Los acontecimientos se precipitaron con tanta rapidez que vale la pena repasarlos en retrospectiva para comprender, acaso, con mayor claridad el fenómeno que amenaza con cambiar para siempre la democracia argentina tal como la conocemos. La radicalización súbita y violenta de la derecha en las últimas semanas pasó del dicho a los hechos; de los discursos de odio a los palos justificados. ¿Hasta dónde puede llegar? Se cruzaron fronteras que hasta ahora no conocíamos. La pasividad, la complicidad y muchas veces la arenga por parte de un círculo rojo de dirigentes, funcionarios, influencers y empresarios ante la degradación institucional y la violencia política invitan a pronósticos sombríos. La vía de redoblar la violencia, tal como propone de forma desembozada la oposición, con pocas voces disonantes, sólo puede conducir al abismo.
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Si algo quedó en claro en estos días es que para ese elenco estable de poderosos, cuya mirada del mundo y de las cosas se refleja de manera transparente en la mayoría de los medios de comunicación y le da forma, en buena parte, al discurso público, el peronismo se ha vuelto un blanco válido. A los militantes peronistas se los puede reprimir aún cuando no hicieran nada que justifique el uso de la fuerza. A los dirigentes peronistas se los puede detener durante una protesta sin que eso despierte alarmas institucionales ni active denuncias. Los fallos judiciales pueden ser desacatados graciosamente si se señala que el juez es peronista. La oposición debe purificarse de peronistas. Los peronistas deben demostrar su inocencia. La policía, o sus jefes civiles, pueden decidir quién, cuándo y cómo visita a la vicepresidenta, si ella es peronista. Siga, siga.
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Justamente allí, cuando una persona deja de ser responsable por lo que hace y pasa a ser juzgada por lo que es, la democracia se vuelve imposible. Sin igualdad ante la ley no hay democracia. Es imposible. Y en la Argentina hace rato que no existe la igualdad ante la ley. Por razones políticas y por razones de clase: lo que hay es un Poder Judicial hecho por y para los poderosos, como puede comprobar cualquier ciudadano de a pie cuando debe visitar los tribunales. Y esa verdadera casta de funcionarios encontró en este clima de época local y global la oportunidad para asumir un rol protagonista en la vida pública, y en los políticos con los que confraternizan y comparten equipos, comidas, vacaciones y alcobas la complicidad para hacer lo que aquellos no pueden o no saben. Entre esas metas, la que tantos intentaron antes y fracasaron: construir un país sin peronismo.
Las cosas que antes se callaban, porque estaban reñidas con la opinión pública, ahora se dicen en voz alta. “Son ellos o nosotros” (sic) escribió el diputado Ricardo López Murphy, con los puños cargados de democracia. Francisco Sánchez, compañero suyo en el interbloque opositor, propuso pena de muerte para Cristina Fernández de Kirchner. El precandidato a jefe de gobierno porteño y esposo de una popular figura de la farándula argentina, Roberto García Moritán, propuso demoler el edificio del exministerio de Obras Públicas, donde ahora funcionan Salud y Desarrollo Social, para ampliar la 9 de julio, un anciano anhelo gorila. Los filtros inhibitorios, nunca muy ejercitados, ahora se vuelven tenues. La atomización interna en Juntos por el Cambio promueve una mayor radicalización y el resurgimiento político de CFK los llena de pánico, caldo de cultivo ideal.
Desde que asumió Mauricio Macri la derecha comenzó un riguroso trabajo para socavar el consenso democrático que nos dimos los argentinos a partir de 1983 y permitió el mayor período ininterrumpido de continuidad institucional de la historia. Lo hizo a través de discursos, de actos de gobierno como los desfiles militares, de fallos judiciales como el de 2x1 para genocidas; lo hizo cuando fue el primer presidente en reconocer a Michel Temer tras el impeachment a Dilma Rousseff y cuando colaboró directamente con el golpe de Estado contra Evo Morales; lo hizo con los asesinatos de Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel y lo hizo con la condecoración a Luis Chocobar. Lo hizo con la doctrina Irurzun, los aprietes en la causa cuadernos, la Gestapo para terminar con todos los gremios y el espionaje político a propios y ajenos.
En los últimos diez días se dieron dos pasos decisivos y quizás irreversibles en esa dirección. El pedido de inhabilitación perpetua contra CFK por parte del fiscal Diego Luciani plasmó en un acto oficial el intento de proscripción. La utilización descarnada de la Policía de la Ciudad como una fuerza de seguridad de carácter político, en tanto, cruza una línea roja. El sábado pasado, a partir de la instalación de las vallas de la discordia, el gobierno porteño, a través de los uniformados, se arrogó el derecho de supervisar las visitas a una funcionaria electa por el voto popular. También desalojaron con violencia protestas pacíficas por su contenido político y hasta le secuestraron a la hinchada de Defensores una bandera de apoyo a la vicepresidenta. El consenso democrático, la cáscara, ya no protege lo que hay adentro. Es la democracia en sí la que se lesiona.
El alineamiento con la internacional neofascista que tiene como referencias inmediatas al expresidente de Estados Unidos Donald Trump y al actual mandatario brasileño no hace más que confirmar las sospechas más aciagas. Las principales características de ese movimiento se configuran cada vez con mayor con claridad en Juntos por el Cambio: el discurso antipolítica narrado desde el corazón de la política, la polarización como estrategia no solamente electoral sino de gobierno, el respaldo irrestricto a fuerzas de seguridad que luego actúan como grupos de choque, la corrupción como único argumento en el debate público y la violencia organizada en las redes sociales para controlar ese ámbito. También la utilización del Poder Judicial como brazo armado del régimen y herramienta para cambiar aquello que no puede conseguirse con el voto popular.
El discurso anticomunista como factor aglutinante es otra característica que se repite. Esta semana pisó ese palito el presidente de la Corte Suprema de Argentina, Horacio Rosatti, que en una ponencia machacó sobre la orientación necesariamente capitalista de la Constitución. Poco timing: hasta Gorbachov ya está muerto. Ser anticomunista a esta altura de la historia tiene tanto valor como prevenir el contagio de viruela u oponerse al uso de tubos catódicos en los aparatos de televisión. Pero la de Rosatti no es una mente afiebrada: parece que desvaría pero en realidad habla en el código de la nueva derecha extrema internacional. Cuando dice comunismo quiere decir intervención estatal, reducción de la desigualdad, límites políticos a la propiedad privada. No es su idioma natal pero ha demostrado ser afluente en la lengua de sus patrones.
Esta confluencia de empresarios nacionales y transnacionales, medios de comunicación masivos, fuerzas de seguridad, funcionarios judiciales y dirigentes políticos no es novedosa pero sí el terreno que transita, vedado desde 1983 en la Argentina. Los antecedentes en la región, sin embargo, abundan: en los últimos años se ha visto cómo la derecha, cuando tiene la oportunidad o sabe construirla, avanza sin respetar ordenamientos institucionales: Brasil, Bolivia, Honduras, Ecuador. En Estados Unidos, Trump intentó, al frente de una alianza similar, revertir su derrota en las elecciones de noviembre de 2020 y cuando no pudo organizó un asalto armado al Capitolio. Bolsonaro, coinciden la mayoría de los análisis, prepara el terreno para hacer lo mismo este año si es derrotado en las urnas por Lula.
En Estados Unidos, el golpe lo frenó un establishment que tenía más para perder que para ganar en la quijotada de Trump. En Brasil, para hacerle frente, se unieron la izquierda y sectores relevantes de la derecha tradicional, Lula y Geraldo Alkmin. La Argentina no puede contar con nada de eso. La única barrera que se interpone entre ellos y la democracia es el peronismo, que mantiene vigente su enorme capital de movilización popular cuando se ordenan los melones. Contra eso no pudieron con bombardeos, con dictaduras ni con planes de exterminio; tampoco con entrismo, como en los 90s. No lo borró la crisis de partidos de principio de siglo. Sobrevivió a una derrota en las urnas y a los intentos de cooptación del macrismo con billetera gorda y carpetazo fácil. Por eso ahora quedó de nuevo en la mira de los de siempre, que vienen por todo otra vez.