“El pueblo lo lloró –dijo el poeta nacional mayor, Raul González Tuñón- y cuando el pueblo llora/que nadie diga nada/ porque ya todo está dicho". Se refería a Gardel y su entierro. ¿Cuántos acontecimientos, como la muerte de un ídolo, juntan en pocas horas una marea humana como la que vimos ante el velatorio de Maradona? Y lo decimos en Argentina, que tiene una de las más grandes tradiciones en materia de concentraciones populares. Queda para otra espacio, una reflexión: cada vez que en la calle hay pueblo y policía hay palos. El miércoles último no fue la excepción.
La despedida de Diego se irá alargando. Hasta corremos el albur de que no termine nunca. La “industria cultural” se prepara para saludar al ídolo; habrá libros y relatos para todos los gustos. Y cualquier estudio de mercado terminará aconsejando que la cuestión de la relación de Maradona con la política ocupará un lugar central. Sin embargo, este hombre no era un “político”, en el sentido vulgar de la palabra. El acercamiento al kirchnerismo fue un parteaguas en la vida pública de Diego. Fue leída por la maquinaria mediática como una excentricidad más, como una movida oportunista y contradictoria con su propia historia, como un camino para obtener ventajas (seguramente “impunidad”, que es lo que dicen los capomafia mediáticos cuando un determinado perseguido pretende ser correctamente tratado por la justicia). El operativo de guerra mediática contó, incluso, con periodistas “amigos” del ídolo que cada tanto suspendían esa amistad por un rato para quedar bien con los amos.
La figura de Diego no encaja en lo que convencionalmente llamamos política. Porque, se sabe, para estar en política hay que ser cultos. Mejor si estudiaste en una universidad privada “importante” porque quiere decir que tenés “roce social”. Tenés que portarte como si fueras “honrado”, aunque tu prontuario abunde en pruebas de lo contrario. Lo decente, lo bien educado, lo correcto construyen el marketing político. Lo que se sale de esa pauta ha encontrado una culta definición, es el “populismo”. Es decir, la pauta político-publicitario exalta al “careta”, al que se oculta cuando se está mostrando, al que ser no le importa porque le importa parecer. Porque la política es “estadística” (“ese raro abuso de las estadísticas”, como definió Borges a la democracia). A la política no le interesa la verdad sino el número. Son todos “demagogos”. Pero algún día habrá que hacer un gran elogio de los “demagogos”. Maradona fue un demagogo. Como Perón. Exaltó a las masas populares y logró que se identificaran con él. Pero además de lo que siempre fue, el diez se hizo kirchnerista. Y, por si no alcanzara con eso, fue amigo de Fidel, de Chávez, de Evo, de Lula y de Correa. Es decir pasó de ser odiado en términos de clase y de cultura para ser políticamente odiado. Y como se sabe, la política –la verdadera no la de la publicidad- es el más agudo de los antagonismos humanos. Construye el nosotros más potente porque no se limita a una autoidentificación particular (trabajador, personas cultas o incultas, ricos o pobres) sino que establece una diferencia orgánica en la que lo que está en juego es ni más ni menos que el poder. Maradona fue siempre antipático al poder, no era “un ejemplo” como el que le exigía ser. ¿Ejemplo de qué? Pues, de corrección política, de nadar a favor de la corriente de los ricos y famosos que lo son, en más de un caso, porque practican ese nado a la perfección. Su carrera está primero, antes que ningún otro valor. Y eso se da, se trate de artistas, periodistas, millonarios o simplemente estafadores. El egoísmo es su bandera final. Al servicio del éxito, todos los medios son loables.
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La política es esencialmente enemiga de ese individualismo posesivo y ciego a toda sensibilidad humana individual o colectiva. Hablamos –una vez más- no de los focus groups ni de los programas de chimentos sazonados por insultos a Cristina y al kirchnerismo. Hablamos de la actividad en la que está en juego la vida de los hombres y de las mujeres. De todas y de todos. Hablamos ni más ni menos que de la organización de la vida en común de los seres humanos. El lugar donde se dirime si somos una especie irremediablemente destructora (de sí misma y del mundo en el que habita) o llegaremos a tiempo para organizar una digna vida en común. Una comunidad. No solamente una sociedad, que lo somos porque nos agrupamos y construimos un tejido de intercambios regulares y más o menos viables. Sino seres que tenemos un origen y un destino común. Y hoy ese destino común es lo que está en juego porque la guerra, la desigualdad y la brutalidad contra el planeta son la amenaza de un pésimo final para la especie.
Si esto es la política, qué tiene de raro que un hombre que sufrió la pobreza y la adversidad y después recorrió todos los circuitos de la fama y el poder piense el mundo políticamente. Conoció “al pueblo y a los grandes”, como decía Maquiavelo. Y el florentino agregaba “los grandes quieren oprimir, el pueblo solamente quiere no ser oprimido”. El diez se fundió con los suyos. Se entregó a ellos como pocos lo hicieron. Era capaz –dicen los que lo conocían- de cualquier grado de generosidad. No se ocultó ni se convirtió en una figurita difícil. Se entregó con pasión y con exceso. En las horas inmediatamente siguientes a la muerte de Diego, Lula lo distinguió por su claridad para pensar la política. Y esa referencia, cuando se está hablando de un futbolista, aparece sospechosa. Pero la explicación parece sencilla: Maradona era, además de un prodigioso futbolista, un bicho de poder. No hubiera podido convivir con el mundo que lo rodeó sin ese don. Fue un defensor de los futbolistas y encabezó movimientos por sus derechos que mejoraron su condición. No le tenía miedo a los cenáculos del poder corporativo-futbolístico a los que denunció y combatió toda su vida. Toda una escuela de actividad política que el hombre aprobó con notas sobresalientes. Maradona fue un gran artista y un gran político.
Mucha gente considera que la moral de un ser humano está determinada por el tipo de sustancias que consume o sus costumbres eróticas. Esos juicios son, según mi opinión, característicos de una cultura que pendula entre el narcisismo y el ocultamiento. Algunas de las críticas que provienen del mundo feminista son muy razonables, especialmente cuando saben distinguir la parte del todo y valorar que los cambios culturales de época son procesos largos y contradictorios y no se resuelven por decreto. Maradona fue un gran símbolo. Un enorme mito. Y tal vez sea el momento para insistir en que la política es imposible sin mitos. Que las instituciones sin mitología popular son cáscaras vacías.