El relato de la Historia: ¿prólogo de la persecución política?

07 de enero, 2024 | 00.05

Milei habló en público un puñado de veces desde que es presidente. En ningún caso (o casi en ninguno) se abstuvo de explicar su obviamente genial interpretación de la historia argentina. Fuimos prósperos y felices entre comienzos del siglo XX y 1930 (o más precisamente 1945) y pobres y fracasados desde ese último período hasta hoy. La frase de Milei no tiene nada de original, pavadas de ese tipo han circulado profusamente en aulas primarias, secundarias y universitarias desde que en 1955 los “europeos nacidos en Argentina” impusieron su visión del mundo. 

Claro que en este caso el énfasis (y el éxtasis) del presidente al pronunciar esta interpretación en cada uno de sus discursos ha ido creando la sensación de que estas frases no son “de ocasión”, son de identidad. En efecto, Milei le habla preferencialmente a “los suyos”. Y les habla de la construcción de una identidad. Argentina tiene que ser la patria de los “criollos”, entendidos especialmente por tales los que tienen propiedad suficiente. No es una invención de Milei, esos tipos existieron siempre en la producción periodística y literaria de las últimas muchas décadas. Es la idea de una esencialidad criolla a la que no tiene por qué tener acceso esa otra Argentina, la que se insinuó con Yrigoyen y se plasmó en la época de Perón. Nunca fue esta ideología oligárquica y antipopular totalmente dominante en el país. Se le opuso una tradición nacional fuerte y añeja, inspirada en las guerras de la independencia y consolidada en una pléyade de grandes personalidades históricas durante el siglo XX (no siempre provenientes de la misma identidad político-partidaria.) El pensamiento nacional es una fuerte tradición argentina. 

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Pero estamos en tiempos de mutación de la cultura argentina. La dirección de esa mutación es inescrutable porque solamente podemos hablar de ella de modo fragmentario y provisorio porque está en pleno proceso la disputa cultural en el interior de nuestra patria. No deberíamos olvidar el episodio de mayo de 2010, la “fiesta del centenario”. La fecha y su significado han perdido centralidad, incluso entre quienes desbordaron las plazas principales de la Capital y de otras ciudades del país en un clima de alegría y orgullo nacional que pocas veces se había visto. A esta altura puede aparecer alguien que diga “pero en la plaza del festejo del mundial había más gente”) pero la idea no es abrir un concurso de cuántas personas participaron en determinado hecho, sino en pensar esos hechos como expresión de una cultura política ciudadana. La plaza del centenario fue, sin duda, una síntesis de autorreconocimiento nacional, afirmación orgullosa y crítica a la vez, desprovista de chovinismo tanto como de lo que es su reverso: la sensación de frustración nacional, la autopercepción como experiencia colectiva fracasada.

Esta parece ser la brújula de Milei. El presidente dijo el día de su asunción que Argentina había sido en los primeros años del siglo diecinueve SIC) la primera potencia mundial. Le prendió fuego a toda una literatura de los años de la primera mitad del siglo XIX que instauró en la cultura mundial el dominio anglosajón. Claro que se puede festejar esa época como si fuera el propio triunfo, de hecho, en la intelectualidad argentina no faltaron ejemplares de este tipo. La originalidad del presidente consiste en confundir la pertenencia incondicional de la cancillería argentina a su par británica, que ejercía una posición señera en el orden mundial de entonces, con un lugar predominante en el mundo de la época. En realidad, la operación es muy simple: consiste en consagrar los intereses dominantes en cada época como un norte ineludible para la política nacional argentina: se materializaría con Gran Bretaña primero y después -hasta nuestros días- con Estados Unidos. 

El actual gobierno nacional está obsesionado por la necesidad de imponer su relato. Considera que el país fue “invadido” por un relato, en este caso “oscuro”, digno del “maligno” en el lenguaje del presidente. Un relato de nación, de patria, de estado, toda una serie de símbolos vacíos que agitan los dictadores populistas para sustentar su dominación “autoritaria”. No tiene importancia que hayan gobernado después del triunfo en elecciones libres y durante años de una enorme diversidad política, son dictatoriales por definición desde la emergencia primera del peronismo y aún antes con el gobierno de Yrigoyen. La importancia de la cuestión del relato pasa ahora a un plano mucho más elevado que aquel en el que el término se instituyó allá por 2016 para organizar el hostigamiento sistemático de intelectuales y periodistas que simpatizaban con el kirchnerismo.

El grupo presidencial -con Macri en primer lugar- está convencido de que el país es ingobernable si el kirchnerismo sobrevive. Considera, seguramente, que el terremoto político argentino de 2001 fue causado por la acción de una fuerza política organizada que, simplemente, no existía entonces. Pero no hay confusión en el relato del presidente y sus cercanías. El país sufre el problema (la amenaza, el ataque, el peligro) de la existencia de una masa de personas que no tienen todas ellas definiciones políticas comunes, que no forman parte, necesariamente todas ellas, a un mismo partido ni siguen a determinado candidato. Han construido un “ethos común”. Que no es, por cierto, una disciplina de partido ni una ideología sistemáticamente cultivada: es el vástago de una experiencia, la que nació del incendio de diciembre de 2001 y llegó al gobierno con la victoria de Néstor Kirchner en 1003. Es una cultura política de enorme influencia político-cultural.

Sería importante que discutamos estas cosas. Porque abrumados por la barbarie de los precios y las nuevas privaciones que sufrimos nos amenaza una crisis más compleja, la que sobrevendría si la derecha logra neutralizar la importancia del peronismo-kirchnerismo en la cultura popular argentina. Ese parece ser el designio, el borramiento de toda huella, de toda memoria que, para ser efectivo tiene que contar con la persecución contra militantes, cuadros y dirigentes “comprometidos” en esas épocas. No es muy original establecer un vínculo entre estas cuestiones estratégicas de poder y la personalidad y las expresiones más habituales del presidente. Ya no hay una “casta política”, ahora es un grupo específico que no se reconoce por sus funciones estatales, provinciales o municipales, sino que comparte un vocabulario, una práctica de conversación política en la que no están proscriptas las palabras “compañero”, “militante” o “referente”.

De lo que estamos hablando es de la creación de condiciones prácticas y espirituales para enfrentar a unos argentinos contra otros y otras. Macri ya se acostumbró al uso de la palabra “orco” (personaje literario mitológico creado por Tolkien) para referirse a los “malos” que cortan las calles en las ciudades. El operativo de segregación-persecución empieza con las palabras. Los de mi generación no olvidamos que la imposición del adjetivo “subversivo” constituyó el prólogo del terrorismo de estado. Y cuarenta años después de la derrota de los terroristas de estado, algunas sectas que se referencian en ellos intentan volver a crear el clima ideológico y psicológico necesario para reimplantar en plenitud la persecución política en la Argentina.

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