Nos hemos habituado a sustituir la noción de opresión por la de subalternidad como resultado de medio siglo XX, desde la postguerra, años de descolonización, luchas antirracistas, feminismos, neo vanguardias artísticas y políticas, movimientos pacifistas y antinucleares, ecologismos, revoluciones sociales. El auge de la noción de subalternidad es un logro de las conquistas sociales, como lo ha sido el peronismo en buena parte, si no la mayor, de su historia. Las conquistas sociales guardan la opresión en el olvido, y el olvido, necesario como parte de los logros alcanzados, es también olvido de la opresión. La palabra misma se pierde en la historia, si no en las memorias, y las sociedades emancipadas pasan de las experiencias trágicas superadas del pasado a la condición sociohistórica, inscripta en instituciones, condiciones jurídicas nuevas, discursos de derechos humanos, por ser breve. La tragedia se convierte en historia social, la esclavitud en ciudadanía.
Con la noción de opresión se pierde entre las nieblas del olvido la experiencia de la abyección, dado que es de entre lo primero que intenta abolir la emancipación. Todo ocurre durante largos períodos, con avances y retrocesos, pero en conjunto la segunda mitad del siglo XX que dejamos atrás conformó las bases del mundo en que vivimos. No más humillaciones, violencias exterminadoras (en tanto horizonte de expectativas), guerras interminables de conquista, expediciones de saqueo y castigo, torturas y desapariciones, pena de muerte, disciplinas autoritarias, trata de personas y esclavitud, explotación y abuso infantil: la lista no tiene fin. La segunda mitad del siglo XX es una época de derechos humanos. No se apure quien esto lea por acudir a todo lo que desmienta empíricamente lo aquí dicho. No se trata de una descripción de lo sucedido sino de logros conceptuales, de expectativas, de derechos, consignas de las luchas políticas y sociales. Obviamente todo ello sucedía en un marco de radical disconformidad con que en los hechos no se verificara en su plenitud, ni aun por aproximación, lo anhelado y parcialmente logrado. No se ponen aquí en tela de juicio eventuales ingenuidades u optimismos progresistas, sino que se pretende señalar un marco conceptual y de prácticas sociales.
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Todo lo cual no ha perdido del todo vigencia. Pretendemos seguir hablando así, sosteniendo las instituciones a que tales logros refieren. Como síntesis, las llamamos “democracia”. Esa es nuestra esperanza. Sin embargo, vamos para el cuarto del siglo que corre, en que asistimos a una brutal detención del ascenso civilizatorio multitudinario del siglo XX, el que nos hizo olvidar las experiencias abyectas como expectativa, como lo esperable, como lo “normal”. Un ícono del giro que inauguró el siglo del retorno de la abyección pudo haber sido el uso de los pasajeros de dos aviones de línea como armas mortíferas de devastación masiva, en nombre de una causa. No importa aquí más que señalar esta escena de uso de cuerpos inermes e inadvertidos, no ya para quitarles la vida, como habitualmente ha sucedido y sigue sucediendo, sino como proyectiles letales para quitar la vida de miles de personas. No carece de antecedentes este suceso, pero en su intensidad apocalíptica fijó un hito al que sucedieron cascadas de eventos que nos traen hasta una actualidad en que lo logrado en el siglo XX se encuentra en franco retroceso, en abierta vulnerabilidad. No se trata solo de un emergente que visualizamos como externo y designamos como nuevas derechas o ultraderechas.
La actual revolución tecnológica, en pleno desenvolvimiento en las décadas que corren, contiene, como una de sus cifras, una sistemática planificación aterradora de la cancelación de masas. Todo aquello que sustituye el trabajo o los empeños y esfuerzos humanos por maravillosos prodigios de la tecnología y las innovadoras industrias, no sirve para hacernos más felices, dedicarnos con mayor extensión al ocio y a la libertad, sino al revés, para cancelarnos, desemplearnos, someternos a marginalidad, exclusión y empobrecimiento masivo. Cuando no sucede directamente se cierne como amenaza.
Lo abyecto, aquello que nos convierte en materia parasitaria, excrementicia, cadavérica, en motivo de mortificación, persecución, desprecio y odio, no importa con qué pretextos y categorías, no importa si primero es porque se terminó el fordismo y ya no hay empleos ni medios de vida, ni si al mismo tiempo la narrativa acude al racismo, al neofascismo, a la misoginia y a la homofobia, porque todo ello forma parte del mismo movimiento de retorno al pasado de formas de violencia social que se aprueban masivamente. De hecho, forman parte de plataformas electorales en democracias agónicas en las que millones votan por un cambio.
Sirva lo antedicho para poner en perspectiva cómo se nos ha llevado al umbral del infierno por voluntad popular suicida. Y cómo a la vez mezclamos muchas intelecciones valiosas con oraciones vacías de sentido, sintagmas mecánicos que se dicen sin pensar, destitución de todo lenguaje que constituya una conversación. Así es como pasamos a un bullicio inarticulado en que los prejuicios, el odio, la violencia simbólica, la ira destemplada anuncian males mayores, anuncian la abolición de la noción de subalternidad y el retorno de la abyección. Es así que la asimetría se expone como muerte, mortificación, suplicio y desgracia. Tales vaticinios se formulan como promesas y se las llama esperanzas frente a un supuesto estado de malestar terminal que carece por completo de verificación y sustancia, aunque así es como se lo experimenta. No es una mentira, pero tampoco es verdad, como sucede ahora con el lenguaje al uso. No es mentira ni verdad. Como la palabra libertad no miente, sino que es la otra cara de la moneda de esclavitudes que regresan bajo nuevas formas.
Muchas veces se presenta bajo la forma de propaganda, arrasadora de las mentes, compelidas a repetir sin pensar. No se entiende lo que se dice, como de modo expiatorio y sintomático se acusa a las infancias de que no entienden lo que leen y a la vez se adora al gran ídolo que habla sin entender lo que dice y que llamamos de manera inquietante “inteligencia artificial”. También esa adoración genuflexa a un artefacto sin duda a la vez útil y prometedor se inscribe en la abyección en tanto nos prestamos asimismo a imaginarnos en estado de cancelación, disponibles para el sacrificio. Pánico al desempleo, horizonte inexorable.
Las masacres no se ocultan, se filman, es exponen en las pantallas, se programan como espectáculo, y después se pueden interpretar como se quiera, o negar que hayan existido ante la propia evidencia probatoria. Ni mentira, ni verdad. Permanecemos en un estado crepuscular intermedio, un estado zombi, semi consciente, entre el consumo que nos organiza la vida para que no tengamos que pensar ni entender nada, solo “gustar” o “no gustar”, “seguir y repetir” o “cambiar”. Nos situamos entre el consumo y los restos de una civilización en estado de extinción frente a la cual, no sin esforzarnos por mantener la vigilia, aun podemos actuar como seres humanos y no como lactantes dependientes y pasivos.
Estas son algunas de las condiciones civilizatorias y culturales en que nos encontramos y que sin caracterizarlas resulta misterioso cómo puede ganar elecciones alguien que invoca el siglo XIX, un siglo aun con esclavitud, colonialismo, incubación de guerras mundiales y genocidios. Un siglo que describe como de civilización y barbarie. Es llamativo que cada vez que tiene que justificar su completa originalidad y falta de antecedentes serios para dolarizar y destruir el Banco central acuda al mismo ejemplo de la libertad de vientres de la Asamblea de 1813. Falacia ad populum sería cuestionar su originalidad, dice, como sucede cuando se opone un argumento a la opinión general contraria. Claro, contra falacias así se desarrollaron todas las creaciones humanas, cada vez que surgieron de manera situada y puntual, muchas veces rechazadas. Pero lo sintomático es que el gesto de la Asamblea del año 13 en modo alguno fue singular y excepcional sino parte de los movimientos emancipatorios mundiales que habían sido germinados por lo menos desde el siglo anterior.
En 1813 ya era opinión extendida la oposición a la esclavitud. Aun así, llevó su tiempo desde el punto de vista actual. En 1860, año recurrentemente citado por el aquí aludido, todavía persistía legalmente la esclavitud en buena parte del mundo. Cuando se reivindica esa época del modo en que se la reivindica, se postula en forma retroactiva la renuncia y el rechazo hacia los logros de la segunda mitad del siglo XX para glorificar las miserables y repudiables victorias de las burguesías del siglo anterior por sobre los pueblos del mundo. Y esto se puede hacer así, como forma local y singular de una tendencia global.
Lo nuevo de esta tendencia global es que combina lo ultra moderno tecnológico con regresiones a épocas pretéritas, anteriores a los derechos humanos emergentes políticamente con sus respectivas nomenclaturas en el siglo XVIII, las que fueron evolucionando y ampliándose para abarcar género, animal y aun el mundo ambiental y mineral. La regresión que se postula es devastadora, apocalíptica, y adquiere en nuestro caso una extremosidad no interpelada que llama la atención en otros países por lo disparatada e impune. Esto no debería haber sucedido, no por el resultado de una votación, sino ni aun por la mera normalización de discursos reñidos con toda condición convivencial, tal como se fueron exhibiendo todos los días durante años.
En el orden el retorno de la abyección sucede algo decisivo: quienes se encuentran en las condiciones más sumergidas se describen ya no como fenómenos culturales con derechos de existencia narrativa, como sucedía en el siglo pasado, sino como condiciones de abyección y desprecio, que remiten una y otra vez a la basura y a las cloacas como significantes de odio y repugnancia. El interés subrayado sobre las “cloacas” ya lo habíamos escuchado. Son nuevas formas de racialización de una parte incluso mayoritaria de la sociedad, tanto por los que se llaman “pobres” sobre la base de un dato estadístico tratado en forma vaciada de sentido y trivial, como a los que llaman “políticos”. Al fin de cuentas, dichos políticos, en lugar de ser reconocidos, demandados y responsabilizados por el gobierno de la vida en común que ejercen o al que se postulan, como es su propósito genuino y legítimo, en lugar de ello, se procede a una criminalización masiva, a una culpabilización abrumadora e incontestable, continuamente entreverada con amenazas terminales y cada vez más cercanas a su realización.
En el orden del retorno a la abyección se repite una antiquísima historia, narrada en un libro que se cita de manera ignorante y con inversión de todo sentido atribuible. Ya en el Éxodo, el pueblo liberado de la esclavitud, ante la primera dificultad, la falta de nutrimento en el desierto, se rebela, como no lo había hecho antes, para reclamar el regreso a la esclavitud, porque ahí estaban mejor. La condición abyecta es la sujeción voluntaria a la opresión, no porque se elija ese destino entre otros, sin porque cuando no se tiene otra suerte, antes de emprender los caminos inciertos y arrojados de la liberación, lo primero que sucede es recurrir a confirmar y cimentar la sujeción. Quienes hemos vivido en libertad y no concebimos otra opción posible, solo con un gran ejercicio de imaginación podemos asomarnos a tales experiencias del pasado, para al menos entender que nos encontramos ante su retorno, y que entonces, quienes se entregan a sus verdugos no hacen más que recorrer el camino que la opresión les ha trazado desde que existe. Y que no se trata de “comprender” simplemente qué quieren o qué piensan, porque han sido, estamos siendo, privados de esas facultades, voluntad y entendimiento. Ya en el inicio del periodo mencionado, la segunda mitad del siglo XX, George Orwell lo anticipó: “La libertad es la esclavitud”. Hoy, como así en “1984” eso no sucede con látigos y eslabones físicos, sino con otras formas contemporáneas que son las que colectivamente nos subyugan, y de las que nos tenemos que empezar a liberar, por favor.