La denuncia de Fabiola Yáñez contra el ex presidente constituye una tragedia en varias dimensiones. Primero y principal, la dimensión humana: solidaridad sin fisura con la víctima y repudio y condena al golpeador. Sin excusas ni matices. Por supuesto, será la Justicia quien determine culpa y pena, pero el protocolo indica que a la víctima que denuncia se le cree y la estadística marca que casi no hay registro de falsa denuncia.
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La segunda dimensión es política: la derecha se lanzó como carancho sobre la denuncia para denostar las políticas de género, la reivindicación de derechos y la lucha por la igualdad. Porque en definitiva eso combaten: cualquier noción de igualdad.
Por supuesto, hablan de moral con la bragueta abierta. Los que despotrican contra el feminismo y se conmueven con la denuncia son los mismos que avalan el vaciamiento de las políticas de género y se reúnen con genocidas condenados por desapariciones, violaciones y robo de bebés. Son unos canallas y miserables que gobiernan como tales, jactándose del sufrimiento que provocan y alimentando el odio.
En el campo popular también hay canallas que se montan sobre la denuncia para colgarle al ex presidente la responsabilidad absoluta de su gobierno fallido. Es un intento que viene de hace rato y fracasó en las elecciones pasadas: más de la mitad de los argentinos prefirieron votar a un bufón mesiánico y a una confidente de Videla antes de elegir a Sergio Massa, un miembro estable de la clase política que lleva una década con el país estancado y la pobreza en ascenso.
Por eso, la tercera dimensión es social: la denuncia contra Fernández corona un gobierno fallido que incumplió todos los mandatos electorales, malversó la confianza y sumergió al campo nacional en una profunda e infinita decepción.
Lo expresó de manera magistral Ofelia Fernández: “No quiero esperar ni especular con estas cosas, jamás lo hice -escribió en X-. De cualquier golpeador diría primero que es un hijo de puta. De Alberto Fernández creo también que es un psicópata por haber usado durante años al feminismo y a sus militantes. Y aunque sea molesto ver hoy a muchos soretes que en la vida le creyeron a una mujer que denunciaba querer colgarse de esto mientras se ríen, creo que corresponde hablarle a las miles de pibas a las que hace ya tiempo les pedí que me acompañaran a sumarse a esto que resultó una interminable decepción. Hacerme cargo de haber creído tanta basura. Pedirles perdón y decirles que la inmensidad de esta frustración tiene que ser la razón por la que, aprendizajes mediante, y sin creer mucho en nadie, volvamos a intentar”.
Es el Everest que tiene por delante la sociedad argentina: verse sometida por una banda de canallas, desvalidos de referentes que alienten la posibilidad cierta de recrear una alternativa nacional, popular y progresista comprometida con el bien común.
No es que falten dirigentes: está Axel Kicillof, hay otros gobernadores, intendentes y dirigentes intermedios honestos y comprometidos. Pero en lo inmediato todos van a estar amenazados por la mancha venenosa que el sistema elaboró con el amasijo kirchnerista al que caracterizan poco menos que como un club de abusadores, violentos y chorros.
El kirchnerismo, por cierto, nació de sus virtudes: la AUH, el fin de las AFJP, la recuperación de YPF, el juicio y castigo a los genocidas, la mejor distribución del ingreso desde el regreso de la democracia. También la interrupción voluntaria del embarazo y las políticas que tienden a la igualdad de género, impuestas por la lucha de los feminismos que son blanco habitual del odio libertario.
Pero esos logros se han vuelto sepia por una década de renuncias y daños autoinflingidos a fuerza de malas decisiones y una soberbia decisoria que no cede. El fin de semana, sin ir más lejos, Cristina Kirchner defendió la decisión de nominar a Fernández por cuestiones geopolíticas y urgencias personales. Esa porfía del dedo alimenta el desencanto de los propios y el encanto como expectativa de un gobierno bruto y brutal.
Admitir errores y fracasos, si se reconocen de manera honesta, puede ser un buen comienzo para reconectar con una sociedad defraudada y, en gran magnitud, abandonada a su suerte.