Las campañas electorales han comenzado más o menos solapadamente, mostrándose con clara evidencia en las pujas por las candidaturas de mayor relevancia. Sin embargo, otros temas también vienen ocupando un espacio destacado y es necesario prestarles debida atención.
Progresividad de los derechos sociales
La evolución de las sociedades ha sido acompañada por la incorporación en el Ordenamiento Jurídico de principios, regulaciones e interpretaciones doctrinarias y jurisprudenciales que lo han ido definiendo, con especial incidencia en relación a derechos humanos considerados fundamentales.
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La tutela de bienes y valores catalogados como superiores ha impuesto su armonización, a la vez que determinado garantías para su efectiva vigencia y la prevalencia ante eventuales colisiones que pudieran verificarse entre aquéllos o con otros derechos.
Los derechos sociales forman parte de ese conjunto y su reconocimiento como tales ha sido el fruto de innumerables luchas, no exentas de enormes sacrificios y de altísimos costos humanos que justifican plenamente calificarlos como verdaderas conquistas de la Humanidad.
El constitucionalismo social que se abrió paso desde los albores del siglo XX, junto a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que se multiplicaron en la segunda mitad de esa centuria, dan cuenta de la relevancia que se las ha otorgado.
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En el presente siglo producto de nuevas demandas sociales, legítimas reivindicaciones postergadas y justificadas exigencias por crecientes niveles de equidad, se fue ampliando el catálogo de derechos de esa naturaleza.
Justamente esa condición dinámica que les es inherente exhibe un signo distintivo, su progresividad, entendida como la tendencia a su ampliación y, en contrapartida, un límite infranqueable en cuanto a su restricción.
De eso se trata el denominado “principio de progresividad” que, por un lado, opera como imperativo para un mayor desarrollo de esos derechos y, por otro, fija pisos o bases mínimas en función del estadio alcanzado en un tiempo histórico determinado
De ese principio deriva otro, que actúa como reaseguro, el de “no regresividad”. Que veda todo retroceso de los niveles obtenidos, en forma tal que se garantice el mantenimiento de los progresos que registren esos derechos, aún, cuando no se den las condiciones para mejorarlos, elevarlos o ampliarlos.
Nuestra Constitución Nacional luego de la reforma de 1994 da sustento explícito a esa concepción, no sólo jurídica sino también política, consagrando el principio de progresividad en su artículo 75 inciso 19: “Proveer lo conducente al desarrollo humano, al progreso económico con justicia social…”; y, en el inciso 22, consagrando con igual rango a Tratados Internacionales de Derechos Humanos que reflejan similares mandatos.
Entre los derechos sociales que pueden entenderse más abarcativos se encuentran los derechos a la salud, a la vivienda, a la educación y al trabajo con todo lo que cada uno de ellos comprende.
En esta nota me referiré a los derechos laborales, que exhiben una particular centralidad en los discursos políticos preelectorales, además de ser en buena medida condicionantes de los otros derechos antes mencionados.
Futuro del trabajo
Es recurrente la referencia al mundo del trabajo, al que mal se alude como “mercado”, en cuanto a sus regulaciones normativas y la obsolescencia que se le atribuye.
Más aún, algunas décadas atrás (en los ’80 y ’90) se vaticinaba el “fin del trabajo” como el destino manifiesto del tipo de empleo con derechos y garantías que hasta entonces regía, otorgándole un cierto paralelismo con el anunciado “fin de las ideologías”. Ambas premoniciones o proyecciones dogmáticas con origen en una misma usina ideológica, que la realidad ha desmentido sin por ello prescindir de los cambios -en general precarizantes- que se verificaron por la acción de quienes promueven un “pensamiento único” y un mundo unipolar.
Esas ideas siguen agitándose desde esas mismas terminales nacionales e internacionales, pero con una cosmética diferente que se nutre de las innovaciones tecnológicas que se potenciaron con la globalización.
Las nuevas modalidades de producción y de organización del trabajo, la financiarización de la Economía ligada a la matriz de acumulación del Capital y la expansión del sector de servicios, dan pie a otro funesto augurio que cuando alude al “futuro del trabajo” nos está queriendo convencer de que el trabajo no tiene futuro, tal cual hoy lo concebimos: con derechos, con tutelas, con organizaciones sindicales.
Esa visión neoliberal nada tiene de nueva, ni menos todavía de “moderna” y superadora, sólo traduce una vieja idea propia del Capitalismo más salvaje, la maximización de la renta a costa del trabajo y de la vida -en todo sus planos- de las personas que trabajan.
Trabajo del futuro
Lejos de ser un mero juego de palabras, hablar del “trabajo del futuro” es conceptual y materialmente diferente.
Es imposible dejar de reconocer los cambios que se vienen produciendo vertiginosamente en el mundo del trabajo, al igual que el impacto que generan en términos de capacidades adquiridas, roles laborales, fusión o escisión de sectores productivos, estructuras organizativas, corporativismo empresarial, segmentación y reconfiguración de cadenas de valor o de suministros, cantidad y calidad de empleo formal.
Tampoco puede prescindirse de los efectos en el trabajo de las tecnologías de la comunicación e información, de las diversas plataformas y aplicaciones, de la robotización, que generan inevitablemente un presente y futuro de cambios sustanciales en el ámbito laboral.
Sin embargo, y a pesar de lo que está ocurriendo, todo ello no supone que indefectiblemente sólo resulte en beneficio del Capital y en menoscabo del Trabajo, ni que la desprotección a ultranza del trabajo sea el único paliativo posible para que las personas tengan alguna ocupación que les reporte una fuente -por cierto, escasa- de ingresos.
La precarización laboral no es la única y natural consecuencia de aquellos fenómenos, ni consiste en un determinismo que les es inmanente. Sus causas se encuentran en la lógica propia del “Mercado”, cuyas reglas son impuestas por quienes lo gobiernan y se favorecen de esa clase de efectos, en particular los Grupos concentrados que se constituyen en monopolios y oligopolios.
Con el ocultamiento o enmascaramiento de esas causas se pretende validar una suerte de cientificismo economicista, que no es otra cosa que una política económica y, como tal, una entre otras posibles que, en todos los casos, está guiada por una determinada ideología y responde a intereses específicos.
Los cambios registrados como los que se avecinan pueden traducirse en beneficios para las personas que trabajan, aligerando la carga laboral (reduciendo la jornada, sustituyendo procesos de trabajo nocivos psíquica y físicamente, morigerando las rutinas perniciosas -tareas repetitivas, nocturnidad, turnos rotativos-), posibilitando un mayor grado de formación no exclusivamente orientada a la producción, incrementando las remuneraciones (por la disminución del tiempo de ocupación sin merma salarial, por la capacitación obtenida, por la participación equitativa en la productividad), ofreciendo nuevos espacios de recreación y ocio, dando la oportunidad de una mejor calidad vida y de realización personal.
Ni es válido sostener que la destrucción de puestos de trabajo sea inexorable, en tanto se advierta la posibilidad de su reconversión, su sustitución o de otra distribución del empleo, precisamente aprovechando de una manera más ecuánime todas esas herramientas tecnológicas.
¿Qué nos proponen?
Los referentes más notorios de la principal fuerza de oposición (Juntos por el Cambio), en sintonía con otros partidarios del neoliberalismo que incluso se presentan más extremistas en sus proclamas (Milei, Espert), insisten en propuestas varias veces fracasadas y en alegadas soluciones que no resisten ninguna verificación empírica.
Todos reclaman una “reforma laboral” drástica y profunda, asignándole a la legislación del trabajo la responsabilidad por la falta de creación de empleo, la incapacidad de contener las nuevas realidades del -que llaman- mercado de trabajo y de conspirar contra el desarrollo productivo del país.
El problema de la desocupación no es generado por las leyes laborales, por el contrario, han sido en los períodos de mayor flexibilización cuando se registraron los niveles más elevados de desempleo, agravado por la precarización de las condiciones de trabajo y la reducción de los ingresos de quienes se mantuvieron en la formalidad acompañados por la pauperización de los excluidos del sistema.
Los tres ciclos neoliberales en Argentina (1976/1983, 1990/2001 y 2016/2019) fueron donde se verificaron los más altos índices de desocupación y subocupación, junto a los otros efectos antes referidos. Ni siquiera durante los años en que creció la Economía en esas etapas, derramó alguna gota que paliara esos procesos de deterioro laboral sostenido.
Los proyectos de reforma que anuncian, como también los que ya han ingresado esos sectores opositores al Congreso (eliminación de toda estabilidad en el empleo, modalidades precarias de contratación, criminalización de las medidas de acción gremial, restricciones a la autonomía sindical) importan una desregulación que apunta a la deslaboralización de las relaciones de trabajo o a llevar a su mínima expresión el grado de tutela y autotutela de los trabajadores, en clara violación de los principios de progresividad y de no regresividad que rigen en materia laboral como de los inherentes a la libertad sindical.
Es curioso el tiempo que vivimos, porque ya no acuden a eufemismos para disfrazar sus propósitos de cristalizar -e incluso ahondar- las desigualdades existentes. Pareciera que no lo necesitan con fines electoralistas, que se confían de la penetración mediática en la construcción de sentidos; y si efectivamente así fuera, lo paradójico sería que la desmemoria de las víctimas laborales de aquellos ciclos neoliberales los llevaría a una revictimización autoinflingida.
Dilemas cuya resolución nos compete
El Derecho en cualquiera de sus Ramas, debe corresponderse con y responder a las realidades que se le presentan, pero, así como está condicionado por los poderes fácticos está aún más ceñido por los valores y bienes jurídicos que debe proteger por mandato constitucional.
El trabajo en todas sus formas es un derecho humano fundamental, que compromete la vida y dignidad de las personas a la vez que representa un ordenador social indispensable.
Los derechos inherentes a la libertad sindical (de agremiación, de autodefensa para la promoción de sus representados, de negociación colectiva, de huelga) participan de esa misma categorización jurídico-política.
Las leyes del trabajo son pasibles de modificaciones, actualizaciones y recreaciones en los límites que demarcan los principios rectores en que se sustenta el Derecho Laboral en sus planos individual y colectivo.
Sin embargo, las “reformas laborales” propiciadas por el neoliberalismo y por los sectores más reaccionarios no se compadecen con tales premisas, ni persiguen el sostenimiento y ampliación de las conquistas obreras, sino todo lo contrario. Un mero repaso de lo acontecido en nuestro país en cada ocasión en que se dio lugar a “reformas” de ese origen, disipa cualquier duda acerca de las motivaciones, intereses y consecuencias que dejaron a la vista de quien quisiera ver.
Una vez más se proponen avasallar derechos fundamentales de las y los trabajadores, una vez más se busca su férreo disciplinamiento y potenciar las asimetrías propias de las relaciones del trabajo, una vez más se estigmatiza a ultranza a sus organizaciones sindicales que han sido y son indispensables para la conquista y defensa de los derechos laborales. La historia argentina nos enseña, aunque aprovechar esas enseñanzas exige atención, memoria y reflexión, necesarias también para resolver dilemas electorales.