El gobierno continúa en una instancia plagada de dificultades. Todas las circunstancias críticas están teñidas “color pandemia”, y eso no sólo agrava esa situación sino que imprime el sello de la incertidumbre. El día sábado pasado se registró un nuevo pico de contagios a nivel mundial, y ello quiere decir dos cosas: no estamos en ningún sentido en una etapa de superación y a la vez todas las políticas sanitarias llevadas adelante por los distintos gobiernos, tienen límites bastante claros. En nuestro país, luego de militar con pasión en contra de la cuarentena, esos sectores opositores ahora denuncian sus consecuencias: mayores contagios y fallecimientos; era previsible porque la relación del gobierno de Alberto Fernández con la oposición ha sido particular desde el primer día, por ejemplo cuando el macrismo, se negaba a tomarle juramente a un diputado oficialista que asumía en reemplazo de otro que pasó a ocupar un cargo en el Ejecutivo. Ese fue el aviso que la colaboración no sería la regla. Y así sucedió, porque luego de algunas formalidades en favor de acompañar al Presidente en la lucha contra el COVID-19, la oposición comenzó a jugar un rol más cercano a la intransigencia. Desde luego, no se espera que deba acompañar al gobierno sin ejercer justamente su rol crítico: esto es, en tanto representante de otro espacio político, es razonable que no apoye las políticas gubernamentales las cuales suelen ser contrarias a sus expectativas; la oposición busca torcerlas o lograr acercamientos a sus propias visiones. Es el juego de la democracia que permite y garantiza la convivencia. Es el pacto básico que nos asegura que una mayor cantidad de voces y voluntades son atendidas en la gestión de lo público, que más intereses estarán presentes.
Pero el macrismo y todo el polo opositor que lo acompaña, ha decidido suspender ese juego. No están discutiendo políticas. No argumentan en contra de la sanción de una ley o de una política pública porque tengan observaciones sobre su diseño, su presupuesto o sus objetivos. Nada de eso se observa en sus argumentaciones. No creen que una decisión política sea o no la adecuada para atender determinada situación. No construyen un discurso argumentativo atendiendo a los procedimientos o a los fines, para contradecir esas políticas que propone el gobierno de Alberto Fernández. Para decirlo más claramente: no discuten políticas, cuestionan la legitimidad del gobierno, y eso ya no es un rol de oposición. Nos encontramos frente a una situación algo inédita desde el retorno de la democracia, porque más allá de momentos de escalada en los enfrentamientos al interior del arco político, algunas reglas incluso las no escritas, se respetaban; es curioso que el macrismo que alaba sistemas políticas como el uruguayo, de alta colaboración entre partidos políticos, opte hoy por una actitud tan hostil. Sin embargo, desde la afirmación incomprensible del ex presidente respecto que su gobierno económico finalizó con las PASO, no resulta extraño que cuestionen la legitimidad del Ejecutivo para tomar decisiones de política pública, o que afirmen sistemáticamente que el gobierno no tiene programa porque no reproduce el heredado. A este actitud de buena parte del macrismo, que rechaza proyectos de ley sin siquiera leerlos, que critica la política sanitaria con generalidades o consignas de marketing, la acompaña el establishment a veces en silencio, pero en otras haciéndose oír. Dueños de grandes empresas, gerentes, asistidos por periodistas de los principales medios de comunicación, reiteran todos los días críticas interminables al gobierno; pero insisto, no propuestas políticas que cuestionan decisiones tomadas porque deben reemplazarse por otras que mencionan, no; la mayor parte son críticas que apuntan a la propia legitimidad del gobierno que suelen terminar en un único argumento y pedido principal. Alberto no es reconocido como presidente y para que acepten su victoria de octubre de 2019, es necesario que realice otro movimiento: romper con Cristina Fernández. No derivan la legitimidad del presidente del 48% obtenido, sino de aceptar las condiciones del poder fáctico, cuya principal expectativa, es el desplazamiento de la ex presidenta. Macri le dio “la orden” al peronismo respecto a que la expulsara. Y lo repiten incansablemente los programas políticos de TV y las páginas de los diarios volcados ya al rol de opositores. Apuestan a un juego peligroso, justamente por su componente antidemocrático, desconociendo los votos obtenidos y la vida de cada partidos político. Pero además, se muestran bastante ignorantes sobre cómo se desarrolla un gobierno y la democracia misma; empresarios todos al fin, imaginan que una decisión de “desplazar” a un dirigente político es análoga a correr a un gerente, una decisión técnica. El Frente de Todos es una Coalición, en la cual el kirchnerismo con Cristina Fernández a la cabeza, es una pieza clave; de hecho fue ella la que encontró la solución a las divergencias postulando a Alberto Fernández a la presidencia. Empujar una fractura de ese tipo, que de todos modos no ocurrirá, apunta tanto a la coalición como al propio gobierno; y entonces la pregunta es si el objetivo final de la oposición, sea efectivamente ese: acortar el mandato del presidente. Difícil hallar en todas esas intenciones objetivos políticos con los cuales conversar. Ante ese cuadro, ¿qué puede hacer el gobierno? Seguir abonando aquello en lo que cree: recomponer el mercado interno, acomodar la macro, mediante canales de acuerdos y consensos con los diversos sectores que componen la sociedad. Así se construyó el peronismo. Pero Alberto enfrenta una tarea extra que es la de convencer a esos sectores, tentados hoy por ciertas deslealtades, a volver a la política “normal”, a sentarse a reclamar y a pactar, pero sobre todo a aceptar las reglas del juego en el cual ser opositor implica también responsabilidades. La derecha también fracasó en Bolivia y el MAS vuelve al poder, representando la misma agenda. La oposición local, debería también leer esos datos.