Una vez más nuestro país se asoma a una situación de grave crisis política que, como ha ocurrido con frecuencia, hunde sus raíces en su economía. Concretamente, la dependencia de la moneda respecto del dólar provoca situaciones periódicas en las que la moneda local se desvaloriza y se desestabiliza así el curso de su actividad económica: Cristina Kirchner designó este fenómeno como el “bimonetarismo argentino”.
Por supuesto que no se trata de un fenómeno natural, sino de la forma que adopta periódicamente nuestra condición de país integrado en el sistema mundial bajo la forma de la dependencia económica, primero respecto de Inglaterra y, después del fin de la segunda guerra, de los Estados Unidos. Sin embargo, lo específico de las crisis argentinas radica en la política, concretamente en la larga historia de intervenciones militares que desde 1930 (hasta 1983) que jalonó nuestra vida democrática. La democracia reconquistada entonces tampoco eligió el camino de un acuerdo político decisivo.
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La crisis que está actualmente en desarrollo tiene un elemento novedoso: el partido que hoy gobierna la Argentina es una fuerza de muy reciente creación que creció rápida e intensamente en los últimos (pocos) años. Su prédica política es “anarco-capitalista”, su horizonte es, de hecho, según afirman sus dirigentes principales, una “política sin partidos”, una política que gira en torno de las necesidades del “mercado”, lo que suele equivaler a la ausencia de restricción alguna para la acumulación intensa del capital.
Ni siquiera los actuales gobernantes neoliberales ponen en circulación la clásica, e incomprobada promesa de un futuro feliz cuando la riqueza “derrame” sus frutos al conjunto de la sociedad. Más bien se considera la suerte o la desgracia de las personas en el contexto de esta “libertad” un resultado de su habilidad para sobrevivir en una jungla, necesariamente concentradora de la riqueza en las manos de los “más aptos”. Es decir, algo así como una “lucha por la vida” en condiciones en que ninguna institucionalidad nos defiende de la miseria.
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El gobierno de Milei, según sus anuncios, está convencido de que es necesario “asumir todos los costos” que conlleva este mundo sin salvavidas para los débiles. Es, como se ve, una doctrina inmoral e inmisericorde, algo así como la ilustración viva y trágica de algo que el papa Francisco viene denunciando desde hace mucho tiempo: la progresiva dilución de la solidaridad entre los seres humanos en un mundo de competencia sin reglas ni límites. Es, en palabras del Papa, el ideal de un mundo sin fraternidad, en el que la suerte de cada uno depende de su “adaptación” a la selva. De esta ideología se desprende de modo natural una concepción de la comunidad humana sin lugar para las regulaciones ni los equilibrios. En ese sentido, el mundo ideal de los libertarios pertenece a tiempos anteriores a Thomas Hobbes quien supo colocar la creación del estado como la única premisa posible para evitar la autodestrucción del género humano.
La violencia que hoy se predica desde el gobierno no es el fruto de mentes perturbadas (aun cuando no se pueda negar su presencia en el gobierno de Milei): es una ideología, una anti utopía cruel y excluyente que se impulsa desde el Estado, desde un estado que se percibe inevitablemente como enemigo de las personas. El primer problema de semejante construcción ideológica es que contradice en todos sus puntos la letra y el espíritu de la Constitución nacional: no se trata de tal o cual atropello de la ley fundamental sino de su subordinación a la marcha real de la sociedad, lo que equivale a su nulidad como herramienta.
Como era de esperar desde el discurso inaugural del presidente -emitido provocativamente de espaldas a los congresales, cuya representatividad, digamos de paso, tiene la misma fuente legal-constitucional que la del presidente-. Hay algo, sin embargo, en que la cúpula gubernamental sigue la tradición de todos los gobiernos autoritarios de nuestra historia: gobierna a favor de los más ricos entre los ricos y violenta sistemáticamente nuestro ordenamiento legal. A propósito, hay que dejar de observar el desempeño del Ministerio de Seguridad como el resultado ocasional de un temperamento desbordado y equívoco de la persona que lo ejerce: es más bien el puntal de la construcción de un régimen autoritario en el interior del régimen constitucional.
Ahora bien, el régimen (democrático por su origen y potencialmente autoritario en sus prácticas) atraviesa una aguda crisis. Que viene de la misma historia de la que hablamos al principio y todos conocemos. Será difícil analizar cómo se construyó este estado de cosas: claro que no se puede ignorar el pasaje por la experiencia de la pandemia y las debilidades del último gobierno. Pero esto no es una mera “continuación” de la crisis. Es el peligro de la transformación de esa crisis en un derrumbe de proporciones catastróficas.
Tarde o temprano, la política argentina (todos quienes directa o indirectamente formamos parte de ella) seremos corresponsables de su derrumbe si no nos disponemos a abrir un período de construcción de la unidad nacional. No será el triunfo de un partido o de un sector el logro de una convivencia pacífica y una inserción inteligente en el mundo global.
Tarde o temprano (y esperemos que no demande demasiados dolores) habrá que preparar un diálogo político y multisectorial acerca de la convivencia política y social entre los habitantes de este país. Dicho esto desde la angustia del presente que estamos viviendo parece un sueño imposible. No hay ninguna señal de disposición en la clase política ni en la empresaria, ni en la sociedad en general a semejante prueba de disposición al sacrificio, aunque sea parcial, del propio sector, lo que constituye el material fundamental para su logro.
Frente a esto puede imponerse la resignación y la pasividad. Pero al mismo tiempo la política tiene todavía una oportunidad. Cristina Kirchner ha sostenido la necesidad de un amplio acuerdo nacional de sectores políticos y sociales. No tuvo respuestas. Y tampoco la propuesta alcanzó algún impulso concreto, aun cuando fuera más propagandístico que efectivo. Todo vacío es una oportunidad para la política (que puede o no aprovecharse).
En el caso nuestro, la fuerza o las fuerzas que se dispongan a hacerse cargo y llenar el vacío contarían con la simpatía de vastos sectores populares en tiempos tan dramáticos como los que vivimos. Por supuesto que esto no aminora la responsabilidad del partido que hoy está a cargo del gobierno. Lejos de orientarse hacia la unidad patriótica, el gobierno de Milei dobla todos los días su propia apuesta autoritaria, irresponsable y promotora del odio y el rencor entre argentinos y argentinas. En la práctica todo indica que será el propio presidente el que terminará pagando los principales costos de su propia complicidad con los dolores de millones de argentinos.