El pueblo argentino ha participado en una ceremonia muy especial. La asunción presidencial de Milei tuvo formas inéditas: participamos en la puesta en escena de un liderazgo mesiánico. De un espectáculo que no respetó ninguna norma protocolar -incluida la de que el discurso presidencial estuviera dirigida a los legisladores, en tanto expresión de un poder dividido, lo que constituye una premisa de la forma republicana de gobierno, de la división de poderes, del control pluralista de la actividad del poder ejecutivo. Fue una ceremonia distinta: fue una puesta en escena que corresponde a otra realidad. Y el discurso del presidente que asumió correspondió plenamente a esa diferencia. Se presentó a sí mismo como una autoridad superior, ajena a los rituales de la democracia republicana y representativa. Hubo una “multitud” -bastante lejana en su número respecto a las expectativas de los organizadores, entusiasta y más o menos excitada.
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El ritual se correspondió con el contenido del mensaje presidencial y del acto en su conjunto. Su género no se correspondió con la prevista -y con frecuencia bastante burocrática- de la presentación del propósito del nuevo mandatario para el período que viene. El discurso fue un vendaval de afirmaciones escatológicas: décadas de fracaso nacional, frustraciones de largo aliento, pérdida de oportunidades y de posiciones relativas en el mundo. La historia que contó Milei es la historia de la “libertad perdida”. Que no fue la de los golpes militares y cívico-militares que conculcaron la constitución nacional, organizaron la persecución sistemática de las clases subalternas e impusieron regímenes autoritarios y progresivamente más violentos en cada etapa. En la ficción a la que asistimos, el agujero negro es la “libertad económica”, sacrificada, según el relato, en el altar de la igualdad o, con más precisión, del “populismo”. Si se atiende a las fechas evocadas, se concluye en que la decadencia argentina empezó allá por 1920 (cien años, dijo). Más o menos en los tiempos de la ley Sáenz Peña que inauguró la época de la libertad electoral. Un relato impresionante porque sugiere, no muy bien ocultado, el designio de usar el nombre de “libertad” para nombrar la voluntad de los sectores poderosos de la sociedad argentina. El “viva la libertad carajo” corresponde, pues a una veneración de la Argentina del primer centenario, al país sometido al neocolonialismo inglés, al que después del resultado de las guerras de la época sucedería el imperialismo norteamericano. Esa historización tiene un significado esclarecedor del “programa” de Milei. Un programa que se vio reflejado en la pobreza extrema de la presencia de delegaciones de primer nivel gubernamental en la ceremonia. No hubo nadie del G20, Brasil estuvo “representado” por el fallido y repudiado ex presidente Bolsonaro, en lo que fue la expresión más patética de la utilización de una ceremonia constitucional-democrática de primera importancia como un ritual propagandístico destinado a presentar en sociedad a un “líder providencial”. Milei manipuló sin límites los datos de la realidad. Lanzó cifras de inflación hacia las que marchaba Argentina que existen solamente en su afiebrada imaginación. Y puso toda esa mentirosa maquinaria al servicio de la fundamentación de un nuevo ajuste brutal contra las condiciones de vida de nuestro pueblo. Contra una imaginaria inflación futura, se montó el escenario de una espantosa hiperinflación “real”.
No es el anuncio o la amenaza de un “nuevo régimen”, es la decisión misma de su puesta en marcha lo que se anunció. Y a continuación, en los días subsiguientes, vinieron los anuncios de la ministra de seguridad, que adelantan un nuevo giro represivo e ilegal Una vez más los argentinos y argentinas nos vemos amenazados por la consumación de un “nuevo régimen” de facto. Por la conculcación de las libertades públicas, especialmente la de protestar públicamente contra medidas -no futuras, sino presentes- que tienden a ampliar y profundizar las injusticias sociales. Se podría decir que la existencia de algo llamado “justicia social” queda demostrada por la existencia de su contrario, una creciente injusticia social producida por un brutal ajuste y la amenaza de usar la fuerza para evitar toda protesta contra su ejecución.
Milei resulta así ser el instrumento de Macri, quien dijo después de su fracaso reeleccionario, que su error fue el exceso de “gradualismo”. Claro que no es un simple relevo. El personaje que hoy está a cargo de la presidencia vive en un estado de permanente excitación. Habla con el tono de quien viene “de otro tiempo y de otro lugar”. Confunde el rol de un presidente democrático con el de un personaje mesiánico investido de poderes sobre naturales. No hay muchas dudas respecto de lo que viene en el país, desde el punto de vista de las derechas políticas, culturales y sociales. Lo único que está en disputa, como ha ocurrido muchas veces en nuestra historia, es el éxito de estos designios. Es el viejo y renovado “empate” entre gobiernos populares insuficientes o fracasados y gobiernos elitistas y violentos e igualmente fallidos. Pero no es una ronda igual que otras anteriores. La naturaleza de la élite política ascendente y muy en especial de su jefe ocasional, su prepotencia, su mesianismo, la brutalidad de sus amenazas ponen una luz de alerta. Cuarenta años después de lo que parecía su definitiva afirmación, la democracia argentina vive una situación de alto riesgo. La clave de la suerte del país en esta etapa está en la política. En la capacidad de pensar y actuar con inteligencia. Con sentido del tiempo. Con un diálogo sistemático con el pueblo y sus organizaciones, de modo de evitar aventuras que terminen facilitando el designio de una santa alianza entre proyectos políticos repetidamente fallidos en el pasado y delirios de nuevo comienzo que constituyen una amenaza muy grave sobre el futuro de nuestro país.