Hace poco más de un año que el embajador de Estados Unidos en nuestro país, Marc Stanley, les dijo a los políticos argentinos que no esperaran a 2023, que se unan, que formen una amplia coalición. No se trata de un consejo a “todos”, está claro que esa amplia unidad que proclamaba tenía un principio de exclusión muy preciso: el kirchnerismo. Es evidente que el objetivo del embajador no se cumplió; y no se trata de que no exista el llamado “peronismo de centro”, por el contrario, existe, actúa y tiene vínculos fluidos con “el otro peronismo”, con el que en última instancia sigue moviéndose -de uno u otro modo- detrás del liderazgo de Cristina Kirchner.
Esta centralidad y esta imposibilidad para cerrarla como capítulo de la historia del peronismo es la clave para entender la furia contra su persona y contra la fuerza que ella conduce. El establishment sabe perfectamente que el aislamiento de esa fuerza es el objetivo principal de cualquier empresa de reconstrucción del mapa político del tipo de la que se dio durante el gobierno de Menem. Claro que las condiciones del menemismo no están dadas en la plenitud con que se dieron en su tiempo: no hay modo de juntar los dólares necesarios para crear el veranito de la convertibilidad. De modo que, tal como de vez en cuando se les escapa a los personeros de ese proyecto, no hay modo de producir ese cambio si no es con la dosis de violencia que fuera necesaria.
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¿Está proscripta Cristina? Desde el punto de vista legal no, dicen algunos. Pero tiene la espada de Damocles judicial sobre su cabeza: imaginar su absolución después de los escalones de la pirámide judicial que faltan recorrer para una condena definitiva es un signo de confianza institucional en la cúpula del poder judicial que hasta ahora éste no viene ganando. En cualquier caso, la suerte de la ex presidenta depende de la política, de qué costos políticos estén dispuestos a pagar quienes quieren consumar su definitivo desplazamiento de la política. También depende -y principalmente- de la movilización popular que se logre en torno del objetivo de rechazar el retorno de la proscripción. En los últimos días la eventualidad de su candidatura presidencial se colocó claramente como el problema político principal para un vasto sector popular. Nada aseguraría que una condena judicial en el actual estado de la imagen de los jueces en este país pudiera ser asimilada en paz y tranquilidad.
Hay algo así como diferentes escenas políticas superpuestas. Están las elecciones, las encuestas, las roscas partidarias, los avisos espectaculares que no se concretan, las querellas intestinas de los partidos y los frentes. En ese cuadro parecería funcionar a pleno el régimen que sucedió a la dictadura; un régimen de partidos políticos libres, de propaganda política, de cierta dramatización de los acontecimientos. Pero a esa escena de normalidad y tranquilidad se superpone otra: una que tiene palabras de amenaza, de control político, de separación entre política admitida y política que debe ser desterrada a como dé lugar. La proscripción es el nombre, muy conocido en la historia argentina, que marca esa dualidad entre lo claro y lo oscuro de nuestra escena política. Porque, en realidad, la proscripción no es sino la forma legal de una persecución que ya existe en la Argentina: para la enorme mayoría de los medios de comunicación masiva el ataque al peronismo kirchnerista está completamente naturalizado, a la manera de una guerra sigilosa pero permanente que va generando un desafío a la convivencia pacífica. A alguien le puede parecer exagerada esta descripción, ¡pero los argentinos hemos visto por televisión la escena de un intento de homicidio contra Cristina Kirchner! ¿Qué otra cosa tiene que pasar para que estos temas sean reconocidos, para que no se reduzca de modo fraudulento su significado?
Tengamos en cuenta nuestra historia. Durante décadas un bando políticamente dominante gobernó un país en el que los estudiantes secundarios éramos adoctrinados como miembros de una nación democrática en la que regía una constitución legal, mientras los gobiernos eran elegidos sobre la base de la supresión de la fuerza política mayoritaria y mientras se ejercía una fuerte represión a cualquier forma de protesta social. Y no nos olvidemos de que la palabra que mejor sintetiza esa época es la de una proscripción, la del peronismo. Esa historia aparece negada, como enterrada. Hay quienes se llenan la boca de juramentos de lealtad a la constitución nacional y que, en esos tiempos a los que hacemos referencia, produjeron y/o consintieron que la constitución surgida de la reforma de 1949 fuera derogada, no por las formas que el texto original previó a esos efectos sino por decisión de un bando militar. Cuando se piensa en la escena nacional de los setenta no puede hacérselo sin considerar la acumulación de odios y de persecuciones que la precedieron, como si un grupo de jóvenes irresponsables hubiesen inventado un antagonismo histórico para justificar sus actos de violencia.
Por eso es fundamental recuperar el espíritu del pacto democrático refundacional de 1983. Un pacto que nunca tuvo lugar, que nadie firmó como tal, pero que funcionó y debe seguir funcionando entre nosotros. ¿Tiene importancia todo esto, en medio de las penurias económicas que atravesamos, del debilitamiento del tejido social provocado por cuestiones de orden económico (ninguna de ellas desligada del ominoso acuerdo gestado por el macrismo con el FMI)? Quien piense así tendrá que explicar cómo se hace para salir de esta situación. Cómo se hace sin libertad política, sin una Justicia creíble, sometidos al fallo último del poder judicial, aunque ese fallo esté reñido con la letra y el espíritu de la constitución.
Estamos entrando en el largo período electoral. No deberíamos olvidarnos de la importancia de la libertad del voto, no deberíamos considerar la cuestión como si ese derecho no hubiera vivido épocas de atropello, represión y violencia. Algo que seguramente estará implícito en este período es la necesidad de reconstruir una historia. Una historia que está en el presente. Que tiene la forma terrible de una deuda externa totalmente impagable. Una deuda que según la inspección general de justicia fue contraída a contramano de todos los requisitos legalmente exigidos; es decir, una deuda ilegal. Una deuda, que se contrajo contraviniendo las normas aprobadas por nuestros propios acreedores. Una deuda de la que no se usó ni un solo dólar para mejorar la vida de algún argentino o argentina.
Las elecciones están cerca. Eso quiere decir que está cerca la decisión sobre el camino que queremos que tome el país. Si el de un país neocolonial con muchos recursos naturales críticos en esta etapa del mundo, y que “compra” con esos recursos la capacidad de consumo de bienes de un sector pequeño de la sociedad o el de una nación capaz de construir un proyecto nacional independiente, en condiciones de asegurar una vida digna a todos sus habitantes. El primer paso en esta última dirección es el de desterrar de nuestra práctica política la sombra de las proscripciones que en esta etapa han quedado en manos de cuatro jueces (uno de ellos completamente apartado hoy de las decisiones). El país hoy está en una situación jurídica y política irregular. Si no se repone un orden democrático para las decisiones judiciales que comprometen derechos fundamentales de los habitantes de este país, las elecciones se vaciarán progresivamente de contenido democrático y resultarán cáscaras vacías que procuren legitimar un régimen híbrido que oculta en su interior el huevo de la serpiente autoritaria.