A principios de los años noventa del siglo pasado, el mundo vivió una mutación histórica. No consistió simplemente en la derrota histórica del mito que alimentó los conflictos, los sueños y las pesadillas de la política durante lo que Hobsbawm llamó “el siglo XX corto” que comenzó con la primera guerra mundial y la revolución rusa. La caída de la URSS resultó el símbolo de una nueva era, la “era de la globalización”. Presentada por sus cultores como una era superior en la historia humana, una era en que pierden su anclaje los grandes mitos del siglo pasado: la revolución, en primer lugar, pero también la centralidad excluyente de los estados en la vida política de los seres humanos, los proyectos políticos transformadores.
Lo que ha quedado en pie de la realidad mundial es el crecimiento indetenible del poder de las grandes corporaciones financieras y el rol central en el orden global de Estados Unidos y el Atlántico Norte. Un orden mundial, por otro lado, que ha permanecido sin cambios en su diseño, que ha perdido todo otro ordenador que no sea la adaptación de toda la institucionalidad mundial a los requerimientos de ese “orden mundial unipolar”.
Dicho de otro modo, el mundo navega las aguas de una transición cuya lógica no podemos capturar en profundidad pero que ya es objeto de acciones prácticas y debates políticos. Y nuestro país se ha convertido, ni más ni menos, que en un “caso testigo”, uno de los puntos dramáticos en el interior de una viga central del mundo unipolar: el Fondo Monetario Internacional (FMI). Nuestro país está usando la moneda china como modo de pago con el Fondo: es una novedad geoestratégica de las más importantes de los últimos tiempos. Corresponde hacer algunas aclaraciones. En primer lugar, no se trata de reemplazar una dependencia por otra, se trata de la oportunidad de que nuestras acciones en el terreno de las relaciones internacionales puedan alcanzar una autonomía que el actual orden obtura casi de modo absoluto (recordemos que los chinos demandaban el acuerdo de nuestro país con el fondo como condición para la profundización de acuerdos comerciales y productivos entre ese país y Argentina.
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Lo cierto es que nuestro país se ha convertido en un “caso testigo global”. Y que es en ese marco global en el que se está desarrollando nuestro conflicto político interno. Trascendió en estos días que China se manifestó a favor de un pronto acuerdo entre el organismo y nuestro país para refinanciar la deuda. No es un “trascendido” cualquiera: su puesta en acto sería una novedad política de extraordinaria importancia mundial, un punto de cruce entre transformaciones globales en marcha y la realidad política de nuestro país. Y el dato más dramático es que este histórico pasaje de las relaciones de nuestro país y el mundo se pone en acto en medio de una campaña electoral presidencial. El dato dramático geopolíticamente central es que una de las dos fuerzas que pugnan para ganar la presidencia ha adoptado de modo imposible de negar, su “afinidad electiva” con los intereses de Estados Unidos.
Quien crea que esto es paranoia tendría que aceptar una prueba contundente: todo lo que dicen los principales dirigentes de Juntos por el Cambio (JxC), lo que dicen los grandes medios oligopólicos de comunicación, lo que dicen los diplomáticos norteamericanos que con gran asiduidad nos visitan, forma parte de ese discurso. Un discurso que nos propone ver como amenaza lo que hacen los gobiernos que Estados Unidos considera enemigos. Una línea que machaca duramente contra la intervención del estado en la economía, lo que es un modo de decir que el estado argentino no meta sus narices en los negocios de los grupos financieros concentrados y sus “socios locales”. Y es una coalición que tiene el poder judicial virtualmente en sus manos, a partir del patético rumbo de su actual cabeza, la Corte Suprema. Esto no es una contingencia, es el resultado triunfal para Estados Unidos de la operación construida con el gobierno de Mauricio Macri, cuyos múltiples propósitos incluyeron e incluyen centralmente el sometimiento del país a las necesidades estratégicas del Atlántico Norte en el contexto de un claro cambio de situación geopolítica.
La negociación del ministro Sergio Massa con el staff del Fondo es el centro de una cuestión crucial. Argentina no debía contraer ese ruinoso compromiso que nos hace deudores de un préstamo que no dejó ninguna huella de mejoramiento en ningún aspecto de nuestra vida colectiva. Ahora tiene que defenderse de los efectos ruinosos que tendría ceñirse a las demandas del FMI. Claro que “los patriotas” de la derecha mantienen la ilusión de ganar la elección para volver a instalar las decisiones del Fondo como el único propio de una “visión racional del mundo”. Sería una inmoralidad política, un acto de lesa patria, aunque no mediara el hecho real de que son esos mismos dirigentes de la derecha los promotores (y algunos de ellos ejecutores directos del desfalco). Massa juega su suerte electoral, y buena parte de su futuro político en una solución digna de la discusión con el Fondo. El gobierno de la República Popular China “dejó trascender” su interés en la cuestión y en su pronta solución. Esto pone en plano inédito la negociación con el Fondo.
¿Cómo interpretar el lugar del ministro de economía? Para intentarlo hay que abandonar la mirada “moralista” de la política, que no es más que una forma de ocultar su trama misma. La política disputa el poder. La política necesita decisión e implica riesgos. Por eso los hombres y las mujeres de la política no son meros intérpretes o analistas de la realidad; navegan las aguas peligrosas y oscuras del poder. No son necesariamente buenos ni fieles. Son mayormente ambiciosos y no tienen presentes todo el tiempo los diez mandamientos. ¿Carecen por eso de moral? No, Maquiavelo explicó por primera vez en la historia de la política (y también en la literatura) que el príncipe se guía por un principio político-moral. Que ese principio moral central no responde a los preceptos de cualquier otro mortal. Y no es porque sea menos exigente moralmente: por el contrario, el Príncipe debe responder no solamente ante su conciencia moral individual, sino a su responsabilidad ante la patria y el pueblo. En la ciudad vive el pueblo y viven los “grandes” (los poderosos); el príncipe debe siempre apoyarse en el pueblo “porque los grandes desean oprimir y el pueblo sólo desea no ser oprimido”. Claro que Maquiavelo no fue la única referencia sobre el ser de la política. Pero la fama que se asocia a su nombre como un cínico sin moral es un recurso de los conservadores.
En fin, Massa sabe que en este período se juega su futuro político. Sabe por eso, también, que no puede colaborar sumisamente con el Fondo porque eso perjudica a la nación y al pueblo. Y en consecuencia lo perjudica a él mismo, limita su poder y su futuro en la política. El resultado de este cruce de caminos es desconocido. Pero peor que ese abismo -que es el modo de ser de la política- sería una conducta que lo separara de “la plebe”, que en la concepción democrática y republicana le da su principal sentido a la política. El resultado de las actuales negociaciones no cierra el drama abierto por el injusto, ilegal e inmoral endeudamiento decidido por Macri y su gente. Pero será un test que Massa deberá superar en su doble condición de jefe de una negociación que define la suerte de la patria por un período largo y de él mismo como aspirante a la presidencia. En estos pocos días sabremos quién es Massa y acaso termine de saberlo el propio Massa.