Es casi una certeza que no hay salida económica indolora al problema de la deuda que Mauricio Macri contrajo con el FMI.
Aún sin conocer la letra completa del acuerdo que el Congreso de la Nación deberá avalar o rechazar, por lo transcendido hasta ahora son varias las voces que coinciden en destacar que es verdad que las exigencias escaparían a la severa ortodoxia que el organismo suele aplicar a los países endeudados, a la vez que permitiría evitar un escenario de cesación de pagos con consecuencias difíciles de pronosticar.
Sobre esto último, no hay discrepancias entre Martín Guzmán, Axel Kicillof y Amado Boudou, tres expertos en economía con adhesiones que orbitan desde lo más próximo hasta lo más distante del presidente Alberto Fernández en el universo de la coalición oficialista.
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Aunque pueda haber algo de fatalismo mezclado con resignación en el análisis general, según la información disponible las opiniones convergentes podrían resumirse en una sentencia con aires de oxímoron: “No hay nada para festejar, pero podría haber sido mucho peor”.
En realidad, cualquier acuerdo va a ser mejor que el que dejó vigente el gobierno macrista, que sólo era posible de cumplir si en 2022 se aplicaba un ajuste fiscal de 18 mil millones de dólares para pagar vencimientos.
¿Cuántos ministerios había que cerrar, cuántas jubilaciones congelar, cuánta obra pública dejar paralizada, cuánto habría que haber devaluado, cuántos subsidios habría que haber suprimido y a cuántos se hubiera ido las tarifas después de eso?
Con el acuerdo firmado que dejó Macri para que Argentina pague, el país tenía un año predestinado para el estallido, el 2022.
Algo había que hacer y el gobierno algo hizo.
Si lo que hizo conforma a la mayoría como dice la encuesta que hace circular la Casa Rosada o vino a certificar el abatimiento existencial irremontable de una parte de la sociedad argentina, es otro asunto, que merece debate, por supuesto. Pero la impresión es que no se trata de una discusión de orden económico, sino más bien que avanza cada vez más hacia el terreno de la lucha política.
Las críticas no son tanto a la factura técnica del nuevo programa como a la oportunidad perdida de explorar otros caminos más útiles a la acumulación de poder de un proyecto nacional y popular, como ser la puesta en marcha de una Conadep para apuntalar el “nunca más” al endeudamiento, con citaciones periódicas al Congreso de los integrantes del “mejor equipo de los últimos 50 años” para ser expuestos en su responsabilidad financiera, política y penal, con cobertura de medios públicos en cadena nacional.
O una denuncia para que se pronuncie la Corte de La Haya -basado en el informe que recomienda declarar nulo el préstamo, del ex FMI Chris Marsh y la académica Karina Patricia Ferreira Lima-, algo parecido a lo que hizo Cristina cuando llevó a la ONU y logró que se votara el marco legal global para la reestructuración de deudas soberanas, que hoy se aplica.
La crítica, entonces, apunta a la solución tibia y posible que decidió el Ejecutivo para enfrentar un problema heredado, que algunos consideran terminará haciendo del todo suyo cuando finalmente se estampe la firma al pie del acuerdo. Frente a las intimaciones más desaforadas que se hacen escuchar, es justo aclarar que el Frente de Todos jamás planteó el no pago de la deuda externa.
Esa es una bandera histórica de la izquierda trotskista que, como es sabido, por principio ideológico, se exime voluntariamente de la responsabilidad de gobernar en el marco del capitalismo actual, decisión que confunde los desafíos de la revolución permanente con la impugnación constante de carácter infalible.
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Cosas parecidas decía el maestro Pedro Castillo cuando era candidato. Ahora que es el presidente del Perú, asediado por el agite de los mercados y el injerencismo estadounidense, lleva siete meses sin poder armar un gobierno.
Gabriel Boric en Chile todavía no asumió, pero ya criticó a Venezuela y confirmó que al frente del Banco Central quedará Mario Marcel, funcionario de la Concertación y de Sebastián Piñeira, representantes del progresismo posibilista y la derecha liberal contra la que votó la gente que eligió a Boric como presidente.
El propio Lula está eligiendo como segundo de su fórmula para el 2023 a una figura de la derecha con la intención de calmar a un establishment que lo mandó a prisión a través del lawfare propiciado desde Washington, e incluso el líder del PT está convocando a partidos que le dieron una pátina de legalidad al golpe que sufrió Dilma Rousseff en 2016.
Este es un mundo que mastica y digiere al maximalismo dogmático a igual velocidad que Jeff Bezos multiplica su fortuna haciendo dinero con el dinero.
Razón por la cual, conscientes de que el gobierno de Alberto Fernández es un gobierno débil, acosado por corporaciones y embajadas que votan todos los días, sea con el precio del dólar o con la tapa de los diarios -asunto éste que sensibiliza en exceso a la actual administración- aún aquellos diputados y senadores que adelantaron que no van a votar el acuerdo por convicción personal, se encargaron de avisar que por ahora no piensan romper el bloque.
Tal vez sea cuestión de tiempo, es cierto eso. O prevalezca la unidad más allá de la firma y se terminen resolviendo las diferencias en una PASO donde compitan entre sí los principales referentes del espacio o sus candidatos.
Imposible dilucidarlo hoy, cuando no se advierte tierra firme.
Vivimos en la transitoriedad total, casi en manos de la Providencia.