El peronismo se abroquela en defensa de Alberto y la democracia

Los golpes de Estado son una realidad en América Latina este siglo y van siempre en el mismo sentido. Un 17 de octubre para blindar al Presidente.

26 de septiembre, 2020 | 19.00

Si en la Argentina hubiera un golpe de Estado exitoso contra el gobierno peronista, los diarios del día siguiente hablarían de transición, de unidad y de preservar las instituciones. La mayoría de los canales de noticias y de las radios consagradas le darían voz solamente a los conspiradores y callarían las denuncias sobre la violencia y la ilegalidad de los acontecimientos. La oposición política no quebraría lanzas para defender la democracia. Los gobiernos de la región, como Brasil y Bolivia, no tardarían en reconocer la legitimidad de las autoridades de facto. Estados Unidos tampoco. Si todo llega a consumarse, revertirlo será una tarea imposible. De ahí la urgencia, más actual que en ningún otro momento desde la década del ‘80, de que todos aquellos que estén comprometidos con el estado de Derecho, políticos, sindicalistas, empresarios y referentes de la sociedad civil, medios y comunicadores, de todos los colores políticos, dejen de lado cualquier diferencia para trazar una línea y renovar el compromiso del Nunca Más.

Es un escenario todavía lejano, a solo nueve meses de las elecciones que Alberto Fernández ganó con holgada mayoría, con una gestión que a pesar de la doble crisis de la economía y el coronavirus consigue sostener una tensa calma social, con algunos números que invitan a pensar en una incipiente recuperación y con el apoyo de las dos cámaras del Congreso, las centrales obreras y una enorme mayoría de los gobernadores. También es cierto que la sociedad argentina ha tramitado su vínculo con la dictadura de forma más madura que sus vecinos, con un compromiso por los derechos humanos que es ejemplar en todo el mundo y la resistencia a un intento golpista, al parecer, aún es muy fuerte en la sociedad, incluso entre sectores netamente opositores. Sin embargo, dar por sentada la estabilidad institucional es un error que puede salir caro: tanto Evo Morales en Bolivia, como Dilma Rousseff en Brasil, víctimas de sendos golpes de Estado, reconocieron luego que habían subestimado el riesgo.

Los casos de Morales y de Rousseff no fueron hechos excepcionales en la historia latinoamericana del siglo XXI. Una vez que la región, de la mano de Lula Da Silva, Néstor Kirchner y Hugo Chávez, comenzó a alejarse del consenso de Washington, comenzaron los intentos de desestabilización, con métodos diversos. En los últimos 18 años, la región pasó por ocho golpes de Estado: prácticamente uno cada dos años. En 2002, un golpe cívico-militar logró destituir a Chávez por 48 horas, antes de ser sofocado. En 2004, el presidente de Haiti Jean-Bertrand Aristide tuvo que dimitir después de un ultimátum del ejército. En 2009 la Corte Suprema depuso de forma ilegal al hondureño Mel Zelaya. En 2008, Bolivia había sofocado un alzamiento paramilitar y en 2010 el ecuatoriano Rafael Correa estuvo secuestrado por un motín policial durante varias horas. En Bolivia como en Ecuador, el peligro fue desactivado gracias a la crucial intervención de Unasur. A partir de entonces, los métodos que adoptó la derecha se volvieron más sofisticados y efectivos.

En 2012, el presidente paraguayo Fernando Lugo fue destituido tras un juicio político express que duró menos de 48 horas y no cumplió con las garantías mínimas para la defensa. La coalición que lo había llevado al gobierno, amplia y heterogénea, estalló en el Parlamento, dejándolo a tiro del golpe institucional. Algo parecido le sucedió a la brasileña Dilma Rousseff, en 2016, cuando fue depuesta en un impeachment construido sobre una irregularidad administrativa. Ese día saltó al estrellato un ignoto diputado y ex militar que dedicó su voto al torturador de Rousseff durante la dictadura. Su nombre: Jair Bolsonaro. El golpe se completó con la persecución y proscripción de Lula en las elecciones que llevaron a ese diputado al poder, dos años más tarde. Así como Paraguay puso a prueba el método que luego se perfeccionó en Brasil, la elección fraudulenta de Bolsonaro sentó las condiciones para lo que sucedió en Bolivia. Las piezas de un rompecabezas que va dejando pocos huecos en el mapa regional. Luz amarilla.

Con la Unasur desactivada, los mecanismos regionales para bloquear intentos antidemocráticos quedaron en desuso. Por el contrario, el año pasado en Bolivia vimos por primera vez a la OEA actuar como cabeza de playa de la maniobra golpista, cuando su titular, el uruguayo Luis Almagro, se apresuró a denunciar fraude en una elección que ahora sabemos no tuvo irregularidades y donde Morales había triunfado limpiamente. La intervención directa de Estados Unidos en la región, que también pudo apreciarse con el culebrón de Juan Guaidó en la trágica Venezuela, no era tan desembozada desde la década del setenta. Por supuesto, a diferencia de entonces, los golpes ahora se hacen en nombre de la República y las instituciones. Por supuesto, al igual que entonces, los medios de comunicación del establishment juegan un rol clave para normalizar el discurso y la práctica de los conspiradores. Las redes sociales y en particular las fake news, que distraen la atención de lo que sucede realmente, completan un cuadro de situación delicado.

Esta semana, tres hechos extraordinarios, que en condiciones normales habrían acaparado la atención de la sociedad, fueron silenciados por los principales medios. El martes, la Policía de la Ciudad de Buenos Aires reprimió a un grupo de enfermeras que se manifestaba pacíficamente frente a la Legislatura. El miércoles, la Agencia Federal de Inteligencia rebeló pruebas de que los familiares de la tripulación del submarino ARA San Juan habían sido víctimas de espionaje ilegal durante el gobierno de Mauricio Macri. El jueves, el juez Alejo Ramos Padilla dio a conocer evidencia de otra red de espías ilegales montada durante el gobierno de Juntos por el Cambio que tenía como objetivo a organizaciones políticas, sociales y sindicales en plena campaña electoral de 2017. La diferencia entre la abundante documentación probatoria de estas causas y la magra que se registra en las investigaciones contra funcionarios de gobiernos peronistas en el marco del lawfare es evidente para cualquier observador bienintencionado que se tome el trabajo de conocer los detalles.

Durante la Asamblea General de la ONU, que se celebró por primera vez de manera virtual, la dictadora boliviana Jeanine Añez denunció “el acoso sistemático y abusivo del gobierno kirchnerista”. Dos días más tarde, Bolsonaro dijo que el gobierno de Fernández “está yendo rápidamente hacia un régimen como el de Venezuela”. Dos cosas llaman la atención. En ambos casos, los principales medios informaron sobre estas declaraciones tomando partido por sus emisores. En el caso de Añez, la llaman “presidenta”, ocultando el origen de su poder. Pero también es notable cómo el discurso de los mandatarios extranjeros sobre la Argentina se mimetiza con el de esos mismos medios y el de dirigentes de la oposición, en particular Mauricio Macri. En el gobierno, algunos sospechan de una coordinación espuria; en Cancillería aseguran que no hay información concreta que apunte en ese sentido. La explicación puede ser más compleja y más sencilla a la vez: hablan así porque se informan a través de esos medios y porque es el lenguaje que le pide el público al que ellos apuntan.

Enciende otra alerta amarilla la llegada de Mauricio Claver-Carone al Banco Interamericano de Desarrollo. El exfuncionario de Donald Trump es un halcón que participó del intento de reemplazar a Nicolás Maduro por el mediocre Guaidó a partir de una fractura en las fuerzas armadas de ese país. También fue el gestor del préstamo histórico con el que el FMI intentó evitar el regreso del peronismo al poder en la Argentina, según él mismo confesó en una charla que tomó estado público. En la Casa Rosada dicen que en estos primeros días la relación con el norteamericano es correcta. En una reunión con los economistas argentinos que trabajan en el banco se puso a disposición para mediar en la próxima negociación con el Fondo Monetario. La guardia, sin embargo, sigue en alto. Con el antecedente de Almagro en Bolivia, es un flanco que no puede descuidarse. Dicho sea de paso: diplomáticos de carrera desde los Estados Unidos le hicieron saber esta semana a Felipe Solá que el país debe prepararse para la reelección de Donald Trump.

El crecimiento global de la llamada derecha alternativa tiene su correlato en la radicalización de un sector antiperonista que siempre existió en la Argentina pero ahora encuentra un clima propicio para salir del closet. Un repaso somero por cualquiera de las convocatorias catch all contra la pandemia dan cuenta de los tópicos que se repiten, entre los que hay mucho de conspiranoico pero no menos de antisemitismo, racismo y, en el caso local, gorilismo. Muchos dirigentes de primera línea del PRO abrevan en esa corriente, por convencimiento, por conveniencia o por burros. El senador Esteban Bullrich dijo esta semana que en las primarias del año hubo un fraude que favoreció al Frente de Todos. Tardó pocas horas en desdecirse; es probable que no supiera exactamente de qué estaba hablando. Lo grave es el clima de época que permite (o aún más, estimula) que un senador haga acusaciones de ese calibre, que horadan peligrosamente el consenso democrático, con liviandad. Se solicita dar con el paradero del ala moderada de Juntos por el Cambio, con suma urgencia.

El gobierno, por su parte, parece haber encontrado cierta reacción, que se manifiesta en la proactividad parlamentaria, el cambio de tono de sus voceros (incluyendo al propio Fernández) y la decisión de dejar atrás la etapa de aislamiento en la Quinta de Olivos. También hubo un visto bueno al operativo para hacer del próximo 17 de octubre una jornada de apoyo masivo a su gestión como demostración de fuerzas ante el trabajo de desgaste que viene haciendo la oposición. Ya está decidido que ese día, en el Salón Vallese del histórico edificio de la CGT, con la presencia de todos los socios principales del Frente de Todos y con los gobernadores e intendentes conectados a distancia, se le ofrecerá a Fernández la presidencia del Partido Justicialista. La iniciativa cuenta con el visto bueno de las actuales autoridades, José Luis Gioja y Gildo Insfrán, y de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Es la forma que encuentra el peronismo de abroquelarse alrededor del mandatario, que necesita a su vez sentir ese respaldo.

Por cuestiones sanitarias, no habrá ninguna convocatoria a acompañar el acto en las calles; en cambio se hará énfasis en la importancia de seguir preservando la salud y evitando contagios como un gesto de apoyo al gobierno que permitirá dejar atrás lo antes posible la pandemia y concentrarse en su agenda política. La posibilidad de hacer una manifestación multitudinaria, que había sido evaluada por algunos sindicatos, fue abortada inmediatamente desde la Casa Rosada. Sí habrá, en cambio, una convocatoria a manifestarse a través de las redes sociales, con una modalidad que aún no fue acordada en las reuniones que se llevaron a cabo en la sede de la UMET para organizar la jornada. También se pedirá a la gente que haga notar su apoyo en balcones, ventanas, terrazas o veredas, siempre y cuando se pueda garantizar la distancia social. A pesar de las dificultades, los organizadores creen que la respuesta será contundente. En privado y en voz baja, uno de los organizadores se anima pronosticar la participación de más de un millón y medio de personas. El pueblo organizado: hete aquí la única vacuna conocida contra cualquier tentación autoritaria.