La imposición en el sentido común de ideas como libre mercado, libertad ilimitada y el palabrerío pochoclero de ser “el dueño”, “el empresario” de tu vida, ha triunfado culturalmente. Ese espejismo, un ideario fascinante, pese a que rápidamente mostró su lado oscuro y sacrificial, se incorporó y naturalizó en lo social.
La ideología neoliberal no solo tuvo el poder del canto de las sirenas cautivando a casi todo el planeta, sino que funcionó como un dogma, una nueva moral mucho más feroz que la anterior de las prohibiciones y las renuncias. Una moral que agregó al “tú debes” con el que veníamos, el mandamiento “tú puedes” ilimitado y, de ese modo, condujo a la omnipotencia del yo y a una subjetividad endeudada, atravesada por una depresión generalizada, sin deseo.
El neoliberalismo vendió varios buzones, pero quizás el mayor de los engaños que la subjetividad compró, fue que el deseo habita en el yo y su satisfacción refiere al tener o al ser. La causa del deseo -el motor vital- no consiste en una positividad, no se tiene ni se es, sino que refiere a un vacío estructural que implica pasar por la palabra y el Otro, siendo esa su condición política.
El tanático e ilimitado dispositivo neoliberal ocupó el vacío de la causa con tecnología o Alplax y expropió el deseo. Nos dejó en la indignidad de la miseria, haciéndonos faltar la falta, que no tiene que ver con la pobreza sino con la angustia y el malestar subjetivo. Sin el vacío de la causa no hay deseo, sentido, proyecto ni futuro, sino depresión generalizada; de ahí a la apatía, el escepticismo y la desconfianza en la política hay solo un paso.
El coronavirus mostró a todas luces el límite que el neoliberalismo rechazó. Desde la llegada de la pandemia, sumando patología a la locura neoliberal, expuso sin eufemismos que el futuro ha sido desterrado casi por completo. Sucumbiendo a la inmediatez del drama global acontecido en el comienzo del 2020, hubo que adaptarse a la nueva forma de “vida”: contagios, muertes, barbijos, alcohol en gel, saludos empuñados y el zoom nuestro de cada día; fue necesario aprender a sobrevivir -y esta vez en serio- en la incertidumbre.
Prescindiendo de un juicio moral que parta de una supuesta normalidad, constatamos que muchxs jóvenes hoy no quieren tener hijos. Este signo se debe, en parte, a la gloriosa lucha llevada a cabo por el movimiento feminista, que se opuso al imperativo de maternidad como destino asignado a las mujeres. Sin embargo, la gesta feminista no agota el fenómeno, pues es imposible concebir un hijo sin la afirmación del deseo y sin un horizonte de futuro.
El sufrimiento social crece en el contexto de una complicada coyuntura conformada por neoliberalismo, tercera ola del covid-19, incendios, calor asfixiante, teorías conspirativas, negacionismos, fascismo encriptado en la vida cotidiana y un Poder Judicial absolutamente desacreditado en lo social. No es habitable una democracia cambalache, en la que no se cree en la justicia y en la que da lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro o pretencioso estafador.
En resumen, la subjetividad enfrenta un derrumbe cultural en el que han caído creencias y certidumbres, con una desestabilización de las costumbres y representaciones colectivas que organizaban el mundo. El inventario de la derecha se agotó, resultando incapaz de producir un futuro concebible, posible para el mundo, quedándole solamente el recurso de las operaciones.
Hoy todo está en duda: si la pandemia se convertirá en endemia o en nuevas mutaciones, si el sistema de salud aguantará o se desbordará, si se arreglará y cómo con el FMI… y un largo etcétera.
¿Qué hacer con la angustia social del sin sentido y la depresión generalizada sin deseo y sin futuro? Hay tres posibilidades: administrarlas, al modo neoliberal del control, negarlas, como hace el fascismo, o politizarlas.
Antonio Gramsci sostuvo en su artículo “Odio a los indiferentes”, que en la actividad política tiene que haber lugar para responder al dolor y los afectos de los hombres y mujeres. Será necesario usar la imaginación iluminada por una fuerza moral fundamentada en la simpatía y la sensibilidad.
El campo popular debe recoger el guante, haciéndose cargo de limitar la marcha incesante de la pulsión de muerte, dando vida, pariendo el futuro y causando el deseo. En esa línea de reparación ética y de politización del malestar, se inscribe la convocatoria del 1° de febrero frente a la sede del Palacio de Tribunales, para que el pueblo comience a salir del desánimo y manifieste su repudio a una Corte Suprema mafiosa, al lawfare y a la impunidad.
Será imprescindible hacer un presente justo, habitable, construir un futuro posible derrotando al escepticismo, la desconfianza en la política y la melancolía conservadora.