El reclamo de sostener la unidad del Frente de Todos suele tener respuestas como éstas: “La unidad ya se rompió con los votos que se perdieron en las elecciones de medio término”, “la unidad que sirve es la unidad del pueblo”, “lo importante no son las elecciones que vienen sino el sufrimiento de la gente humilde”.
En todas estas expresiones -y en muchas otras parecidas que circulan de modo abundante- hay un signo común, el de un distanciamiento y una negación del papel específico de la política. El pueblo aparece como una figura metafísica, siempre igual a sí misma, validada por la naturaleza o la historia. En realidad, el pueblo es un proceso de construcción política a través de la militancia. No hay pueblo sin política.
La crisis de conducción que estamos sufriendo no es un problema más. Es la crisis de un proceso histórico nacido con la decisión de Cristina que tuvo lugar el 18 de mayo de 2019. La intervención de la ex presidenta fue un parteaguas histórico: de la dispersión a la unidad para recuperar un proyecto popular. Y no tiene antecedentes -que se conozcan- el hecho de que la convocatoria a la unidad la hace una persona que, en el mismo acto, renuncia al papel central en la escena, un papel que le reconocían entonces sus seguidores y también sus adversarios.
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Fuera del carácter excepcional que asumió entre nosotros, la apelación dramática a la unidad política más amplia aparece como un fenómeno que recorre toda la región. Puede ser la unidad como continuidad modificada del período anterior (Bolivia), como reagrupamiento político después de la primera vuelta electoral (Perú y Chile), como tendencia a una ampliación muy importante del campo de las alianzas posibles en la próxima elección (Brasil), pero el caso es que los procesos populares de principios de este siglo tienen un signo común, el de la unidad en la diversidad. La unidad es, al mismo tiempo, una ampliación de las posibilidades electorales y una complejidad adicional para el ya problemático gobierno popular en la era de incertidumbre, volatilidad política y déficit en la gobernabilidad estatal que viven nuestros países.
La ya mencionada escena argentina de 2019 agregó una complejidad específica: en un país fuertemente presidencialista como el nuestro, la líder política principal designaba a otro como presidente y se reservaba el lugar de la vicepresidencia, una de las instituciones con menos poder formal que tiene nuestra constitución. Quien fue elegido presidente, además, se fue del gobierno de Cristina, marcando claras diferencias políticas que incluso se profundizarían después de esa decisión: todo tiene el aroma de lo temerario, el fantasma de la imposibilidad del “doble comando”, ya vivida por nosotros en los tiempos de Perón. La palabra clave -en el propio discurso fundador de Cristina fue “coalición”. Y una coalición de gobierno que ella interpretaba como más amplia, incluso, que el acuerdo electoral. Tal vez el carácter temerario de aquel discurso tenga un significado especial en los días que corren: igualmente temerario, pero de manejo mucho más difícil y resultados muy problemáticos y de difícil manejo, sería el proceso de disolución del acuerdo fundacional.
No sería un gobierno cualquiera el que decretaría su fracaso, sino la experiencia política que lo hizo posible, la idea de la posibilidad de la unidad. Hace un par de años, Cristina dio a conocer un texto en el que formulaba tres certezas, la tercera de las cuales contiene un salto en calidad de su discurso. Es la que establecía como problema clave de la política argentina, el del carácter bimonetario de su economía, lo que es otro modo de enunciar el problema de nuestra dependencia respecto de Estados Unidos. Pero lo más llamativo de esa “certeza” era lo que para la enunciadora era la única manera de resolverla, la de un amplio acuerdo social, político y “mediático”. Esa propuesta pasó por la política argentina sin dejar casi ningún rastro. Y hoy, en medio de la crisis política alrededor del acuerdo con el FMI y bajo el influjo de una guerra que excede largamente las escaramuzas en Ucrania y podría proyectarse a una crisis mundial profunda y duradera, la cuestión merecería ser colocada en el centro del debate público. Sin embargo, lejos de ese gran acuerdo político invocado por Cristina, se ha debilitado hasta un extremo el afecto societal en el propio interior del frente.
Claro que la cuestión no es un malentendido, es una vieja querella peronista, hoy más compleja por la diversidad del frente que ganó la elección de 2019. Tan claro como la necesidad de preservar la unidad es que esa unidad no puede ser la herramienta de un clima de conformismo y de marcado déficit de energía ante los sectores poderosos que han construido una cláusula de proscripción sistemática sobre cualquier política estatal que tienda a reparar el dolor social, creciente y cada vez más angustioso, echando mano a una parte ínfima de las superganancias de los sectores concentrados del poder económico. Inflexibles y potencialmente violentos, esos sectores se han colocado en pie de guerra contra un gobierno que ha sido bastante moderado en sus gestos redistributivos del ingreso. Es decir, el margen de presencia y acción del estado que acepta el privilegio se ha estrechado hasta la inexistencia. La tensión social va creciendo y la falta (o insuficiencia) de dispositivos orgánicos para canalizarla puede dar paso a situaciones explosivas.
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El telón de fondo de la situación -y sería bueno que el gobierno y la coalición que lo conformó lo tengan presente- es un sostenido trabajo de la derecha para la deslegitimación no solamente de este gobierno sino de cualquier variante o iniciativa transformadora por moderada que pueda ser o parecer. La directora del FMI expresó, hace poco, su tesis: el acuerdo con Argentina no resuelve los problemas, pero es lo que hoy se puede lograr por el peso en el gobierno de corrientes peronistas “radicalizadas”, que estarían en condiciones de vetar cualquiera de las “reformas estructurales”, que es el nombre prestigioso del ajuste brutal acompañado de “medidas focalizadas” para contener las respuestas organizadas contra una violenta profundización de las desigualdades.
Por eso, la centralidad de la próxima disputa por la presidencia no es una obsesión electoralista, sino una política necesaria para evitar una revancha política del privilegio que, como siempre, tendría todos los condimentos -violencia incluida- para aleccionar del modo más definitivo posible a todas las fuerzas que real o potencialmente pudieran oponerse. La gravedad del peligro está diciendo la energía que hace falta para enderezar el barco antes de que sea demasiado tarde.