El país entra en una etapa dramática y peligrosa

El “pacto de gobernabilidad” entre Macri y el gobierno- voló rápidamente por los aires, tan pronto como el empresario entendió que ese pacto sería, de producirse, el último acto de su carrera política.

18 de febrero, 2024 | 00.05

El capítulo de la alianza entre Macri y Milei se ha cerrado en la escena política argentina. ¿Provisoriamente? En la trama política no se encontrará nada “definitivo”. Los acuerdos y los desacuerdos están atravesados por la coyuntura, igual que cualquier otro recurso que sea o se pretenda “político”. Si no procurara mejorar la situación de sus protagonistas en la vida política se trataría o de una vaga referencia a futuros deseables o a cuestiones igualmente secundarias. La palabra “pacto” debería ser desalojada de ese lugar negativo -y hasta deplorable- en el que la colocó la antipolítica. La antipolítica es una ideología, no solamente una crítica hacia la política sino su sistemático desprecio y demonización favorecedora histórica y sistemática de los autoritarismos que en nuestro país y en el mundo han sido. El éxito rutilante -tanto como muy probablemente fugaz- del uso del recurso por parte de Milei es, en la práctica, el único giro retórico medianamente eficaz en su discurso. En ese sentido, “la casta” es un término que tiene su tradición más cercana en el uso que de él hiciera la nueva izquierda española en sus tiempos inaugurales. Pero el uso fue diferente en el origen de Podemos y en la emergencia de Milei. Para Podemos la casta era una alianza tácita o expresa de los grandes poderes económicas con los sectores político-partidarios que forman parte del tejido del poder. En Milei, el término fue, primero, difuso e impreciso: ahora terminó siendo un equivalente semántico que unifica a todos los que no quieren al presidente; algo así como un concepto con pretensiones analíticas pero que no es sino una forma precaria -y, con frecuencia primaria-de construcción política. 

¿Por qué la apuesta presidencial a favor de la radicalización de la enemistad política en la Argentina? No entraremos en especulaciones que suelen tener el mérito de la credibilidad, pero también el problema de su radical carencia explicativa. En Argentina, hemos vivido momentos muy agudos de la contradicción política, en los tiempos posteriores a la tragedia nacional del año 2001. A tal punto, que la palabra “grieta” adquirió una centralidad extraordinaria, más allá de los reales méritos explicativos que pudiera tener.  Porque la “grieta” hablaba de la experiencia que todos hacíamos en materia de la intensa y extensa politización de la sociedad argentina a partir del surgimiento del “kirchnerismo”. Y la grieta fue así connotada por ciertos círculos analíticos, más como una experiencia de la intensidad de los conflictos que se suscitaban que de la eficacia de su sustento político. En otras palabras, se intentó reducir la grieta a una cuestión de entusiasmo por la propia pertenencia que de una manera de expresarse -en el público y en las élites- la conciencia de una aguda contradicción en el seno de la sociedad argentina. Este fue el telón de fondo de la meteórica experiencia política del actual presidente. A la grieta no hay que cerrarla, fue su mensaje, hay que radicalizarla hasta el extremo. Y en el mismo movimiento hay que despojarla de sentido político-partidario y colocarla en el lugar de un relato mesiánico. De un relato como modo de contar un conflicto nacional sin remitirlo a cuestiones de intereses radicalmente enfrentados, sino a una naturaleza demoníaca de uno de los antagonistas. No hay neutralidad en la saga de Milei. Para Milei la “casta” es el nombre de una historia nacional-estatal que puso en escena el peronismo. Claro que tenía destacados antecedentes literarios y políticos, pero en el tiempo de Perón se crearon las condiciones para que fuera posible nombrarla políticamente, es decir, no por su bondad o maldad absoluta y universal, sino por su función en la vida y en la historia del país. Y es de ese origen del que se nutrió la experiencia más politizadora de las últimas décadas, del kirchnerismo peronista (o peronismo kirchnerista). 

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La casta es en el -liviano y escaso en palabras y conceptos- lenguaje del presidente un modo de nombrar al Estado, a lo público. Es muy interesante el hecho de que el hombre no lo niega. Da sus señas de pertenencia excluyente a la escuela económica austríaca y pretende colocarla en la condición de verdad definitiva, no sólo sobre la economía sino sobre la política y sobre la naturaleza de los seres humanos. No hace falta entrar en gastos literarios para comprenderlo: alcanza con la insólita intervención del mandatario en la última reunión de “Davos”: un relato político investido de propiedades divinas. La casta, entonces, es un modo de fundir mitologías religiosas (de profundo e interesante factura política) y convertirlo en un discurso político obsesivo, idéntico a sí mismo y, por lo tanto, refractario a cualquier diálogo político que acepte la contradicción como un componente -no menor- de la búsqueda de la verdad. El resultado de todo esto es la intolerancia política de Milei que, en estos días, ha tomado una forma entre violenta y ridícula en su ataque a una artista muy importante para una gran parte de los argentinos y argentinas. 

No puede dejar de subrayarse el pasaje de la persecución personal y profesional a Lali al ataque violento e ilegal del presidente hacia los gobernadores provinciales que han decidido no someterse a su delirio hambreador y privatizador. No estamos ante la escena tan frecuente entre nosotros, alrededor de la coparticipación federal. En su reemplazo se ha acudido a una historia (atroz por su irresponsabilidad) que adjudica los problemas actuales e históricos de nuestro desarrollo al nivel de los gastos de los gobiernos provinciales. Es un argumento sacado del túnel del tiempo, pero nada inocente si se lo piensa en términos actuales. Este delirio “unitario” del presidente es enteramente funcional a su alianza con los grandes grupos económicos que gentilmente redactaran el DNU y la ley ómnibus, instrumentos con los que el presidente pensaba (y piensa) reforzar el papel de los grandes oligopolios nacionales e internacionales en la economía argentina y que provisoriamente han sido bloqueados por la movilización popular y los nuevos reagrupamientos que se están dando y prometen intensificarse. El debilitamiento de los gobiernos centrales no es un accesorio del plan, es parte de su esencia.

Y así fue que lo que se había asegurado -el “pacto de gobernabilidad” entre Macri y el gobierno- voló rápidamente por los aires, tan pronto como el empresario entendió que ese pacto sería, de producirse, el último acto de su carrera política. La reciente dura derrota de Milei en el Congreso es el punto de partida desde la que se debería mirar la presente nueva etapa de la crisis de gobierno. Claro que no se trata sola ni principalmente de los efectos de una ley terrible para los intereses del país y del pueblo sino del brutal ataque a los bolsillos populares que está poniendo en acto el gobierno. Una y otra vez -y bajo administraciones de distinto signo- asoma la centralidad que en la crisis política nacional ha adquirido la cuestión de las necesidades populares insatisfechas.

No se trata de que el presidente no entienda la naturaleza de su situación, aunque algo de eso podría haber y formar parte de la explicación de sus erráticas conductas. Se trata de algo más complejo y difícil de resolver en la práctica: cómo combinar vagas promesas de muy futuras redenciones nacionales -en la que es tan abundante el discurso presidencial- con la dura experiencia presente, en la que, sin negar grandes dificultades preexistentes, está el sello de un gobierno político cerrado en sí mismo, obsesivo ideológicamente y muy irresponsable a la hora de contribuir a la creación de determinados estados de ánimo políticos. El país enfrenta desafíos urgentes y complejos, cuyo sentido principal es conservar las condiciones de dignidad de la vida popular, única base material posible para enfrentar exitosamente el futuro político.