La ausencia del liberalismo democrático

03 de septiembre, 2022 | 19.23

El punto de vista que organiza todo el texto de nuestra constitución es el de la democracia liberal, más allá de que la definición difiere de la que el mismo texto hace sobre el régimen político (“adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal”). Sin embargo, la democracia liberal es el nombre que históricamente ha tomado nuestro régimen “realmente existente” cuyo principal punto de referencia ideológico es la constitución de Estados Unidos. Tranquilamente se podría discutir filosóficamente este encuadre, con la sola mención de que la constitución de 1853 fue repuesta en su vigencia después de su modificación por la constituyente de 1949 -sin modificar explícitamente el corpus liberal de la original-. Esa constituyente, fuertemente asociada a los nombres de Perón y del constitucionalista Aníbal Sampay, incluiría una serie de cambios favorables al reconocimiento de los límites de la constitución vigente hasta entonces y la incorporación de aspectos de un tipo de democracia superadora del liberalismo del siglo anterior. No debe olvidarse nunca, para hablar de nuestra historia constitucional, que la el texto de 1946 nunca fue modificado según lo que el artículo 30 de la constitución de 1853 sostenía: el método empleado por la dictadura aupada en el gobierno en 1955 fue el de un simple bando militar. ¿Constitucionalismo liberal?.

Lo cierto es que la última reforma, la de 1994, no objetó este origen perverso de la vigencia de la original al momento de convocarse a su nueva reforma. Pero no es de historia constitucional de lo que se pretende hablar aquí, sino del concepto de “democracia liberal”. La línea central del debate político histórico sobre la cuestión del régimen idealmente más adecuado para regir nuestra convivencia, es la de la disputa entre “democracia liberal” y la “democracia social”. El autor de este comentario siempre se ha sentido más cerca de la idea de democracia social y en más de cinco décadas de militancia política ha terminado por confirmar fuertemente esa preferencia. La experiencia de un mundo en el que un pequeño puñado de magnates se queda con la misma proporción de la riqueza global que un ochenta por ciento de los habitantes del planeta no habilita demasiadas esperanzas de transformación balo los moldes del liberalismo democrático. Es muy difícil la construcción de un régimen político, no ya justo sino básicamente soportable, con la “igualdad” de los individuos frente al régimen político. La democracia auténtica no puede sino estar asociada a la transformación de esta realidad. Acá damos el salto: el sentido de estas líneas es el de destacar que en la Argentina de hoy la cuestión de la “democracia liberal” se ha vuelto un parteaguas de la política. Y, curiosamente, la contestación más enérgica al régimen actual -por momentos en el límite del delirio- viene más de los campamentos “liberales” que de los “populistas”.

La tradición peronista ha sido históricamente crítica de lo que llamó el “demo-liberalismo”, es decir de un proyecto de país en el que rigieran una libertad y una igualdad meramente declarativa, general y abstracta y así se constituyó en crítica de la democracia liberal. Hoy está terminando de consumarse un proceso paradójico en el que la entrega del control político al “mercado” ha generado una profunda crisis de la democracia. Una crisis en la que es el “mercado” (es decir el puñado de super ricos y super poderosos) el que ejerce la dirección política real.  Las nuevas derechas y ultraderechas vienen abandonando en manada el discurso de la democracia liberal. Y el nuevo nombre de ese desplazamiento no puede dejar de sonar de modo muy sugestivo: “libertarios” se autodenominan. Su peso electoral no ha sobrepasado, por ahora, un registro más o menos marginal. Pero eso se compensa con la enorme capacidad de extorsión sobre el sistema político, lo que empuja al viejo gorilismo antiperonista a adoptar este “nuevo lenguaje”.

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Ahora vayamos a la “coyuntura política”. Parece que hiciera muchos años que el fiscal Luciani desarrollara el vergonzoso espectáculo de una “deliberación” sobre el pedido de penas a Cristina que tenía claramente elaborado su dictamen final. También parecen lejanos los episodios de movilización popular de sorprendente volumen que se desarrollaron en solidaridad con la ex presidenta y en repudio al abominable proceso legal en marcha que por momentos pareciera que ya tiene elaborado su veredicto. Los forcejeos sobre la incumbencia de la seguridad del domicilio presidencial parecen haber cerrado con un acuerdo en el que las fuerzas de seguridad de la ciudad capital retendrían su inconstitucional potestad en la cercanía de quien es hoy no una ministra del gobierno de la ciudad sino la vicepresidenta de la nación. Todos estos acontecimientos fueron devorados por la noticia del intento de magnicidio en la persona de Cristina.

La interna de la coalición de derecha está superando todo cálculo en materia de falta de compromiso democrático. Efectivamente, la democracia (ni la liberal ni la de ninguna otra forma) no admite la definición de “ellos o nosotros”. Esos son los términos de una guerra civil y no la de una contienda política civilizada. Y detrás de ese exabrupto y de muchos otros de parecido calibre, que incluyeron el reclamo de la pena de muerte para la dos veces presidenta elegida por las mayorías que la constitución y la ley exigen, se produjo el intento de asesinato que hoy conmueve a la sociedad argentina.

En el medio de esta sucesión de acontecimientos tuvo difusión un texto que rompe con la inercia auto-destructiva de nuestra democracia realmente existente: el juez Daniel Erbetta, miembro de la Corte Suprema de Santa Fe, a través de su reflexión sobre el proceso judicial contra Cristina, realizó una contundente defensa de los principios constitucionales democrático-liberales y una denuncia con pocos antecedentes durante los últimos años. Quien escribe está completamente convencido de que lo dicho por el juez le cabe no solamente a quienes intervinieron e intervienen en las acciones contra Cristina sino a gran parte de los actores de los procesos judiciales contra funcionarios y contra militantes y líderes y lideresas sociales considerados partidarios del kirchnerismo. El principio ordenador de la intervención del juez de Santa Fe es el derecho de todos los imputados al “debido proceso”. Como profesor de derecho, Ervetta dice que los que actuaron como fiscales en el reciente capítulo de la persecución no aprobarían un examen de derecho del primer año de estudio en una facultad de derecho.

El texto del juez y los acontecimientos de estas horas actualizan un problema político argentino: el de la ausencia de una fuerza política orgánica que se reclame “democrático-liberal” y, claro, que se comporte en consecuencia. La defección del radicalismo con su acuerdo con las fuerzas herederas del conservadorismo histórico argentino, dejó vacío ese lugar político. Con toda lógica se puede argumentar que el radicalismo ya había caído en la impotencia política después de sus sucesivos y resonantes fracasos en su paso por el gobierno nacional. Pero los costos de la involución del radicalismo se hacen sentir en el sistema político. Me consta personal y políticamente que en los finales de la década del sesenta y comienzos de los setenta existía un sector político -muy representativo entre los abogados- que, aún en abierto desacuerdo con la orientación política de algunos sectores juveniles, estaban siempre “al pie del cañón” para defenderlos contra las acusaciones y defender el principio de la libertad asediado por la lógica de la “seguridad nacional” sesuda y paradójicamente estudiada en los centros norteamericanos organizados a tales efectos.

No hay hoy una fuerza política democrático-liberal más o menos influyente en la Argentina. Cómo afrontar esa carencia, muy peligrosa como es para nuestra democracia. Por empezar, hay que superar en el interior del campo popular simplismos tales como “lo único importante es la situación económico-social” o “la justicia siempre estuvo del lado de los ricos” o “a la gente no le importan las cuestiones judiciales”. Ese discurso no es popular ni peronista y termina siendo una variante más del cualuquismo antipolítico. No hay modo de hacerse el o la desentendida- respecto de esta cuestión. Como lo estamos viendo, los procesos golpistas y antidemocráticos en los países de nuestra región ya no “calzan botas militares” sino que usan de modo abundante la toga de juez. La absorción de las legítimas demandas democrático-liberales no se le puede pedir a partidos que se han alejado de ese universo para anclar -con más o menos vergüenza- en las costas del conservadorismo “neoliberal”. Es posible que los temas de la democracia liberal tengan que estar en el núcleo central de la acción de las fuerzas populares. Eso no será la renuncia a las fuentes peronistas o de la izquierda. Ni la indiferencia ante las injusticias sociales. Será la asunción de una tarea inseparable de la idea de una patria libre, justa y soberana.