La premeditada y escandalosa huida de los diputados del PRO, mientras Alberto Fernández daba su tercer discurso de apertura de sesiones, inédita en cuarenta años de democracia, disimuló el vacío en las bancas correspondientes a Máximo Kirchner y Oscar Parrilli, respectiva y literalmente el diputado y el senador de mayor confianza de una Cristina Fernández de Kirchner que, de cuerpo presente, transformó, durante una hora y media, a toda la oposición y buena parte de los analistas políticos del país en sommeliers de sonrisas y gestos faciales. Un desperdicio de sutileza cuando, a la hora de la verdad, lo que vemos es solamente trazo grueso, chicanas pensadas para las redes, golpes de efecto y doctrina del gran bonete.
El error ajeno puede disimular los defectos ante los ojos de un observador poco atento pero no debería nublar el diagnóstico hacia el interior de un oficialismo que a esta altura del partido es un espectro de esa fuerza potente que parecía tener lo que hacía falta para enderezar el rumbo del país, aunque eso era, es justo decirlo, una pandemia y un conato de guerra mundial atrás, hace mucho mucho tiempo. La foto institucional puso a los tres socios principales de la coalición, el presidente, la vice y Sergio Massa, hombro con hombro durante los noventa y siete minutos que duró el discurso. En ese tríptico acaso esté la única respuesta posible a la inestabilidad estructural del Frente de Todos que condiciona y desgasta al gobierno desde el primer día.
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Si alguien esperaba todavía un relanzamiento estelar que bañara de épica a Fernández, si alguien esperaba rupturas sonoras (con el kirchnerismo, con el establishment, con Rusia, con su propio estilo), si a alguien, en fin, el mensaje presidencial lo dejó con gusto a poco, evidentemente tenía sus expectativas desacompasadas de lo que viene sucediendo a la luz del día y ante los ojos de todos desde hace dos años. Está visto: si hasta ahora nada pudo correr al presidente de su andarivel es difícil pensar que haya algo que pueda lograrlo. Esa misma prudencia con la que proyectó un futuro posible, un “sendero de desarrollo integral”, bueno pero en cuotas. Aunque honesta, no parece ser la melodía que espera escuchar esta Argentina que sufre un cuarenta por ciento de pobres.
En particular cuando muchas veces esa parsimonia puede confundirse con inmovilidad y la inmovilidad, a su vez, llega a parecerse peligrosamente a la impotencia. No lo ayuda volver a pedirle al Congreso que apruebe leyes que ya había destacado en aperturas de sesiones anteriores, como el paquete de leyes productivas que anunció en marzo del año pasado, o la reforma judicial que ahora impulsa por tercera vez. No solamente nada indica, a priori, que esos proyectos puedan reunir ahora los consensos que no tuvieron cada vez que se intentó avanzar con ellos. Por el contrario, con una parte de la coalición midiendo al milímetro sus diferencias, la proeza de juntar los votos necesarios parece cada vez más lejana. Hasta el acuerdo con el FMI flota, todavía, en esa nebulosa.
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Esa dificultad para proyectar un futuro algo más brillante también alcanza al otro ala de la coalición. La ausencia personal de Kirchner, a un mes de que abandonara la jefatura de bloque y sin que medie otra explicación que su carta de renuncia, no parece una decisión articulada en pos de la acumulación política ni de una estrategia colectiva. Su rechazo sin concesiones al acuerdo se desdibuja ante la falta de una alternativa realista. Incluso sectores históricamente alineados en el kirchnerismo se resisten a adoptar una postura testimonial en medio de una crisis, cuando el reclamo de la sociedad es, justamente, que esa crisis se resuelva de manera urgente. Ni la parsimonia ni el principismo parecen el mejor camino para que el Frente de Todos consiga un buen resultado en 2023.