Venezuela como campo de reflexión

04 de agosto, 2024 | 02.27

La cuestión de la elección venezolana trae a colación una reflexión muy importante de Gramsci. El intelectual y jefe revolucionario piensa la lucha entre los sectores que se disputaban la dirección ideológica de esa experiencia: uno de ellos revolucionario, el de Mazzini y el otro conservador, Cavour. Gramsci dice que la clave del triunfo de Cavour fue que él comprendía en profundidad el proyecto de Mazzini, mientras que al otro no le interesaba el de Cavour. Termina diciendo algo así como que en una lucha de contrarios gana el que conoce mejor la lógica de su adversario, el que “se apodera” de la contradicción.
¿A qué viene semejante salto desde una realidad nacional que nos desborda?  Por si tuviéramos pocas angustias en nuestro propio territorio, viene a asaltarnos la crisis en Venezuela…Y la cuestión venezolana no puede no pensarse y actuarse sino como una cuestión de proyecto latinoamericano y mundial. Venezuela podría completar su avance hacia una democracia profunda o degenerar hacia un estado fallido y manejado a voluntad por Estados Unidos según sea la estrategia de las fuerzas que han creado las posibilidades de una nación independiente y promotora central de la unión regional como camino central de esa independencia. 
En un proceso complejo, riesgoso e incierto, Venezuela ha resistido la ofensiva del imperio nacida de modo inmediato al triunfo político del presidente Chávez. En esa resistencia sus fuerzas dirigentes han sido respetuosos de las reglas de juego de la democracia todas las veces que han podido… y otras veces no. Así pasó cada vez que un estado latinoamericano se propuso tener una política local e internacional independiente y orientada a mejorar las condiciones de los sectores desposeídos. La fórmula de una política independiente y de un mejoramiento de las capas más postergadas de la población es mucho más fácil de enunciar que de construirla en las frágiles democracias de “nuestro barrio”. No hay ninguna experiencia del pasado que habilite a tomar con ligereza ese problema. El secreto de la fuerza que tiene la cuestión es que nuestros países se caracterizan por su retraso en el desarrollo de sus fuerzas productivas, pero ese retraso no es un producto tecnológico, sino una manifestación de su dependencia. 
Con mucha inteligencia, los estrategas imperiales han construido una línea demarcatoria de la política que engarza perfectamente y alimenta sus proyectos políticos: el fracaso de nuestras sociedades tiene su causa principal en el “atraso”, es decir en todo aquello en lo que nos “superan” las “naciones avanzadas”. Dicho sea de paso: esa mitología alimenta una concepción de lo “educativo” que lo reduce a una competencia libresca o de habilidades particulares concebidas como la clave para quedar del “lado bueno del mundo”. Pero salgamos de la digresión y volvamos al tema, a Venezuela, a las contradicciones y su síntesis dialéctica, a Gramsci, a la política…
Es frecuente en estos días una inclinación a colocarse en posiciones de “todo o nada” en el conflicto venezolano. Por razones acaso lógicas y, sobre todo, como producto de ciertas presentaciones periodísticas (entre ignorantes y serviles) el nombre de Venezuela evoca automática y contradictoriamente a la “cuestión de la democracia en la región”: parece que el resto de los países sudamericanos fueran modelos democráticos irreprochables. ¿La institucionalidad en Perú es mayor que en Venezuela? Sin embargo, no vemos periodistas en el tratamiento de la democracia en Perú apasionados o rebelados contra esa limitación. Tiene que estar muy claro que no es lo que pomposamente la politología nombra como “calidad democrática” lo que desata tantas y tan intensas pasiones. Son contrastes políticos.
En Venezuela no hay partido único. Hay partidos opositores muy fuertes, y a veces también violentos. Las oposiciones han ganado más de una elección. Y si bien nunca ganaron elecciones presidenciales produjeron y/o forzaron virajes políticos importantes. Nada de esto puede pensarse seriamente si no se incluye como parte del cuadro, la política imperial sistemáticamente orientada a terminar con la experiencia chavista. La cuestión se mueve en torno a la dificultad que supone derrotar electoralmente a la experiencia bolivariana que funciona como una alianza militar-popular y tiene logros y fracasos, pero a la que por ahora no han podido suprimir de la contienda política local. 
Pero volvamos a la reflexión de Gramsci, motivada en el proceso de la unificación italiana. La derecha pretende colocar en el centro la cuestión de la “libertad” económica e individual: el proyecto bolivariano sería populista y antiliberal (en cualquier sentido en que esas palabras puedan ser usadas). El chavismo, por su lado, reconoce su clave en la pertenencia nacional y popular y a esa ubicación somete el juicio sobre cualquier institución democrática. Siempre que se construye y reconoce un dilema de este tipo, se crean condiciones para una bipolaridad radical y potencialmente peligrosa para la república como conjunto histórico. En este caso hay que sumar la dimensión geopolítica del conflicto: para Estados Unidos se trató durante todos estos años, y más aún en este momento de una batalla por el control del patio trasero, con enormes parecidos en su tratamiento a la experiencia cubana, aunque no haya hoy ningún país que exprese una analogía con Rusia y su revolución. 
Para Estados Unidos lo que sucede es una batalla directamente asociada al orden mundial. Venezuela es el signo de una anomalía regional, la única que no se sumó de modo pleno y duradero al modo norteamericano de mirar al mundo bajo el prisma de cuáles son los países sanos y democráticos (y cuáles son amenazas del mundo libre). Aunque parezca mentira, ese mantra sigue funcionando y atrayendo mano de obra intelectual y moral en Estados Unidos y su área de influencia geopolítica. Es lógico que así sea porque no es fácil erigir una cartografía del mundo que combine de modo tan eficaz el atractivo por la conservación del modo de vida capitalista enlazándolo fatalmente con una suerte de “misión histórica” de la democracia liberal. 
Acaso lo más interesante sea el hecho de que estos esquematismos y estas rigideces, esto que Gramsci señalaría como la imposibilidad de pensar con el adversario y a la vez contra él, se han constituido en el modo predominante de pensar la cuestión de Venezuela. En esa ruta, sería pensable utilizar la experiencia venezolana para revisar nuestra relación con la democracia, la relación del mundo democrático-popular con la democracia. Con mucho beneficio podría utilizarse la relación -práctica más que teórica- de Néstor y Cristina Kirchner con la democracia. Desde sus orígenes esta relación podría ser objeto de un fructífero estudio: Néstor ganó en 2003 sobre la base de una transgresión legal que consistió en la aplicación de una “ley de lemas” de facto para facilitar su candidatura sin someterse a una interna contra Menem. Y también Néstor y Cristina aceptaron – no sin sufrimiento extremo, según cuentan- el veredicto del Senado contra el gobierno en la cuestión de las retenciones en 2008. La política no significa solamente “avances y retrocesos”: hacer política significa no hacerse cargo solamente de la propia posición frente a un problema dado, sino también hacerse cargo de la posición contraria. En el caso del que estamos hablando, significaría “radicalizar”
nuestro compromiso democrático en momentos en que se nos quiere empujar a que nos lo “saquemos de encima”. Y para eso, afortunadamente, no hace falta falsear los hechos. 
 

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