Nos une una pregunta urgente: ¿qué pasa en nuestra Argentina para que estemos viviendo esto?
Para situarnos, recurro a reflexiones del Papa Francisco que, en este año, en dos momentos y de forma contundente, habló para la Argentina.
Una fue en febrero, durante la inauguración en la Ciudad de Buenos Aires de la sede del Comité Panamericano de Juezas y Jueces por los Derechos Sociales y la Doctrina Franciscana (COPAJU). En esa oportunidad, Francisco dijo que hoy el rol del Estado era más importante que nunca en la tarea de armonizar la riqueza, de distribuirla. Y agregó algo también fundamental: que los derechos sociales no son gratuitos.
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Aunque pueda parecer una obviedad, no siempre razonamos sobre que todos los derechos conllevan un costo. Por ejemplo, no nos preguntamos sobre el costo de la existencia de la policía para defender el orden y el derecho de propiedad. Tampoco lo cuestionamos para el sistema de registración de propiedad inmobiliaria o automotor. Damos por sentado que debe existir tal registro y que todos tenemos que sostenerlo, aunque no poseamos una casa propia o un vehículo.
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Sin embargo, cuando se señala que los derechos sociales no son gratuitos, ahí se prende una luz amarilla. ¿Cómo es esto? ¿Quién tiene que hacerse cargo del costo de los derechos sociales? ¿Cómo se sintetiza la idea que Francisco sostuvo en febrero?
Luego, en septiembre, el Papa habló sobre la justicia social y “las buenas políticas”, aquellas pensadas con criterio de equidad. Nuevamente, el tema de cómo hacerse cargo de los derechos sociales.
En este marco, en donde el Papa define al Estado, la importancia de los derechos sociales y la trascendencia de la armonía comunitaria, tendríamos que preguntarnos si hoy existe la justicia social en nuestro país.
En Argentina, la justicia social está languideciendo. No ha muerto todavía, pero está en terapia intensiva. No puede ser de otra manera si consideramos elementos como los guarismos de pobreza y, sobre todo, los vinculados a los sectores más jóvenes, donde alcanza al 70%. Mucho más aún, si lo contrastamos con la increíble acumulación de riqueza que tienen grupos cada vez más pequeños y si a eso sumamos el gravísimo deterioro en el goce efectivo de derechos elementales como el trabajo, la salud, la vivienda, la educación.
Todo este contexto sombrío e inequitativo hace pensar que la justicia social en nuestro país está atravezando una crisis profunda y peligrosa.
Disponemos, paradójicamente, de un menú extraordinario y creciente de normas de todo tipo vinculadas a la justicia social; cada vez tenemos más textos legales, protectivos y garantistas. Pero cuando entramos al ser, a la ontología de lo que disponen esas normas, la línea es exactamente inversa: más derechos nominales y menos derechos efectivos. Algunos ejemplos que son casi patéticos: en la década del '70, antes de la dictadura militar, el porcentaje de pobreza en la Argentina era de un dígito y oscilaba entre el 6% y el 7%. La participación de los trabajadores en el producto bruto superaba el 50%. Hoy tenemos los guarismos que antes mencioné y pasó toda la dictadura y la democracia desde el '83 hasta la fecha.
Si los derechos sociales no son gratuitos, alguien los tiene que pagar. Y, como nos dice Francisco, es el Estado el obligado a armonizar las condiciones económicas para viabilizar estos derechos, definiendo la carga en los sectores de la riqueza concentrada.
Considerando los datos del presente, algo malo debe haber pasado con nuestro Estado.
Un Estado no es, como plantean los liberales, una entelequia, algo separado de las sociedades, ni tampoco una organización criminal como plantean los anarcocapitalistas. El Estado es la expresión misma de lo social.
Entonces, ¿hemos concebido nuestro Estado para castigarnos o para flagelarnos?, ¿lo ideamos con la intención de hacer añicos nuestros derechos?
Diría que no. En cambio, sí afirmaría que algo ha pasado con la democracia, que sufre una grave crisis: se vació, se convirtió en adjetiva, en solo una democracia formal. Voy, voto y después que pase lo que pase.
Esa crisis de participación parte de una representación erosionada y de la recurrente violación de los mandatos políticos. Se nota con claridad cuando se postulan determinados objetivos y, a los 15 días, se modifican, dejan de existir o son otra cosa. Nos está pasando hoy mismo. No sé a ciencia cierta cuántos miembros del electorado votaron al “topo” o la destrucción sistemática del Estado; cuántos votaron la reducción de los salarios, de las jubilaciones o el mismísimo desfinanciamiento educativo. Sin embargo, eso aparenta ser el modelo elegido.
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Se gobierna con apariencias. Para ello, se recurre a un componente de mayor gravitación: la red de redes y la multimedia. El mecanismo realiza un trabajo permanente, minucioso y sistemático sobre las poblaciones, muchas veces, para alejarlas de sus verdaderos objetivos políticos y sociales, y otras, llevándolas por caminos contrarios a sus propios intereses históricos.
Aunque el resultado haga que en muchas oportunidades la decisión del Estado parezca incomprensible, todo tiene una lógica. Y para quienes somos decisores judiciales, lo importante es poder comprender esa lógica del sistema. De lo contrario, corremos el riesgo de ser funcionales a intereses con los que tal vez no estemos de acuerdo.
En primer lugar, según lo que hemos visto, existe un problema de soberanía interna del Estado, un problema con la soberanía popular, que es la que debe condicionar el rol del gobierno y el manejo central del Estado a través de sus tres poderes.
Pero existe otro problema, igual o más serio, que tiene que ver con la soberanía externa del Estado. Para entenderlo, debemos remontarnos hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando el llamado acuerdo de Bretton Woods resolvió la lógica del sistema económico del mundo y erigió dos organismos que siguen gravitando con muchísima intensidad: el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Más adelante, se sumó una tercera pata: la Organización Mundial del Comercio. El consenso de Washington de los '90 no fue sino una ratificación más reciente de esa matriz.
Estos tres pilares digitan la economía de nuestros países, que siguen siendo, pasados más de 60 años desde el desarrollo de la Teoría de la Dependencia, países periféricos. Por más que se les cambie el nombre, la lógica es la misma: hay un sistema internacional que define trabajos y formas de expoliación material, que van cambiando de acuerdo a los objetivos económicos de la centralidad y que determinan cuáles son los flujos económicos (cada vez más reducidos) que podemos destinar a los derechos sociales.
Establecen, por ejemplo, qué es lo bueno o lo malo del déficit fiscal. El FMI, que funciona como un consorcio donde Estados Unidos es el propietario mayoritario, a nosotros nos dice (o nos hace decir) “no hay plata”. ¿Pero para qué no hay plata? Para los derechos sociales, justamente. ¿Alguna vez se preguntaron cuál es el déficit presupuestario estadounidense? Para este año, son 1.800 billones de dólares. Sin embargo, a nosotros nos dicen que tenemos que hacer los deberes y que el déficit debe ser cero. Que “no hay plata”.
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Con estos elementos muy simples podemos empezar a entender la lógica del sistema, la lógica del ajuste. Porque cuando no hay justicia, hay ajuste. Y esto mismo termina de cerrar cuando asumimos que solo usamos las categorías neocoloniales para teorizar y hacer.
¿Por qué pensamos que las cosas no están tan mal cuando son en verdad angustiantes? ¿Por qué no podemos hacer estos razonamientos con datos que están frente a nosotros, si solo basta con buscar en Internet? Por ejemplo, investigando cuál fue la emisión monetaria de Estados Unidos y preguntándonos por qué para ellos emisión no es igual a inflación y para nosotros sí. ¿Por qué no podemos darnos cuenta de todo esto? Simplemente, porque hay categorías en las que fuimos y somos formados; un matrizamiento intelectual, paradigma del neocolonialismo y fórmula exitosa de la dominación.
En su forma primitiva, el colonialismo terminó a la luz de las independencias formales, pero el neocolonialismo es hoy moneda corriente y continúa con la misma práctica expoliatoria, con una diferencia formal: ahora los Estados periféricos somos parte de los foros, tenemos acceso a los tribunales internacionales, participamos de los tratados y las convenciones. Pero la expoliación, que comenzó con el mal llamado “descubrimiento” (fue una conquista y un genocidio), persiste. Los mismos objetivos con distintos métodos.
Tuvimos en nuestro país algunos estrategas (pocos) que pensaron en cómo se podía quebrar esa relación de dependencia, cómo podíamos ser soberanos en serio: pueblos soberanos y Estados soberanos; cómo podíamos recuperar la dignidad y la paz. Habría que releerlos.
Hoy lo tenemos a Francisco que, además de proponer hacer lío, nos invita a pensar, a ser creativos, a comprometernos con un lineamiento ético, a perder el miedo a decir las cosas y a no temer ser coherentes en nuestras prácticas. Eso es lo fundamental: no solo decir, sino hacer en coherencia con lo que decimos.
Recientemente, en una carta dirigida a juezas y jueces de Uruguay, Francisco volvió a dejarlo en claro: “No proponen una nueva historia quienes hablan de una supuesta armonía proveniente del mercado. La historia es vieja y los resultados nunca fueron buenos. El Estado y no el mercado es el que gesta la armonía y garantiza la justicia social”, afirmó.
No todas las leyes son justas por el solo hecho de ser leyes y nadie está obligado a obedecer leyes injustas. De igual modo, quienes somos magistradas y magistrados no estamos obligados a aplicar leyes injustas. Pero sí estamos llamados a desterrar del mundo jurídico todo aquel instrumento que atente contra la dignidad de las personas. Ese debe ser nuestro inclaudicable compromiso.