Además de las flores y el clima más amable, la primavera se caracteriza por ser la etapa del año donde comienzan las preocupaciones, observaciones y juicios de valor con respecto a los cuerpos, propios y ajenos. No es que dichos temas desaparezcan durante el resto del año, pero el aumento de la temperatura y la cercanía con la temporada estival ponen el foco de atención de todxs sobre lo físico, desde una mirada plenamente estética y normativa de lo que se puede o no hacer. Una muestra de esta tendencia se verifica en las inscripciones en gimnasios y espacios de entrenamiento, y lo que se considera la “temporada alta” en centros de belleza y estética corporal. En septiembre, octubre y noviembre la actividad aumenta cerca del 50% en volumen de clientes. Los objetivos más comunes de los consumidores son reactivar el entrenamiento que no se hizo durante el año, perder peso y moldear el cuerpo.
El cuerpo como plastilina
Históricamente el cuerpo legítimo ha sido construido y reconstruido a través de múltiples dispositivos sociales, políticos y culturales. El boom de la cultura corporal exhibida, el cuerpo mercantilizado, hizo su ingreso triunfal en Argentina durante la década del ´90 y la imposición de la sociedad de consumo. Mientras en las tapas de revistas y las publicidades se mostraban cuerpos esbeltos y bronceados de famosas modelos y vedettes acompañadas por millonarixs en las playas más exclusivas, en el mercado se multiplicaban las opciones de productos, servicios y tratamientos innovadores para bajar de peso, transformar la forma del cuerpo y acercarse cada vez más a un modelo ideal, casi inalcanzable, creado a imagen y semejanza de un sector social determinado del poder. La extrema delgadez y el bronceado (que no es lo mismo que la negritud) eran y son los rasgos, las pautas estéticas por excelencia, los símbolos excluyentes y más distintivos de un sector social al que todxs querían pertenecer. En lo concreto significaba acceder a vacacionar, viajes, estar al aire libre, dedicar tiempo a la recreación, el entrenamiento, el no hacer nada, las piletas en las casas, transitar por quintas y campos, acceder y poder elegir alimentos saludables, etc.
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La idea de “Llegar al verano” es una expresión que se repite como un slogan año tras año, y se lo disfraza con fines comerciales de mensajes de tono empoderante ligados al bienestar y la cultura fit. Lo encontramos en los medios de comunicación y los canjes de lxs influencers, pero también lo escuchamos en nuestros círculos más íntimos. Se trata de un mandato social y un dispositivo cultural que atraviesa géneros y edades y afecta, como pocas cosas, la percepción sobre el propio cuerpo y las subjetividades. Es que nada muestra más el ejercicio del poder que la conformación de prácticas cotidianas que pasamos desapercibidas y, mientras tanto, solidifican subjetividades o formas de ver, hacer y pensar. Como explica Bourdieu, en nuestra socialización hemos aprendido que lo físico expresa “la naturaleza” de las personas, y en función de ello se generan clasificaciones y categorías ordenadoras del mundo social. ¿Cómo se explica entonces la concepción del cuerpo según la estación del año? ¿De qué manera actúa ese dispositivo en términos concretos?
La idea del cuerpo de verano recae principalmente sobre el uso que haremos del mismo, los espacios que habitaremos y el modo de hacerlo. El valor de “lo físico” se mide por la posibilidad de presentarse ante la mirada del otrx, y la forma de evaluar y evaluarse según criterios ajenos. Identificar estas nociones naturalizadas y cómo afecta nuestros hábitos es parte del ejercicio de deconstrucción de la corporalidad hegemónica, y la lucha por legitimar la diversidad real, ambos gestos que forman parte de los reclamos y debates impulsados por los feminismos del siglo XXI. Dietas milagrosas, restricciones abusivas, tratamientos estéticos, entrenamientos compulsivos, depilación definitiva, bronceados irreales, son algunas de las prácticas flagelatorias que sigilosamente nos venden como “formas del cuidado”, pero en los hechos funcionan como castigos y obligaciones. “Llegar al verano” entonces se convierte en un camino de condiciones que demandan de nosotrxs dinero, tiempo, y energía. Una tortura autoadministrada con el único fin de conseguir encajar en un modelo de cuerpo, de movilidad, de habitus, que el poder considera socialmente legítimo. El sistema fordista de producción pero aplicado al propio cuerpo manipulable. Como dice Michel Foucault, en un primer momento se adoctrina al cuerpo por fuera y, luego, los dispositivos se interiorizan para producir y provocan en el sujeto prácticas concretas.
Llegar al verano no se trata de una simple continuidad de gestos humanos: transitar el calor, el sol, la playa, las actividades al aire libre, la pelopincho, las vacaciones, las tarde en el quincho, la quinta, los mates en la vereda, o una diversidad de prácticas deportivo-recreativas. “Llegar al verano” implica dejar de vivir el propio cuerpo, deshabitarlo, vaciarse, controlarse y evaluarse desde afuera, con el único propósito de arribar a un cuerpo que no es el propio. Unx se vuelve policía de sí mismx. Las publicidades muestran solo los cuerpos “dignos de ser mostrados” al aire libre, y así crecimos pensando que no hay lugar para los otros cuerpos en esos espacios, y que para ingresar unx debía pagar un costo: dejar de ser lo que unx es y esforzarse por ser otra cosa. No casualmente asociamos el cuerpo legítimo, siempre esbelto, delgado, magro, bello, flexible, proporcionado, a la diversión, la libertad, el disfrute ininterrumpido, el deseo. Cuanto más diferencia se percibe entre el cuerpo propio y el o ideal, mayor es la incomodidad, la inhibición, el juicio, la represión, el dolor. El cuerpo es el orden social inscripto y un recordatorio permanente que nos indica que nosotrxs estamos mal.
Vivimos en una sociedad atravesada por desigualdades sociales que responden a diversos sistemas de dominación: patriarcal y capitalista. En ese marco el cuerpo y su uso constituyen signos de posición social. La percepción del cuerpo propio, como dispositivo de poder, da forma entonces a una fisionomía social taxativa y clasificatoria. ¿Cómo se reproducen las desigualdades sociales a través del cuerpo? La relación que se tiene con el mundo y el lugar que unx se atribuye en él se muestra por medio del espacio y el tiempo que se siente con derecho a tomar y, sobre todo, mediante el lugar que se ocupa con el cuerpo en el espacio físico. La noción de “llegar al verano” se trata de un imaginario, un filtro anticipatorio que indica que solo ciertos cuerpos pueden ocupar espacios, disfrutar y gozar con libertad. Desde esta percepción el goce se manifiesta como propiedad de un sector y los cuerpos populares, los cuerpos pobres y fragmentados, nunca llegarán al verano.