La “propuesta” de Bullrich a favor de gestionar un “blindaje” financiero con el FMI como parte de su programa de gobierno no debería pasar como una más de las excentricidades de la candidata. La propuesta vuelve a poner ante la atención pública los últimos meses del gobierno de De la Rúa -de la cual la candidata era, entonces, ministra de trabajo. Una reciente creación cinematográfica recupera la memoria -la dolorosísima memoria- de ese tiempo. La culminación de las duras circunstancias vividas ese año en la escena final de la masiva represión policial y su secuela de dolor y de muerte. El megacanje fue anunciado con bombos y platillos por el presidente de entonces en un spot televisivo que terminaba con su imagen en primer plano pronunciando la “épica” frase “qué lindo es dar buenas noticias”. ¿Cómo es posible que en Argentina la palabra “blindaje” se utilice como promesa electoral en la campaña de una candidata que está entre las que aspiran a ganar la elección presidencial?
Es muy evidente que sufrimos una regresión política. Entre los años 2003 y 2015, una “propuesta” como ésta no hubiera recibido como respuesta generalizada otra cosa que el repudio o la risa. Hubiera sido en esos años algo parecido a una reivindicación de la dictadura militar nacida en 1976, la negación más radicalizada del logro democrático conseguido por el pueblo argentino del que se van a cumplir 40 años este diciembre. En estos días asistimos, además, al intento de neutralizar en el poder judicial el acontecimiento más grave en la vida política de estas décadas: el intento de magnicidio contra Cristina Kirchner. En los exabruptos de la ex ministra de Macri está el entrelazamiento de la violencia y la persecución política con el rol del Fondo Monetario como custodio último de nuestra condición de país dependiente de la principal potencia mundial: desde ese punto de vista resulta muy importante que la certeza de esa articulación no venga esta vez como denuncia de los espacios políticos populares y antimperialistas sino de la principal fuerza de derecha del país: todo un reconocimiento de la realidad, proveniente de un lugar impensado.
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A estas insólitas consignas electorales hay que colocarlas en el lugar que les corresponde: el de una amenaza fuerte y directa contra nuestra democracia. Y a la vez establecer su innegable conexión con el clima político que se intenta crear desde los medios de comunicación más poderosos del país; que es el clima de la anomia, de la indiferencia, de la antipolítica sistemáticamente sostenida desde allí. Que es, además, una ideología de división, de agudización de los rencores y los deseos de revancha política. Como se da en nuestra historia desde 1945 ese relato intolerante y guerrerista tiene su foco puesto en el peronismo. Parece que el hecho de que el peronismo no haya sido cooptado por la derecha política, como ocurrió en los tiempos de Menem, y el de su renuencia a formar parte constitutiva de la “amplia coalición” que propuso hace poco el embajador de Estados Unidos (todos juntos con la única excepción del kirchnerismo) pone furiosa a la derecha y la inclina a posiciones cada vez más violentas y antidemocráticas.
En el contexto de grandes dificultades económicas para amplios sectores populares (dificultades que tienen en su centro el regreso del FMI como operador directo de la política argentina) existe el peligro de que este lento pero continuo trabajo de zapa antidemocrático adquiera formas más radicalizadas y eventualmente violentas. Esto está en juego en este proceso electoral que tiene en su centro los dos interrogantes principales: cómo sale el país de esta crisis económica y cómo se mantiene el hoy debilitado pacto democrático de 1983. De la fuerza que anida en su interior a la candidata pro FMI y partidaria de la violencia represiva contra los trabajadores y el pueblo es difícil esperar un viraje que la coloque en el espíritu de la defensa de la diversidad democrática. La defensa de las instituciones democráticas y de las prácticas tolerantes y pacíficas ha vuelto, sin duda, al primer plano político.
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Es muy importante para la formación democrática de nuestro pueblo -y particularmente de nuestros jóvenes- la disputa política que vendrá, no solamente en las elecciones sino en las prácticas diarias. La democracia es incompatible con la negación de los derechos de los adversarios políticos. Tiene, además, una fuerte contradicción con la violencia (no solamente con su práctica sino con la creación de sus condiciones). Vuelve a sobrevolar nuestra escena política la idea planteada ya varias veces por Cristina: la de un amplio acuerdo de convivencia democrática que se proponga, además, crear las condiciones para salir de lo que ella llama “economía bimonetaria”. Claro que los obstáculos para esa propuesta son muy difíciles de remover. En las filas populares hay una enorme desconfianza en la línea de los acuerdos amplios. Se explica dada la claridad con que un amplio sector de la vida política actúa en comunión con los grandes medios para envenenar el ambiente, de modo de mantener y profundizar las contradicciones: su agenda común es la destrucción del peronismo kirchnerista y eso es lo que ha ido construyendo el discurso violento que hoy atraviesa el país.
A pesar de eso estamos obligados a trabajar y militar a favor del diálogo. A favor de la disputa política limpia, sin agresiones ni violencias. En eso está la única base de sustentación razonable para un proyecto emancipador y no en el intento de “doblar la apuesta” de la derecha cada vez más violenta. Y acaso esa orientación de nuestra política sea una vía de acceso hacia sectores hoy distanciados de la política y desconfiados de ella. Lo que es seguro es que solamente un gran movimiento de recuperación del clima de diálogo, de paz y respeto por las instituciones democráticas puede conjurar los planes de violencia y represión. Planes que, a diferencia de otras épocas no se crean y se conversan en recintos cerrados y conspirativos sino a la luz pública. Al punto de que se han convertido en la plataforma electoral de una fuerza y una candidata que conserva posibilidades de convertirse en la máxima autoridad política del país.