Néstor Kirchner firmó un acuerdo con el FMI en septiembre de 2003 para refinanciar una deuda por casi 18 mil millones de dólares, que la Argentina no podía pagar. Implicaba revisiones trimestrales y ponía ambiciosas metas de superávit fiscal, entre otras condiciones. En marzo de 2004, tras la segunda evaluación, el país estuvo al borde del default cuando Kirchner amenazó con no pagar un vencimiento de 3 mil millones ante las exigencias del organismo. El episodio se saldó con una charla telefónica de veinte minutos entre el presidente y su titular, Anne Krueger, a horas del default. La cuota se pagó, al igual que las que le siguieron. En enero de 2006, la Argentina, al mismo tiempo que Brasil, saldó su deuda de 9800 millones de dólares y se desvinculó del Fondo.
El endeudamiento y el desendeudamiento no deben evaluarse con una lente moral. Se trata, más bien, de sopesar costos y beneficios. Y ese cálculo no tiene un resultado estático, inamovible, sino que necesariamente varía con el paso del tiempo, a veces en pocos meses. Es lícito preguntarse, incluso, si la Argentina hubiese podido sostener los niveles de crecimiento económico que le permitieron saldar la deuda con el FMI si hubiera defaulteado dos años antes. La estrategia que eligieron Alberto Fernández y Martín Guzmán se puede cuestionar, así como sus resultados (excepto que seas funcionario del gobierno, en cuyo caso es más aconsejable el silencio), pero no es honesto compararla con un recuerdo distorsionado de un recorte caprichoso de la historia.
Está claro que un acuerdo con las características del que se alcanzó este viernes es mejor que las dos opciones preexistentes: una crisis vía default o una crisis causada por la aplicación de un programa de ajuste ortodoxo. Es, sin embargo, una vara demasiado baja. Sería prematuro y voluntarioso, por otra parte, pedirle a este programa (o a ningún otro) la certeza de que se evitará una nueva crisis. Para evaluarlo, entonces, corresponde revisar sus propios méritos y flaquezas, las ventajas que trae consigo y los riesgos que vienen aparejados. Un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA) para circulación interna entre dirigentes del Frente de Todos y al que tuvo acceso El Destape, titulado “Un acuerdo posible y necesario”, lleva a cabo ese ejercicio con rigurosidad.
Para CEPA, a partir de un entendimiento con el Fondo en estos términos, el país se beneficia porque:
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“Argentina puede sostener la estabilidad financiera para crecer tanto en 2022 como en 2023”, cuando estaban programados los mayores vencimientos de la deuda.
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Logra “alejar los efectos adversos de un eventual default”.
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Consigue “despejar un horizonte incierto respecto de los acuerdos con Club de París y con organismos internacionales como el BID y el Banco Mundial” así como los “contratos con la República Popular China condicionados por el acuerdo con el FMI”.
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“Evita la puesta en marcha de reformas regresivas de carácter estructural como las reformas laboral y previsional”. También “exigencias que impliquen la expoliación del patrimonio público” como “las privatizaciones de empresas públicas”.
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“La devolución de los pagos ya realizados, en el orden de 4.500 millones de dólares, fortalece las reservas del BCRA para enfrentar años venideros”.
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Contempla “una meta de déficit aparentemente realizable si se consigue una segmentación de los subsidios de tarifas de energía tal como se preveía en el presupuesto 2022”.
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Esa meta “no supone recortes en jubilaciones, en gasto social ni en la masa salarial del sector público”.
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Por último, mantiene “la asistencia monetaria del BCRA en línea con el sendero fiscal acordado”.
A esa evaluación encuentro prudente agregar un punto adicional: la aceptación explícita por parte del Fondo, en su comunicado sobre el entendimiento, de “aumentar el gasto en infraestructura y ciencia y tecnología”.
Por el contrario, el estudio alerta sobre los peligros intrínsecos de un acuerdo de esta naturaleza, entre otros:
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El entendimiento no garantiza “evitar la exposición a los incumplimientos y por ende al default ante cada revisión trimestral”.
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Tampoco asegura “la sostenibilidad del endeudamiento luego de 2025”, que es cuando vence el período de gracia y debe comenzar a saldarse este nuevo préstamo, “en simultáneo en que comienzan a pagarse las amortizaciones de la deuda de los acreedores privados”. En concreto: “un calendario de pagos promedio en torno a los 20 mil millones anuales en el período 2026 a 2032”.
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Por eso, “es probable que Argentina deba reiniciar las conversaciones para revisar la sostenibilidad de la deuda”, a través de “más plazos con el mismo organismo o estrategias alternativas como el cambio de financista”.
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“Por el momento Argentina tendría que desembolsar cerca de USD 7 mil millones extra por los sobrecargos que el organismo impone a nuestro país”.
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“Las revisiones trimestrales pueden generar un stress financiero permanente que puje sobre la brecha cambiaria”.
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Y por último, advierte que el acuerdo no resuelve otro problema urgente de la economía argentina: “La situación económica y social del país luego de la crisis provocada por el modelo económico de Cambiemos y la posterior pandemia es sumamente vulnerable y requiere de acciones drásticas y en el corto plazo para las mayorías”.
Este último punto remite directamente a la principal virtud del entendimiento y que el informe de CEPA no incluye porque no se trata de una consecuencia económica sino política: el acuerdo, en los términos que hicieron público el gobierno y el FMI, le abre al Frente de Todos un sendero para llegar al 2023 con una propuesta electoralmente competitiva. Es un camino muy empinado, cuesta arriba y que bordea un precipicio, pero es más que lo que había antes de acordar. Para que ese potencial no se diluya (o peor, vuele por los aires) en los dos años que quedan de este mandato, resulta imprescindible que, inmediatamente después de firmar el compromiso con el Fondo, todos los cañones del gobierno apunten inequívocamente a la mejora del poder adquisitivo de las argentinos.
Después de todo, ese factor, y ningún otro, es el que nos permitirá responder la pregunta del millón: ¿Es este programa acordado con el FMI un programa de ajuste? Una forma de responder esta pregunta es entrar en el debate semántico. Para el ministro Guzmán, no se puede hablar de ajuste cuando no existe una contracción del gasto público en términos reales, que es lo que contempla el programa firmado con el Fondo. Sus críticos hablan de ajuste porque consideran que el recorte del déficit le pone un techo al crecimiento. En el gobierno aseguran que la moderación de esas expectativas de crecimiento no tienen que ver con exigencias del organismo sino con un plan sustentable a largo plazo que no vuelva a caer en una crisis de balanza de pagos.
Otra forma de responder la pregunta es esperar. En dos años y medio podremos mirar hacia atrás y encontrar la respuesta. Si el Estado recauda más y una parte de esa recaudación se vuelca a que los argentinos vivan mejor, tengan más trabajo y ganen más dinero que ahora, será difícil colgarle el cartel de programa de ajuste. Si, por el contrario, y como suele suceder con esa clase de recetas, se contrae el ingreso público y por lo tanto se resienten las inversiones en capital y las partidas de gastos corrientes para alcanzar las metas de déficit estipuladas, el fracaso del gobierno será evidente y el regreso al poder de los responsables de la deuda algo muy difícil de evitar, en 2023 o antes.
Lo cual nos lleva a una pregunta más interesante y fructífera que la anterior. El punto no es si hay ajuste o no sino quién va a pagar la deuda. O mejor dicho: depende de quién pague la deuda, vamos a poder, o no, hablar de un ajuste. En ese sentido, Guzmán dio un indicio en su conferencia de prensa: “Se trabajará en fortalecer la administración tributaria buscando atacar los problemas de evasión que han existido en la Argentina, sobre todo en el segmento de mayor contribución, y también disponer de medidas para atacar los problemas de lavado de dinero”, indicó. Si bien no está en los planes del gobierno aumentar impuestos o crear nuevos, sí se trabaja en una reforma que simplifique el régimen actual, acentuando, al mismo tiempo, la progresividad del sistema.
La ONG con base en Londres Tax Justice Network calcula que la AFIP deja de cobrar cada año el equivalente a unos 1200 millones de dólares en impuestos sobre fondos no declarados en el exterior, en guaridas fiscales. Un estudio de Mariana Dondo y Alfredo Serrano Mansilla publicado el año pasado en Télam estima que “en Argentina se deja de pagar en impuestos el equivalente a un 2,74 % del PIB gracias a ventanas legales que lo permiten”, como la exención del impuesto a las ganancias de los magistrados y funcionarios del Poder Judicial. Y un estudio del Instituto Argentino de Análisis Fiscal en 2020 llegó a la conclusión de que la evasión de IVA le cuesta al Estado unos 600 mil millones de pesos, algo más que la recaudación de un mes completo, cada año.
“A la Argentina no le faltan dólares, los dólares de la Argentina se los llevaron afuera. Necesitamos que el Fondo nos ayude a recuperar de los paraísos fiscales donde se han ido miles y millones de dólares en evasión para que les paguemos. Presidente, comprométase a que cada dólar que encuentre en el exterior se lo vamos a dar primero al Fondo, de los que la fugaron, los que se la llevaron sin pagar impuestos. Que sea un punto de negociación”, pidió Cristina Fernández de Kirchner el 10 de diciembre pasado en Plaza de Mayo. Algunos lo interpretaron como una bravuconada, otros como un boicot a las negociaciones. Hoy, ese punto también es parte del acuerdo. Aquella noche dijo algo más: “No se va a aprobar ningún plan que no sea el que permita la recuperación económica."