La semana pasada, en esta misma columna, llamamos la atención sobre el acuerdo chino-soviético, dado a conocer el último 3 de febrero (el mismo día en que el presidente argentino se encontró con su homólogo chino). El texto de ese documento debería ser considerado una clave interpretativa para los acontecimientos desencadenados en Ucrania en las últimas horas. ¿Por qué? Porque la afirmación de que el mundo se había movido de tal modo que se había clausurado la etapa de la unipolaridad, es decir del dominio incompartido de Estados Unidos sobre el planeta hacia una etapa de multipolarismo dejó de ser una presunción o una apuesta para convertirse en el marco geopolítico en el que viviremos durante una nueva etapa que seguramente no será breve.
¿Cuál fue la experiencia de la etapa -corta, por cierto- en la que Estados Unidos se estableció como potencia dominante excluyente? Fue la de las guerras iniciadas por los norteamericanos sin legitimidad internacional alguna. La de su intervención militar ilimitada, la del chantaje y el descarte de cualquier experiencia contestataria a sus propósitos. Iniciado en 1989-91 con la caída del muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética (la primera guerra contra Irak, el “operativo tormenta del desierto” fue su punto de partida), ese período sufrió un punto de inflexión con los atentados contra las torres gemelas en el centro mismo de Nueva York. La “guerra contra el terrorismo” surgió como nuevo peldaño de la dominación norteamericana. Con el pretexto de la propia defensa, las fuerzas militares iniciaron una serie de intervenciones militares basadas sobre la alianza atlántica pero sostenidas bajo la clara supremacía político-militar de Washington. El imperio no necesitaba darle al mundo ninguna explicación seria sobre las razones de sus intervenciones: el caso de la segunda ofensiva contra Irak, lanzada sobre la base de la probadamente falsa acusación al régimen de Sadam Hussein de desarrollar en su territorio armas de destrucción masiva, fue la expresión más categórica de su supremacía político-militar. Con esa deleznable mentira se justificó la destrucción de Irak, brutal por su volumen criminal contra el pueblo iraquí y también por la innecesaria destrucción material contra la ciudad que fuera una de las cunas de la civilización. Ya la barbarie desatada contra el territorio de lo que era Yugoslavia por la OTAN, indisimulablemente al servicio de la estrategia de Estados Unidos había sido otro de los hitos del dominio unipolar.
No es fácil situar con precisión el momento del agotamiento de esa posición excluyente de Estados Unidos en el balance de fuerzas global. Esos puntos de ruptura suelen señalarse utilizando acontecimientos de fuerte valor simbólico. En este caso, alcanza con señalar un proceso que tiene en la crisis global capitalista de 2008-2009 (que, en realidad, nunca terminó y sigue en nuestros días) y en la progresiva emergencia de China como potencia económica que le disputa cabeza a cabeza el imperio el lugar principal en el mundo pueden considerarse momentos claves de la transición. En los últimos años la emergencia de Trump y el desempeño norteamericano en la dramática experiencia de la pandemia profundizaron el debilitamiento de las posiciones norteamericanas.
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Por supuesto, el momento de la intervención rusa en Ucrania será considerado como el símbolo más potente de esa transición. Nada será igual que hasta ese momento. Biden amenazó con las represalias más contundentes a Rusia para el caso de que se metiera en ese país. A juzgar por las primeras horas posteriores a la decisión es muy poco el efecto surtido por esas insinuaciones. Entre todas las cosas sin sentido que se dijeron en estas horas hubo una muy importante: la afirmación de que Rusia había producido el primer caso de intervención extranjera en un país europeo; habría que saber en qué continente creerán los difusores de esa pavada que estaba la República Federativa de Yugoslavia.
Las escenas a las que asistimos son estremecedoras. Como ocurre siempre los efectos más devastadores de los enfrentamientos no los sufren los responsables. La guerra es siempre terrible. Eso no debe ser olvidado en el momento de hablar sobre lo que sucede en Ucrania. Y debe ser colocado en el sitio de la pregunta sobre el orden global. La apuesta de los pueblos no puede ser a favor del surgimiento de una o de varias potencias hegemónicas. La apuesta debe ser por un orden mundial donde impere la ley. Donde las Naciones Unidas -convenientemente democratizadas en su organización y funcionamiento puedan establecer principios de convivencia internacional que excluyan el colonialismo y el imperialismo, que contribuyan a mejorar la vida en todo el planeta.
En estos días ha circulado una discusión entre nosotros sobre la posición del gobierno argentino ante el conflicto. Naturalmente que las palabras de Sergio Massa, que condenan de modo excluyente a Rusia como culpable de lo ocurrido merecen -según el punto de vista de quien escribe- un claro rechazo. Parecen conservar una visión del mundo que es, justamente, la que ha entrado en un ocaso probablemente definitivo. Oficialmente, en cambio, el gobierno argentino ha adoptado una posición más equilibrada que pone el acento en el rápido restablecimiento de la paz y la apertura de negociaciones entre las partes.
Argentina no tiene nada para añorar de los tiempos del mundo unipolar. Más aún la actual crisis de deuda que soportamos es una de las herencias de ese orden. La confluencia de la inaudita corrupción del gobierno de Macri con la igualmente corrupta complicidad del FMI nos llevó a una situación difícil, de la que hay que intentar salir por un camino que combine sensatez con audacia. Y la correcta interpretación de la coyuntura geopolítica mundial es uno de los ingredientes principales de una posición de ese tipo. No tenemos que seguir bajo la férula de una potencia que ha entrado en una etapa -que seguramente no será corta- de decadencia. Y no hay que buscar otras referencias sobre cuya base “alinearnos”. El nuevo orden debería encontrarnos con una política independiente. Capaz de explotar todas las posibilidades para nuestros recursos humanos y naturales. Fuertemente asociada a los países de la región, cuestión para la cual parecen volver a crearse importantes posibilidades. Y abierta a la cooperación con todos los países y regiones -potencias o no- que estén dispuestos a desarrollarlas con buena fe. Sería auspicioso que las definiciones del presidente Fernández en su reciente gira por Rusia, China y Barbados, en su condición de presidente de la CELAC puedan constituirse en una sólida huella para el futuro de Argentina en el mundo.