El operativo parlamentario montado en las últimas horas tiene muy poco de rutina orgánica y mucho de construcción de un nuevo régimen político en la Argentina. La velocidad del procedimiento no es un asunto accesorio: es, más bien, el corazón de un operativo de copamiento del poder, de suplantación de las rutinas parlamentarias por el ejercicio de un poder de facto. Es el plan de los grandes grupos económicos locales y su sistema de sustentación global para asegurarse el control del poder en Argentina y colocar a nuestro país, plena y definitivamente, bajo el control geopolítico de Estados Unidos y la OTAN. Por supuesto que, subsidiariamente, el operativo supone la cesión de poder absoluto de los resortes de poder económico a los grupos que han ido acumulando posiciones decisivas de poder interno.
Claro que el corazón del operativo -y la clave de su éxito- radica en la constitución de un poder político como resultado de las luchas políticas de los últimos años en la Argentina. La derecha está atravesando el camino desde la construcción de un consenso político -comenzada ya en los tiempos de los gobiernos de Cristina Kirchner- a la consolidación de un nuevo régimen de facto: un régimen que rige cualquiera sea el resultado de las elecciones y la emergencia de tales o cuales sistemas de administración política. Un régimen que funcionó con el gobierno de Macri, pero no dejó de funcionar durante el gobierno de Alberto y Cristina Fernández, que no tiene sustento en la constitución y las leyes sino en la praxis pura y dura de un poder de facto. En el interior de las experiencias de gobierno peronista hemos asistido a la convivencia y la contradicción entre corrientes en pugna al interior del movimiento, pero desde 2015 las riendas del proceso la tienen, de modo muy claro, los sectores favorables al statu quo. El ascenso del neoliberalismo extremo y radical le ha incorporado un rasgo ideológico-místico, un énfasis irracional y delirante, pero la línea no ha dejado de desarrollarse. El límite se corre de modo incesante hacia la derecha.
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Casi sin que la opinión pública alcance a procesar la experiencia, el neoliberalismo ultramontano se ha apoderado de las palabras, los significados y el sentido de los hechos: la tradición nacional y su interpretación de los hechos ha ocupado un lugar marginal; lo único que tiene sentido es aquello que pueda sustentarse en términos de super-ganancias privadas y ventajas para los grandes grupos económicos. El único “reparo” que asoma la cabeza es el extraordinario incremento del sufrimiento de sectores cada vez más vastos de la población, proporcional a la acumulación de ganancias rentistas en el polo más poderoso de la economía. ¿Qué tiene para ofrecer este proyecto a la satisfacción de las demandas urgentes y crecientes de la población argentina? Ese parece ser el problema principal de la política argentina. No hay alivio al imponente proceso inflacionario que hunde en la pobreza a nuevos y vastos sectores de la población. Nadie esboza la fórmula “milagrosa” del pasaje de las privaciones a las mejoras. La máxima autoridad política esgrime un relato histórico que proyecta de modo delirante mejoras sociales que habrán de experimentarse dentro de decenas de años. Argentina se quedó sin promesas: las de la convertibilidad cayeron hechas trizas, las más modestas de la recuperación del mercado interno no sobrevivieron a las experiencias neoliberales. ¿Queda la resignación a los sufrimientos de la pobreza como único “argumento político”?
El show político montado en estos días por la coalición de gobierno es muy llamativo. Carece de promesas. Toda su retórica se basa en la amenaza. La amenaza del ajuste. La vaga promesa de una mágica recuperación que no se apoya en ningún dato real de la economía. El camino político es la imposición: esto o el caos. Y el sistema político juega en esa clave: una fuerza que fuera oficialista paga sus costos de credibilidad con un silencio dramático respecto de cualquier giro de la política. Las derechas “opositoras” agitan sus recetas que a esta altura no tienen ningún eco significativo. No es de la esfera del “acuerdo político” de la que pueden surgir líneas de acción. En una situación crítica como ésta, reaparecen y adquieren consistencias viejas premisas de la política argentina posteriores al surgimiento del peronismo. Ese asunto tan viejo y tan transitado que es la Argentina peronista vuelve a adquirir vigor. Porque vuelve a tomar impulso, paradójicamente, la cuestión del Estado, de los derechos, de las leyes sociales, de los sindicatos. Algunos sostienen que son retóricas viejas, agotadas. El problema es que sus supuestas alternativas: el ajuste, el sufrimiento social, la injusticia creciente, no son más novedosas ni tienen nada nuevo para ofrecer.
El centro de la escena vuelve a estar donde tiene que estar. En el trabajo, en el salario, en el impulso de la actividad. En la producción y dónde van sus frutos. Esta centralidad de los trabajadores (de la CGT, de las organizaciones gremiales, de las medidas de fuerza, de la ocupación de las calles) es el lugar más dinámico de la política argentina. Es desde los programas mínimos para la dignidad de las personas que trabajan como se puede pensar seriamente el futuro. Acaso ese sea el logro más importante alcanzado por la democracia argentina en los últimos años. Y toda la fuerza de la democracia, de la verdadera libertad, tendrá que girar a su alrededor. Alrededor de los trabajadores en todas sus formas de vida y de organización.