Cuando asumió Macri en 2015, la euforia neoliberal se expresaba diciendo que, por fin, los argentinos habían elegido un gobierno “amigo del mercado”. Ahora bien, el resultado de esa amistad fue desastroso para cualquier aspecto de la vida de los argentinos que pudiera llamarse “mercado”. El único “mercado” que se benefició fue el de la especulación financiera, beneficiaria directa de la trágica experiencia de la deuda externa del gobierno de la derecha. Un ex presidente que hoy, además, decidió ausentarse del país con excusas pueriles, mientras se profundizan las investigaciones de sus múltiples tropelías.
Para los neoliberales -los de siempre y, particularmente para los recientemente convertidos- la “amistad” con el mercado consiste en la práctica de despejar todos los obstáculos legales que la acumulación capitalista pueda tener en un determinado territorio. Es decir, el estado tiene el derecho pleno de intervenir en la economía, siempre que lo haga a favor de sus grupos más poderosos. No se oyen, por ejemplo, reproches de los neoliberales a la generosa pauta publicitaria que el Estado le provee al grupo Clarín: una práctica ominosa que favorece a un grupo económico que claramente despliega políticas desestabilizadoras. El problema del neoliberalismo son los derechos de los sectores menos pudientes de la sociedad. El derecho laboral es claramente uno de esos problemas y basta para comprobarlo el hecho de que Macri no dejaba de hostigar al sindicalismo ni siquiera cuando hablaba ante niñes de la escuela primaria. La “industria del juicio laboral” (la “mafia laboral” supo llamarla el nieto de un calabrés que lleva su mismo apellido), las ayudas sociales a los sectores necesitados “que se va por la canaleta del juego y del vicio” y las jubilaciones y pensiones son, entre otras acciones reparadoras del estado, objetos permanentes de la presión de la cúspide económica y sus representaciones políticas para “disminuir el gasto público”. La manipulación de las tasas de interés que favorecieron el verdadero vaciamiento de recursos públicos a favor de una pequeña casta de fulleros por medio de la bicicleta financiera y la fuga de capitales, nunca constituyeron un “estatismo” que preocupara a los economistas del establishment.
Hoy que los argentinos y argentinas vivimos la experiencia de una elección en medio de una terrible pandemia y de una situación social muy grave, el antiestatismo no solamente no se debilitó, sino que asumió una retórica extrema y por momentos delirante. Desde el comienzo de la pandemia, el cuidado elemental de la vida de los habitantes fue interpretado como “amenaza a la libertad” y como daños innecesarios a “la economía”. Las vacunas fueron “grandes negociados de los funcionarios” en concurso real con “potencias comunistas”, los cuidados poco menos que propios de cobardes o de gente que no sabe que de todos modos en algún momento se va a morir. El grito unificador fue “la libertad”.
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¿Son liberales estos neoliberales? Claramente no. El liberalismo es, históricamente hijo del contractualismo, es decir de la ideología que fundó al estado moderno como resultado de un mítico “contrato”, por el cual ciudadanos y ciudadanos consagraban (según el filósofo inglés Thomas Hobbes) la jefatura de un Leviatán, un monstruo imaginario que no es otra cosa que el Estado moderno. Los seres humanos establecen este contrato con el poder para salir del estado de guerra de todos contra todos, de esa situación en la que la que, según el filósofo “existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida…y breve”.
El estado moderno se funda en este mito. El liberalismo fue el sustento ideológico de su nacimiento y acompañó una larga historia en la que surge y se desarrolla la idea de los derechos humanos bajo el dominio político y social de la burguesía. Pero esa tradición no la comparte el neoliberalismo. Su ética no se centra en los derechos y las responsabilidades sino en el lucro. El viejo liberalismo edificó una larga tradición de derechos y hasta supo, después de la segunda guerra, desarrollar el llamado “estado de bienestar” que consagraba amplios derechos para el pueblo trabajador. La doctrina neoliberal terminó con esa tradición. Para los neoliberales la desigualdad, lejos de ser un problema que justifique la intervención del estado, es la causa última del progreso humano. La desigualdad fue, según el neoliberalismo, el fundamento del progreso porque estimuló la lucha entre los seres humanos por desarrollar nuevos conocimientos y nuevos avances productivos. Lejos de ser combatida, la desigualdad social debe ser promovida. En los años posteriores a la caída del muro de Berlín, floreció en esta secta ideológica, el concepto de “capital humano”: cada uno es dueño de su capital humano (su instrucción, sus habilidades, su codicia) y debe hacerlo crecer para triunfar en la competencia (forma contemporánea de la guerra de todos contra todos, propia de estado natural previo al contrato). La libertad de los neoliberales -una parte de los cuales se disfraza como “libertarios” para sumar imaginariamente a la tradición anarquista- es la libertad del zorro ante las gallinas.
La pandemia y la profunda crisis de múltiples dimensiones que recorre el mundo han favorecido el surgimiento de una nueva derecha que profundiza su ruptura con cualquier tipo de compromiso democrático. En realidad, ese compromiso nunca existió plenamente entre los neoliberales. Las dictaduras nacidas en nuestra región en la década de los setenta del siglo pasado desplegaron el más avieso terrorismo de estado en nombre de la destrucción de todo vestigio del estado social. Fueron neoliberales aún antes de que el uso generalizado del término empezara su historia. Las primeras experiencias neoliberales no fueron, como solía decirse equivocadamente los gobiernos de Thatcher y Reagan sino los de Videla y Pinochet.
En este contexto sería un hecho muy positivo la reaparición entre nosotros de la tradición liberal. Esa tradición que no participaba en movimientos transformadores ni revolucionarios, pero defendía presos políticos y se oponía frontalmente al autoritarismo. En el gobierno de Macri fue imposible detectar la presencia de esa tradición. Un programa de recuperación histórica del radicalismo después de su vergonzosa alianza con el macrismo y en ruptura con esa desgraciada experiencia, bien podría intentar recuperar esa referencia.