La semana previa al 8M comenzó con una violación grupal a una joven de 20 años adentro de un auto en Palermo. Seis varones cis heterosexuales de entre 20 y 24 años abusaron de una mujer a plena luz del día en uno de los barrios más transitados, turísticos y “seguros” de Buenos Aires. En 2022 a pesar de años de militancia y concientización social, y la multiplicación de políticas públicas con mirada de género, la realidad nos vuelve a demostrar la extrema complejidad de una problemática que se asienta sobre bases sociales y culturales, y no empieza ni termina en este caso.
Hace pocos días además comenzó en la ciudad de Rawson, Chubut, el juicio por una violación en patota que ocurrió en 2012 a una adolescente que entonces tenía 16 años. El abuso ocurrió en medio de una fiesta en la casa de la familia de uno de los acusados en Playa Unión, nieto de un dirigente radical histórico . En los medios la causa se hizo pública como la “Manada de Chubut”. La víctima recién pudo denunciar en 2019 gracias al acompañamiento del colectivo feminista Las Magdalenas, ya que durante años fue hostigada por los violadores y sus allegados, vinculados a los sectores de poder político y económico provincial. En la ciudad se conocía la historia, pero la señalada como responsable era la víctima por “salir todos los fines de semana”. Tal fue la persecución que tuvo que mudarse a otra ciudad para seguir con su vida. Mientras tanto los acusados llegaron al juicio en libertad.
En noviembre de 2017 comenzó en España el juicio por un suceso que tomó trascendencia internacional como el denominado “Caso de La Manada”. La violación a una mujer de 18 años por parte de cinco hombres había ocurrido en julio de 2016 en los festejos de San Fermín de Pamplona. Los violadores se grabaron durante los abusos para alardear de los hechos y compartieron las imágenes en el grupo de Whatsapp que tenían en común, que se llamaba “La Manada”.
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Durante la investigación se conoció que la joven fue expuesta a terribles vejaciones, pero su flagelo no terminó allí, ya que proceso judicial fue profundamente revictimizante al punto que el video grabado por los violadores fue utilizado para argumentar en su contra por su aparente pasividad al momento del ataque. En mayo de 2017 la fiscalía pidió 22 años y 10 meses de cárcel para los acusados por los delitos de agresión sexual, intimidación y robo con fuerza. Pero la sentencia en 2018 logró reducirles la pena a 9 años al considerar que fue abuso sexual y no violación. Uno de los magistrados incluso en su voto particular pidió la absolución de los acusados ya que consideró que se trataba de una “juerga” colectiva y consentida. Recién en 2019, y principalmente como efecto del fuerte repudio y la presión social de los movimientos de mujeres, el Tribunal Supremo estableció que se trató de una violación y no hubo consentimiento. La condena pasó de 9 a 15 años.
No es violación en Manada, es violación grupal
Lo primero que se observa es la coincidencia en el uso del término para catalogar la violación en la justicia, pero también en los medios de comunicación y en los espacios delimitados para la conversación social: “Así los vecinos detuvieron la violación en manada de Palermo”, tituló Crónica; “Violación en manada en Palermo: ‘Todos abusaban de la chica, eran unos animales’”, dice por otro lado el diario El Economista; “Violación en manada en Palermo: ‘Había una chica y cuatro hombres desnudos en un auto’, elije titular Radio Continental; “Así reaccionaron los vecinos ante la violación en manada”, expresa el portal mdz. Incluso la etiqueta #ViolaciónenManada se instaló entre las tendencias de Twitter y redes sociales, y los editores de medios y periodistas decidieron titular de esa manera sus notas para tener un mejor posicionamiento SEO de las páginas web en los buscadores.
“Manada”, “animales”, “monstruos”, “chacales”, “enfermos”, “psicópatas”. Así se tiende a caracterizar a los violadores. La deshumanización y la psicopatologización son típicas estrategias individualizadoras, atomizadoras, de un fenómeno que es profundamente social y colectivo. Se los identifica como casos aislados, personas falladas, anormales, sin arreglo. Estos discursos sirvieron históricamente para separarlos de la imagen construida de sociedad “sana” y generar una distancia del resto en la percepción de los comportamientos y las responsabilidades de cada uno. Es fundamental entender que no es violación en manada y los abusadores no son animales. Es violación en grupo porque son varones adultos responsables de sus actos. Lo que niega esta forma discursiva y de sentido es la responsabilidad colectiva en el sostenimiento de un modelo cultural patriarcal hegemónico que produce sistemáticamente las condiciones y los actores de una futura violación.
Desde la infancia y la socialización primaria a los varones se les habilita a disponer de los cuerpos y el tiempo de lxs otrxs, a demostrar la fuerza y dominación por medio de la violencia física, y a despreciar todo aquello que ponga en duda su identidad masculina. El cuidado, la ternura, la vulnerabilidad, la sensibilidad, la empatía, el dolor, la angustia, son atributos catalogados como femeninos. Por eso para un varón la posibilidad de ser “feminizado”, de ser demarcado como “cagón” o “maricón”, o no ser considerado lo suficientemente hombre representa un juicio de valor sumamente dañino. La violencia hacia otrxs, el riesgo innecesario, los comportamientos temerarios, y el renegar de la propia vulnerabilidad, son mecanismos de defensa del propio dispositivo patriarcal.
En ese punto es que se genera el momento de la complicidad, el silencio, el hacer la vista gorda ante un hecho aberrante, el no poder decir que no . Muchas de las prácticas de violencia vinculadas a los dispositivos de masculinidad se sostienen por formas naturalizadas de complicidad machista que se conforman en los grupos de pares y son extremadamente difíciles de desarmar. Quedar como el que dice “Basta”, el que denuncia a un par varón, o pone en evidencia algo en su grupo de pares, es poner en riesgo la etiqueta de masculinidad, propia y ajena. Eso contribuye a la reproducción del silencio, a la minimización de las situaciones de violencia, y a que prácticas como la violación o los abusos nunca se desarmen.
Teniendo en cuenta dicha posición que se repite y observa con frecuencia, la única solución posible pareciera ser la punitiva, y por ende idividual. Comunicadorxs importantes que ocupan espacios en los horarios centrales de la TV y radio, e incluso referentes políticos de la oposición sobra actúan la indignación e insisten en lo necesario de aplicar la Ley para condenar y meter presos a los violadores; algunxs celebraron el escrache y la justicia por mano propia; y otrxs incluso deslizaron el debate por la pena de muerte. Sin embargo son los mismos que luego se oponen a la reforma judicial con perspectiva de género, a la aplicación de la ESI, o a la existencia del Ministerio de Mujeres, Género y diversidad. Cuando el tema abandone la agenda y baje la espuma social volverán a desatender el problema de raíz, hasta el próximo femicidio o violación grupal. Una condena firme es una forma de hacer justicia y una acción reparatoria para la víctima, pero no significa ni garantiza una transformación en los patrones de conducta de la cultura patriarcal.
¿Qué es y cómo se reproduce la Cultura de la violación?
La matriz que une a estos casos y los miles que suceden en el mundo, a la sombra de las cámaras, es la cultura de la violación que funciona en todos los ámbitos. Justamente hablamos de cultura para subrayar que es un caldo que nos antecede. Se conforma de sentidos, imaginarios, lenguajes, comportamientos, chistes, ideas, gestos, costumbres, tradiciones, silencios, mitos. Se trata de cuestiones que tanto mujeres como hombres asumimos como inherente durante décadas. El propio patriarcado garantiza que sucedan en silencio y que, de tan naturalizadas, se vuelvan imperceptibles.
La manoteada en la cola en el boliche o el colectivo; el piropo callejero; los docentes varones que acosan a sus alumnas; el chiste de violación entre varones; metáforas que vinculan masculinidad con dominación sexual; los grupos de Whatsapp donde circulan fotos de mujeres desnudas sin consentimiento; expectativas culturales que recaen sobre los varones a la hora de iniciarse en la vida sexual y obligar a las mujeres a tener relaciones; los imaginarios sobre el sexo sin protección; el consumo de pornografía o video juegos que simulan violaciones; canciones y videos musicales que glamorizan el sometimiento y la coerción sexual; frases como “las minas son todas histéricas” que ponen en duda el No de una mujer. Todos esos gestos y actitudes contribuyen al gran problema que es normalizar la violencia sexual. Si prestamos atención vamos a encontrar todavía muchas de estas prácticas recurrentes en el detalle de nuestras experiencias.
Lo primero es la degradación permanente de la mujer, su palabra, deseos, cuerpo, decisiones, logros y actividades. La mujer subordinada, inferiorizada, infantilizada, reducida, que no es un fenómeno que vemos solamente en las novelas de los 90’s, los programas deportivos o las revistas del corazón. En este juego no estamos solo los sujetos, son también las instituciones y los Estados que cumplen un rol central y activo en su reproducción o transformación. La inequidad funciona como un sistema de valores que ordena incluso el funcionamiento del poder judicial y condiciona a quienes investigan un femicidio, una violación o una denuncia por violencia de género. La duda siempre recae en los relatos de las víctimas y se problematiza su credibilidad, su consentimiento, su estado o si estaba borracha al momento de la violación. En nuestro país la mayoría de las denuncias por violación que llegan a juicio se caen o son abandonadas antes de lograr una condena por el grado de revictimización y exposición que deben enfrentar las víctimas en la justicia.
No obstante hay algo peor. La mayoría de las violaciones y casos de abuso no son denunciados. A esto se lo denomina “cifra negra” ya que no existe una estadística oficial. De acuerdo a una encuesta de INDEC de 2017 solo son denunciados el 12,5% de las ofensas sexuales (que incluyen, además de las violaciones, los intentos de violación y el contacto físico indeseado), y según la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la región sólo denuncian alrededor del 5% de las víctimas adultas de violencia sexual. Muchas prefieren callar a hacer una presentación policial y las razones son múltiples: falta de información o recursos; obstáculos burocráticos; miedo a denunciar a una pareja o familiar. Pero también un fuerte sesgo cultural de vergüenza y disciplinamiento que recae sobre la víctima. Porque si algo nos han inculcado como mantra es que “algo habremos hecho” para ser violadxs.
Si bien a nivel mundial, según la OMS, uno de cada cinco menores sufre abuso sexual antes de cumplir los 17 años, los casos de violación infantil o abuso sexual intrafamiliar representan uno de los puntos más silenciados y socialmente negados de la cultura de la violación. Este tema en particular se invisibiliza, irradia negación y rechazo de los propios progenitores de lxs niños abusadxs. El abuso sexual en la infancia se transforma en tabú porque se supone que es un momento feliz, que la familia siempre es un lugar seguro y que el sexo no es parte de esta etapa vital. Aquí se suma además el factor de temor y confusión que significa ser abusax por un adultx o miembro del entorno de afectos, o los mitos disciplinadores que indican por ejemplo que un niño varón abusado sería indefectiblemente un adulto homosexual, elementos que potencian la compulsión al silencio.
Tal como sucedió con la Violación grupal en Palermo, en los imaginarios los abusadores de niñxs son catalogados como enfermos mentales, monstruos o animales. No obstante las estadísticas oficiales del Ministerio Público Tutelar de 2020 en Argentina indican que el 80% de los casos de maltrato y abuso infantil se lleva a cabo en contextos intrafamiliares o ámbitos de cercanía. En el 75 % de los casos el agresor es un familiar, de los que en el 40% ese familiar es el padre y en el 16%, es el padrastro. En la misma línea, el 53% de los abusos sucede en el hogar de la víctima, el 18 % en la vivienda del agresor y el 10% en la casa de un familiar. Por eso es tan importante que existan políticas como la Educación Sexual Integral en la escuela o lugares seguros por fuera de las casas, donde lxs niñxs puedan expresarse, contar sus vivencias y denunciar.