En estos días circulan muchos análisis que ponen el énfasis en la polarización política como causa de la violencia que nos consternó el jueves por la noche. Así, parece ser que la violencia es un clima de época, que surge en forma simétrica, con voceros y ejemplos de distintos bandos. La solución sería una pacificación basada en que todos bajemos un cambio. Estoy seguro que mayormente esta idea parte de las más genuinas y buenas intenciones, pero una simple revisión de la historia argentina nos debería hacer desconfiar de cualquier construcción de una “teoría de los dos odios”.
Nací en el 83. Mi generación transitó toda su vida política en gobiernos elegidos democráticamente, que es lo mismo que le sucede a más de la mitad de la población del país. Como bien lo sabemos, las cuatro décadas de continuidad democrática que se van a cumplir el año que viene no equivalieron a cuatro décadas de crecimiento de las capacidades nacionales, de la igualdad social, de ampliación de las libertades, de desarrollo humano integral ni federal. Al contrario, al día de hoy una parte importante de nuestro pueblo se encuentra excluido de las condiciones más elementales de vida y reclama tierra, techo, trabajo, salud, educación, ambiente. En mi caso, además, hubo un hecho de violencia institucional que marcó mi experiencia: el establecimiento del estado de sitio y la posterior represión de las fuerzas de seguridad el 19 y el 20 de diciembre de 2001 en la Plaza de Mayo y en distintos lugares del país, que dejó varias decenas de muertos y una serie de autoridades políticas impunes. Lo mismo sucedió, meses después, en la masacre de Avellaneda, cuando asesinaron a Maxi y a Darío.
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Cuando finalmente emergió una experiencia política democrática que, más allá de las valoraciones legítimas que cada quien pueda tener sobre ella, significó para millones de personas, y especialmente para el pueblo más humilde y trabajador de la patria, un mejoramiento sostenido de sus condiciones de vida -me refiero a los gobiernos de Néstor y de Cristina Kirchner-, resurgió también el anhelo de revancha y el odio histórico de aquellas antiguas fuerzas antidemocráticas.
El odio que no casualmente siempre en nuestra historia tuvo como destinatario a líderes populares, no es el resultado sólo de discursos o formas de expresarse, tampoco sólo de contextos de angustia colectiva. Todo eso existe y efectivamente no puede reducirse a un solo “bando”, pero por debajo de todo eso, la violencia y el odio surgen de un hecho mucho más simple y estructurante: las transformaciones sociales que democratizan derechos y eliminan privilegios. Hay una relación bastante directa entre el odio que se destila contra los líderes populares y los intereses de los poderosos a los que se enfrentan que despierta a las fuerzas históricamente antidemocraticas.
Me refiero a fuerzas históricas porque al compartir una reflexión sobre este tema es imposible no pensar en la historia de violencia contra el movimiento popular argentino que heredamos. Solo por poner un punto arbitrario de inicio, porque bien se podría ir más atrás en el tiempo, me refiero al golpe militar contra Yrigoyen avalado por la Corte Suprema, al bombardeo de la Plaza de Mayo y el derrocamiento de Perón, a la proscripción y los fusilamientos de José León Suárez, a la masacre de Trelew y al terrorismo de Estado, entre muchos otros episodios trágicos de nuestro pasado.
No es momento de medias verdades ni palabras complacientes, porque los riesgos a los que nos asomamos son demasiado grandes. Lo que nos encontramos la noche del jueves, con un estremecimiento que aún sentimos, es con el pensamiento de que asesinando a la principal referenta popular de la Argentina contemporánea podría terminarse también con los anhelos de progreso, de bienestar, de soberanía y de justicia social de nuestro pueblo, que se expresan en el movimiento nacional y popular que ella lidera. “Si la mataban bajaban los impuestos” dijo el mejor amigo del asesino al aire, sin ningún tipo de pudor. La brutalidad de esta idea, sin embargo, no puede ser adjudicada a un “loquito suelto” o a “la grieta” en términos amplios, sino que responde a la conducta histórica de la élite argentina, y en el presente, al clima creado por infinitas manifestaciones de odio reproducidas hasta el hartazgo a través de las redes sociales y los medios de comunicación. En twitter se hacía la analogía con los femicidios: no es un loco suelto, es un hijo sano del odio.
Este mismo objetivo fundamenta al escenario en toda nuestra región: la manera de combatir a un movimiento popular que se mantiene de pie no es mediante el debate democrático y el resultado de las urnas, que por otra parte siempre respetamos, sino apelando a una alianza con intereses extranjeros, grupos del poder judicial y del aparato comunicacional para encarcelar y proscribir a nuestros dirigentes. No me refiero solo a la vicepresidenta: ahí está también el caso indignante de Milagro Sala en la provincia de Jujuy.
Me quiero dirigir especialmente a quienes integran o simpatizan con la principal coalición opositora, que representa legítimamente a una porción sustancial de la población argentina. Tenemos diferencias sobre múltiples temas, tenemos incluso, creo yo, distintos proyectos de país, pero al menos con una gran parte de ustedes también tenemos una coincidencia básica: esas diferencias pueden -y deben- ser procesadas democráticamente. Especialmente en el caso de todos aquellos y aquellas que se identifican, sean radicales o no, con el gesto histórico que marcó Alfonsín a la salida de la peor dictadura que sufrimos. Si quieren ganar el amor del pueblo demuestren que son más capaces que nosotros de concretar sus postergados anhelos de progreso, de bienestar, de desarrollo. Si en cambio, como fracasan en construir desde el amor, buscan hacerlo desde el odio, el resultado será siempre igual. Tomen distancia con claridad de las posturas antidemocráticas que se esconden entre ustedes.
Los principales obstáculos para la democracia y la paz social no están ni en el movimiento popular ni en sus dirigentes, tampoco en la grieta en sí misma, sino en la profundización de la exclusión social y en una élite que no está dispuesta a ceder ni un milímetro en sus privilegios. Ya debería ser una lección histórica para todos que el pueblo argentino no va a ser doblegado en sus aspiraciones ni a través del asesinato, ni de la persecución, ni de los discursos de odio.
*Diputado Nacional por el Frente de Todos, economista y dirigente del Frente Patria Grande