones de conducción política sobre la sociedad desde 1983, y por tanto las condiciones estructurales son visiblemente otras. En segundo lugar, los periodistas de aquel programa, caso Grondona, eran referentes intelectuales de los sectores de poder y de los golpistas, y en sus argumentaciones podían observarse esas reflexiones (ese mismo periodista fue escriba de varias declaraciones de los golpistas en 1966). No parece el caso del presente, en dónde el periodismo crítico al gobierno actual parece más preocupado por instalar su indignación que una reflexión profunda sobre la realidad; mas énfasis en replicar los discursos simplificados de sus lectores y oyentes, que interpretar los problemas complejos. En fin, no son discursos golpistas, porque estos no dependen solo de la voluntad del emisor, sino de ciertas condiciones políticas que hagan que esas palabras, pudieran desencadenar un proceso o adherir a él. ¿Qué es entonces? Son los discursos autoritarios que nos recorren desde hace décadas, y que se enlazan con los del programa aquel, y que antes habían escalado hasta ser fuente de legitimación de golpes de estado, pero que hoy son otra cosa.
La región ha conocido en el pasado reciente situaciones en donde se manifiestan: sirvieron para forzar procedimientos con el fin de destituir a Fernando Lugo y a Dilma Rouseff, sin hablar de golpe, pero con un objetivo final fue muy semejante. O directamente para cometerlo en Bolivia contra Evo Morales, con los golpistas acusando de autoritario al derrocado. No parece que estemos ante un nuevo ciclo semejante al que la región sufrió en los 60 y 70, en cuanto a golpes de estado en el formato que conocimos, pero no cabe duda que la democracia está sufriendo cuestionamientos alterando consensos que creíamos arraigados. Las críticas de Mauricio Macri al proceso judicial seguido contra Jeanine Añez y sus partidarios por encarar un golpe, da cuenta de esa ruptura sobre las conductas políticas que eran inadmisibles y que ahora la derecha parece tolerar, según el caso y por eso quizás debamos referirnos más a una erosión de esos consensos. Para comprender entonces las características de este ciclo y la formación del actual discurso autoritario es necesario observar su origen; durante el ciclo XX hemos visto que las posiciones intolerantes y autoritarias provenían desde diversos sectores de la sociedad, incluidos los sectores populares.
En cambio lo que presenciamos hoy, como señala María Esperanza Casullo, es un desapego de las élites hacia la democracia; esto es, no se trata de un proceso del conjunto de la sociedad desentendiéndose de la lógica democrática, como durante la asunción del fascismo en la Europa de las décadas de 1920 o 1930, sino principalmente de la élite que se distancia de la democracia. En ese despago se incrementa el discurso que impugna a los sectores populares donde las protestas sociales son evaluadas como causas de la crisis y no como consecuencia; se esgrime la inhabilidad de las ciudadanas y los ciudadanos sumergidos en la pobreza para ejercer su voto racionalmente, pues estarían condicionados por su dependencia de la ayuda que pudieran darles el Estado (Una conclusión curiosa como si el Estado no llevara adelante acciones que benefician a diversos sectores sociales y eso no impactaría en el voto del resto). Por eso es imprescindible señalar que, junto a esa desafección de las élites, vivimos un notable incremento de la sospecha sobre los sectores populares, que se expresa con claridad cuando toda intervención de estos en el espacio público es equiparada al delito. El voto universal no fue algo que las elites otorgaran con convicción y recurrieron al fraude, a la proscripción o los golpes de estado hasta 1983 para impedir su vigencia. Los cuestionamientos de hoy, quizás añoren ese espíritu.
Sin embargo, ese firme discurso contra la acción política de los sectores populares, no significa que necesariamente haya generado un proyecto político con de fuerza para desplegarse e imponerse en la región, pues lo que hemos visto son proyecto que o bien ni logran ser reelectos, como Mauricio Macri o bien están sometidos a la incertidumbre como Jair Bolsonaro. Ecuador, Perú y Chile, atraviesan procesos conducidos por esas elites, con diversas cuotas de inestabilidad.
Es por eso que lo que presenciamos es un proyecto aún en fase uno, que se caracteriza por la duda sobre los mecanismos democráticos, el rechazo decidido hacia los sectores populares, pero carentes de un proyecto político consolidado que logre generar una nueva hegemonía política. El espíritu autoritario está, pero huérfanos de una proyección política acabada.