El análisis político liberal ha consagrado a la “alternancia política” como un signo político del buen desempeño de un sistema político. Desde la perspectiva de la experiencia de los regímenes autoritarios que se abrieron paso a mediados del siglo XX parece indiscutible ese dictamen: la democracia no es compatible con el “partido único” y hasta es discutible que pueda crecer en su interior la idea de un “partido dominante”. La libertad política, que es el valor central de este punto de vista, debe ser preservada de los largos predominios de un partido político: si hay “alternancia” se conserva la posibilidad del cambio, se asegura la circulación de las élites, se preserva la libertad. El problema de esta perspectiva es que la libre elección no admite la preferencia por un partido respecto del otro, requiere la elección libre, con independencia de quién sea el ganador. Los modelos noratlánticos están llenos de ejemplos de partidos que predominan durante largos períodos sin que el hecho produzca ninguna reflexión contraria de la exigencia a favor de la alternancia: todo el fuego se concentra contra los procesos de reproducción política en el poder de fuerzas populares disruptivas.
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El hecho es que, entre nosotros, esta elección es la cuarta que en forma consecutiva consagra como vencedora a una fuerza de oposición. Desde el punto de vista liberal estamos ante un régimen virtuoso: las élites disputan y el resultado de la contienda es indeterminado, no hay un dominio establecido que ponga en discusión el resultado: el peronismo perdió con la derecha y después recuperó el gobierno para volver a perderlo en la siguiente elección. Por eso es muy interesante pararse en el lugar de la discusión de los “méritos” de la alternancia. La alternancia puede ser un importante soporte del régimen político en la medida en que existan premisas que obliguen a sostener principios permanentes; ese es el lugar de la constitución nacional del país. Si no hay reglas que precisen el lugar del estado, si no hay principios compartidos sobre cómo deben funcionar y cómo deben sostenerse los bienes comunes, entonces la nación está periódicamente expuesta al cuestionamiento de los pilares que sostienen la vida en común de sus habitantes.
El grupo político que ganó estas elecciones no está de acuerdo con el orden constitucional que rige entre nosotros. Cree que la dictadura militar y su secuela de crímenes y abusos de lesa humanidad fue una contingencia propia de una “guerra” que nunca fue aprobada ni legitimada por el pueblo de la nación. No cree que el territorio argentino abarque todos los componentes que su ley fundamental proclama y protege. Considera legítima a la ocupación por una potencia extranjera de un territorio que el orden y la legalidad internacional reconoce a nuestra patria sobre el fundamento único de la fuerza militar. Decididamente el gobierno electo desafía nuestras leyes y nuestra constitución. Con esto no quiere afirmarse ninguna estrategia política que parta de desconocer el hecho evidente -y crítico- de que el electorado acaba de consagrar este régimen abiertamente inconstitucional desde el punto de vista de sus proclamas públicas como su gobierno legítimo: la legitimidad de un régimen no es una cuestión jurídica, es un problema político, y como tal la resuelve la lucha política por el poder.
A lo que estamos asistiendo no es a un episodio más de la alternancia política en el país. Es a una experiencia con pretensión refundacional. A una revisión de nuestra historia desde la perspectiva pura y dura del ejercicio de un poder sin limitaciones éticas ni jurídicas. Milei es su cara patética, siempre en el límite de lo ridículo. Pero la alianza con Macri lo revela como un peligro de amplios y profundos alcances. Al empresario devenido en político nunca se le ocurrió revisar los acuerdos básicos del país después del terrorismo de estado. Pretendió gobernarlo sin tocar los acuerdos mínimos, sin alterar el consenso implícitamente mayoritario del “nunca más” que el pueblo argentino dictó con el juicio a las juntas militares asesinas. Y no se trata de una cuestión jurídica, se trata de un pacto histórico equivalente a cada una de las premisas que permitieron nuestra constitución. Ahora sí, el empresario mafioso ha adoptado el punto de vista del todo o nada que lleva al país a los riesgos más graves.
Como suele ocurrir cada vez que las roscas oligárquicas argentinas engendran una fórmula política con pretensiones de “novedad” se nota claramente su inscripción en el pasado. En este caso es la vicepresidenta la que enarbola la idea de este nuevo comienzo. Y la importancia de este hecho no remite solamente al pasado y al presente. No son solamente los juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos por el terrorismo de estado. Se está hablando del futuro del país, de la construcción de nuevos “pactos preexistentes” que desconozcan las leyes y la constitución, que coloquen la razón de estado (del estado oligárquico y antinacional”) como fundamento único del gobierno. Es cierto que no es la primera vez que se ensaya este proyecto con esta retórica. Todas las dictaduras que en el país han sido después del derrocamiento violento e ilegal del peronismo han cantado esta canción. Lo que está en juego es si esta vez la violencia antipopular podrá construir su base política. Aquella que soñaron -y en la que fracasaron- los militares del “proceso”, tanto como sus antecesores de la “fusiladora”.
Argentina no está ante un episodio de alternancia. Está ante una prueba decisiva para su condición de país democrático, abierto al mundo, perteneciente al espacio sudamericano y al de aquellos países que procuran un nuevo orden global. El mandato central es el de proteger el orden democrático. Resistir el evidente propósito de crear un orden diferente, sustentado en la persecución de lo diferente, en la naturalización de la desigualdad y la negación del más alto grado civilizatorio alcanzado por la Argentina, el de la justicia social. Queda pendiente cuál habrá de ser la conducta de las fuerzas populares frente a este nuevo intento de avasallamiento de nuestra nación.