Si las encuestas y la percepción de la suma de micromundos en las que habitamos no están completamente erradas, la tarea a partir de este domingo será comenzar la lenta y trabajosa construcción de la unidad nacional. El adversario será uno sólo: el anarcocapitalismo extremista y disruptivo. Literalmente las alternativas serán esta unidad o el abismo. Y no será sólo una cuestión de ideología, sino de capacidades básicas. Alguien que nunca gobernó siquiera un club de fútbol difícilmente pueda llevar a buen puerto la conducción de las complejidades de un país en crisis, mucho menos con el variopinto colectivo de marginales e impresentables que lo acompañan.
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Como lo indican las cifras de actividad y de evolución del PIB la economía local nunca se derrumbó, pero la inestabilidad macroeconómica se volvió insoportable y fue especialmente dura con los asalariados, quienes frente a cada suba del dólar experimentaron la progresiva volatilización de sus ingresos, lo que consiguió que cada regreso al supermercado se vuelva una experiencia tenebrosa. Aunque con consecuencias personales menos graves, la ruptura del sistema de precios, implícita en una inflación de tres dígitos y con devenir incierto, alcanzó a todos los actores económicos, permanentemente sujetos a la incertidumbre sobre la disponibilidad y el valor de reposición de insumos y mercaderías.
La sensación con la que los electores llegan a las urnas no es de desesperación, como ocurriría si la economía estuviese en una crisis recesiva, sino de agobio. La economía suma más de una década de estancamiento y aunque las responsabilidades sean distintas, son claramente compartidas entre todas las fuerzas que gobernaron el período. En este contexto resulta esperable que una porción del electorado quiera votar algo diferente. Así votan las sociedades. No lo hacen con la racionalidad de los más politizados, sino con la racionalidad de la inmediatez: premian y castigan. El voto es menos ideológico de lo que los politizados creen. La sociedad argentina no mutó repentinamente hacia una ultraderecha que abomina de la democracia, reivindica la dictadura y carece de la más mínima empatía social, solo está harta de la crisis permanente y, en un contexto de pérdida de legitimidad de las representaciones, canaliza su descontento como puede.
Como se señaló en este espacio asistimos a un fracaso de las sociedades civil y política en la construcción de un modelo de desarrollo. A la gran burguesía local le salió el tiro por la culata. Crearon un guerrero ideológico para correr el discurso económico hacia la derecha y para culpar de todos los males a “la política”, pero se les fue de las manos y el monigote cobró vida. Si la ultraderecha no se hubiese consolidado como opción electoral en un escenario de tercios, la fuerza política preferida por el grueso de los empresarios tendría la elección ganada. Ahora muy probablemente quedará fuera de un eventual balotaje y deberá reinventarse. Si en semejante escenario el candidato del oficialismo se mantiene competitivo es porque una parte importante de la sociedad sigue apostando al “know how”, es decir advierte cuál de los candidatos en carrera cuenta con la capacidad real de conducir el futuro de la actual complejidad, que finalmente es de lo que se trata una elección.
Mientras tanto la economía sigue allí. La actual escasez de divisas no es producto del endeudamiento externo, ya que los pagos de capital están en período de gracia, sino de la mala gestión cambiaria y de la sequía. Si se habla con liviandad sobre la posibilidad de renunciar a la soberanía monetaria vía una dolarización es porque se fracasó en algo que tendría que haber sido un objetivo principal: “reconstruir el valor de la moneda”, lo que no es otra cosa que evitar la devaluación permanente. Para este fin existen algunas condiciones necesarias. La primera es una redundancia: la estabilidad cambiaria, la que demanda generar los dólares suficientes, es decir exportar mucho, y un detalle nada menor dada la experiencia: cuidarlos. Uno de los desafíos que vienen será cómo terminar con los dólares múltiples. La segunda es algo tan simple como tener una tasa de interés real positiva, es decir que suponga que mantener excedentes financieros en pesos no sea sinónimo de perder valor. La tercera es tener las cuentas en orden.
Para el corto plazo, es decir para el año que viene, la economía tiene dos fuentes seguras de dólares: no habrá sequía en el agro y habrá sustitución de importaciones y exportaciones energéticas. En el mediano plazo, si las condiciones macroeconómicas se estabilizan, el agro seguirá aportando, el sector energético seguirá creciendo, se sumarán las exportaciones mineras y explotarán las de servicios. El mundo en guerra y en transición energética augura buenos precios para lo que Argentina puede vender. Estas podrán ser las fuentes principales de la estabilidad y del financiamiento del crecimiento. Por el lado de las obligaciones deberán volver a negociarse los pasivos externos, una refinanciación que no debería ser compleja si los acreedores perciben, en sus propios términos, una economía viable. En general la mayoría de los países no tienen mayores dificultades para refinanciar sus pasivos, tanto externos como internos. Estas refinanciaciones no son una anomalía, sino la norma.
Lo que hoy se decide es quién llevará adelante estas tareas. Y parece claro que no es lo mismo hacerlo con o sin una visión del desarrollo nacional. Lo más probable es que, si se mantiene el escenario de tercios y no hay ganador en primera vuelta, dos de los tercios deberán construir una coalición de gobierno, un gobierno de unidad nacional del que sólo queden excluidos los más dogmáticos. Bien mirada, la necesidad puede devenir en virtud en tanto podría ser una verdadera oportunidad para, finalmente, consolidar un modelo de desarrollo que permita definir con claridad las siempre mentadas “políticas de Estado”. Para la economía lo que está en juego es aprovechar o desperdiciar el verdadero viento de cola que se aproxima.-