Oligopolios, precios y poder político

21 de marzo, 2022 | 00.05

A nadie escapa que el precio de los alimentos es la mayor preocupación de la gente en este momento. Pero para combatir los aumentos no solo hacen falta medidas, también es indispensable contar con el poder político necesario que demanda ponerlas en práctica.

Eso es lo que hace la diferencia entre una medida razonable en los papeles y una eficaz en los hechos: que la decisión gubernamental llegue con el poder suficiente como para disciplinar al conjunto de los actores que integran la -a veces larga, a veces hiperconcentrada, a veces ambas cosas a la vez- cadena que acaba en el precio del aceite, los fideos, el pan, la leche o la carne.

No se trata entonces de un problema de carencias o escasa oferta. Argentina tiene comida de sobra. Es un país que produce alimentos para 600 millones de personas. En su propio territorio, hay hidratos y proteínas en cantidad y variedad suficientes para solucionar la ingesta diaria, las cuatro comidas, de doce veces su propia población.

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Resuelto el tema de la cantidad, que para muchos países es el verdadero y principal inconveniente -porque no pueden repartir lo que no tienen-, convendría enfocarse en la solución del verdadero problema local: de qué manera se regula a los conglomerados oligopólicos cartelizados, cuando no monopólicos, que administran con exclusivo criterio mercantilista el acceso de la población a los alimentos de la canasta básica.

Para “el mercado”, se sabe, el alimento no es un derecho, es un producto de uso exclusivo del que pueda pagarlo al precio que fija un sistema de apropiación de renta que en Argentina funciona sin cumplir, siquiera, con las leyes de la libre competencia que alguna vez soñó Adam Smith.

Frente a esto, el rol básico del Estado democrático es actuar garantizando que el alimento también sea para el que no puede pagarlo.

La tarjeta Alimentar es un buen ejemplo. Muchas familias suman a los magros ingresos que perciben un monto extra que los habilita a incorporar a su dieta víveres indispensables.

Sin embargo, habría que preguntarse si esta tarjeta, que cumple con el loable propósito de abastecer de comida a las familias acosadas por el fantasma de la inseguridad alimentaria, no implica un subsidio indirecto a las grandes empresas cartelizadas del rubro alimenticio, que se cuentan entre las que ganaron en 2021 decenas de miles de millones de pesos.

Empresas (como la multi-argentina Arcor o cualquiera de las que con el lobby de la Embajada o la Cámara de Comercio de los EEUU se opusieron a la ley de Etiquetado Frontal) que así ganan fortunas siderales con un mercado cautivo (el de las familias empobrecidas) recreado virtuosamente con esta tarjeta por el Estado, después de que el neoliberalismo macrista lo destruyó con sus políticas anti-salario y anti-empleo.

A diferencia de lo que plantea el peronismo clásico, que donde hay una necesidad ve un derecho incumplido, estos grupos empresarios hacen de la necesidad un negocio a explotar; y el Estado, así como ataca la urgencia del hambre, en simultáneo consolida el poder de estos agentes económicos que jaquean sus intentos regulatorios.

La realidad es que el Estado –queriendo o no- termina promoviendo operadores de mercado que juegan a la mancha con los aviones, volviéndolos más poderosos, con siderales ganancias que estos invierten en campañas publicitarias que, a su vez, financian fundaciones (como la Mediterránea) o medios de comunicación donde se defienden políticas que crean realidades donde la gente tiene que vivir de los subsidios.

Es de locos, pero funciona así.

Estos jugadores oligopólicos son los que boicotean la Ley de Góndolas, por ejemplo.

Una ley fundamental, en los papeles. Difícil de implementar en una sociedad desmovilizada que no vigila su cumplimiento. Si el gobierno deposita en grupos como Clarin el deber de garantizar el derecho a la información destinado a crear conciencia entre los consumidores, todo el esfuerzo político por lograr la sanción de una norma desmonopolizadora se va por la canaleta de la impotencia colectiva. Clarin es socio en AEA del complejo agroalimentario que fija precios a su antojo. ¿Hay que explicar por qué no quiere que funcione la Ley de Góndolas ni que la gente se empodere?

Cuando se están por cumplir 40 años de democracia ininterrumpida, sería interesante plantear un acceso democrático, de calidad y a buenos precios, a todos los insumos de la canasta básica a lo largo y a lo ancho del país.

Para eso habría que identificar en público, en voz alta, sin miedo, a los enemigos de tan noble propósito en un país con hambre donde sobran tantos alimentos. Paisaje que indigna, incluso, a Antonio Caló que llamó a expropiar a todo el mundo.

Si es la guerra, será la guerra. Si es el monopolio, será el monopolio. Si es Pagani, que sea Pagani. Si es la Mesa de Enlace, que sea la Mesa se Enlace. Si es Cargill, será Cargill.

Ahora que todos escriben sobre pleitos intestinos en la alianza de gobierno, alguien debe ocuparse de la panza de la gente.

Construir entre todos un “Nunca Más” al hambre exige mucho poder político para enfrentarse a las corporaciones que bancan el lawfare.

¿O vamos a creer que demonizan a CFK porque les molestan los negocios de Lázaro Báez? No. La demonizan porque ella simboliza una política que no se plantea moderaciones en un mundo donde abundan políticos que empatizan más con las corporaciones que con sus votantes.

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Roberto Caballero

Roberto Caballero es periodista argentino, fundador del diario Tiempo Argentino y la revista Contraeditorial. Autor del bestseller Galimberti, de Perón a Susana, de Montoneros a la CIA, entre otros libros de investigación periodística. Conduce Caballero de Día de 6 a 9 en El Destape radio.