“La democracia de la alternancia no camina” dijo Emilio Pérsico en el acto que reunió a los militantes de un conjunto de movimientos sociales el pasado jueves en el estadio de Nueva Chicago. La frase movilizó un aluvión de críticas de parte de ofendidos demócratas en los medios del establishment (los mismos que aplaudieron fervorosamente al golpe de 1976 y a la dictadura que asoló la república hasta 1983). Después, aparentemente, Pérsico se desdijo, ¿era necesario?
La expresión “alternancia” tiene un alto prestigio en la academia politológica. A tal punto que se la llega a considerar una condición para que un régimen sea considerado democrático. Sin embargo, ninguna constitución lo establece como un requisito de su funcionamiento. Es lógico y plausible: la alternancia consiste en que la mayoría electoral que elige a sus máximas autoridades se desplace de un partido (o coalición de partidos) a otro. Eso no puede ser asegurado de otro modo que no sea la existencia de elecciones libres que, como tales, pueden tener uno u otro resultado. Es decir, puede ganar siempre el mismo. O producirse efectivamente la “alternancia”.
¿A qué se debe, entonces, el prestigio politológico de la palabra? La forma más eficaz para detectar su origen está en la reflexión de Giovanni Sartori, en el contexto de su célebre teoría sobre los sistemas de partidos políticos y su relación con el régimen político. Allí se establece que los más democráticos de los regímenes son aquellos en los que hay pocos partidos relevantes (entre tres y cinco) que tienen una “distancia ideológica” escasa y por eso entablan relaciones mutuas de colaboración. En la reflexión de Sartori no hay lugar para los “partidos antisistema”, categoría especialmente formulada para fundar la exclusión de los comunistas italianos de cualquier coalición de gobierno. La alternancia es el modo de rubricar el modelo: cuando los partidos rotan en el gobierno no hay lugar para la eternización de un mismo partido, lo que trae “necesariamente” formas autoritarias.
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Cuando recuperamos la democracia electoral en 1983, ese esquema de pensamiento estaba en su apogeo. Y su lugar central en nuestro país se impuso, al calor del poco menos que unánime clima político colectivo favorable a una democracia estable y sólidamente protegida de las incursiones militares autoritarias. La verdad es que el esquema sartoriano no funcionó mal entre nosotros: sobre nueve elecciones presidenciales (no se cuenta, obviamente, la de 1983 porque no había presidente saliente) cinco fueron ganadas por las fuerzas de oposición.
Ahora bien, la alternancia, desde el punto de vista liberal no significa solamente el cambio en el partido de gobierno. Demanda también la inexistencia de fuerzas “antisistema” para asegurar la continuidad de un conjunto de “valores compartidos” que son los que garantizan un clima impenetrable para cualquier aventura autoritaria. No estamos ante una teoría inocua. En buena parte del mundo (en “occidente”, diría cualquier periodista de alguno de los medios poderosos) ese régimen funciona de modo regular. Más justo sería decir “funcionaba” porque el malestar político contra la clase política que se intercambia en el gobierno para practicar políticas iguales -o casi- ha comenzado a horadar la paz de la alternancia en varios países, incluido centralmente Italia, el suelo natal del politólogo que hemos citado.
¿Qué es lo que ha entrado en crisis? Es un sistema político de democracias vigiladas (por los poderes fácticos, por la potencia más poderosa) en las que funciona un principio constitucional, jamás escrito, pero sólidamente vigente: todo está permitido al gobierno menos tocar los intereses sacrosantos del gran capital. En nuestra región, ese pacto funcionó bastante bien, hasta que los sacudones de la crisis orgánica del capitalismo parieron nuevas experiencias. En Venezuela, Brasil, Bolivia y Ecuador fueron surgiendo a principios de siglo experiencias que rompieron el molde de la alternancia. En todos los casos triunfaron en comicios libres y democráticos. En todos los casos respetaron las leyes y la constitución. En algunos casos reformaron sus constituciones a través de los procedimientos establecidos para ese cambio. Lo nuevo es que no respetaron la cercanía ideológica con sus adversarios. Y lo grave (para el establishment) es que tampoco respetaron el artículo constitucional nunca escrito, al que antes hacíamos referencia.
La novedad de estos procesos no es, entonces, la fijación autoritaria de nuevas reglas de juego ni la alteración de las prácticas electorales. Es la existencia de un proyecto de nación alternativo o, en todo caso, la búsqueda de ese proyecto, no atada a ninguna premisa ideológica de manual sino en la porfía de disputar el poder al bloque social históricamente vigente. Es decir, en lugar de una democracia de alternancia, una democracia “agonística” (como diría Chantall Mouffe). Es decir, una democracia capaz de poner en escena los antagonismos y de hacerlo respetando las instituciones (y modificándolas a través de procedimientos democráticos) y evitando su deriva violenta y autoritaria.
Desde ese punto de vista, no creemos necesaria la autocorrección de Pérsico. Y compartimos, incluso, el sentido de sus palabras. Quienes pensamos y actuamos a favor de una profunda transformación estructural, cultural y moral de nuestra patria no queremos que lo que cuesta tanto construir pueda ser avasallado cuatro años después -como ocurrió con Macri- a punta de decretos, ataques de gendarmería y “préstamos” internacionales infames. Mientras defendamos la necesidad de contar con un período más o menos prolongado para producir transformaciones y lo hagamos respetando la voluntad del pueblo expresada en las urnas y las instituciones de la república no tenemos por qué arrepentirnos.
La “alternancia” convertida en tótem neoliberal, lejos de sostener a la democracia, la pone en peligro a fuerza de ocultar la conflictividad propia de toda comunidad humana.