“Juegan en Francia, pero son todos de Angola”. La frase provocativa de los hinchas argentinos en el festejo del triunfo de nuestra Selección produce un estallido de la corrección política dentro y fuera del futbol. Hay que empezar por reconocer que la frase es verdadera. Es el tono de una época en la historia del futbol. Ni en el Brasil de Pelé entre 1958 y 1970, ni en el cuádruple triunfo argentino actual (copa América, copa Europa América, copa del mundo, nueva copa América) podrían surgir cuestiones como ésta. Los brasileños de entonces y los argentinos de ahora formaron sus equipos con los recursos que había en sus respectivas patrias. El escándalo moral no explica nada. Hay que tratar de interpretar los hechos.
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El fútbol se ha convertido en una fuente central de plusvalía en el mundo legal (y también en el otro). Y a lo que asistimos es a una lucha entre tradiciones populares y lógicas de acumulación capitalista. Las grandes cadenas que se apropian de ese negocio extraordinario que es el fútbol y que no tiene rivales en casi ninguna disciplina deportiva (ni artística) juegan sus fichas en la dirección de un fútbol sin patrias. Su ideal es una “copa del mundo” en la que no compitan selecciones, camisetas ni himnos sino grandes conglomerados multinacionales que están en condiciones de apropiarse de una plusvalía que no tendría por qué diferenciarse de todas las plusvalías que en el mundo funcionan. Es decir que no hay razón para que el fútbol siga siendo nacional cuando el negocio que en él se sustenta ha dejado de serlo. No es un secreto el hecho de que funcionan planes -alguna vez denunciados por Julio Grondona- que propugnan “bajarle el precio” a las competencias internacionales de países y reemplazarlos por las competencias “interclubes”. No es muy difícil imaginar la trama ideológica de esa estrategia: “el futbol no debe ser un factor de conflicto entre naciones, hay que universalizarlo”. Lo que salta a la vista es que los centros de poder encuentran que las selecciones nacionales resultan ser una peligrosa rémora del nacionalismo, una línea conservadora de esa épica misteriosa de otros tiempos que son las patrias.
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Hace tiempo que ningún equipo argentino, por ejemplo, disputa en las instancias finales de la copa del mundo de clubes. Hemos naturalizado que la experiencia de Independiente finalista de la copa del mundo o el logro posterior de Racing que alcanzara ese título ya no pertenecen al mundo del futbol “realmente existente”. ¿Qué pasó? ¿Decayó esa reserva histórica del futbol argentino y sudamericano? ¿Ya no surgen futbolistas de jerarquía mundial como los que alcanzaron conquistas esa trascendencia mundial? Evidentemente no es así: de lo que se trata es de que la estructura de la competencia mundial ha sido radicalmente distorsionada por el poder del dinero. Y se trata también de que el fútbol se ha erigido en una fuente de extraordinaria importancia a la hora de la redistribución de esa plusvalía.
De eso habla el cantito -indefendible en más de un sentido- que entonaron los jugadores argentinos campeones de la copa de América. Lo que discutimos no es que haya personas nacidas en Angola que jueguen en la selección francesa, sino que se establezca el nombre genérico de “futbol francés” a una operación de captura de recursos de países pobres por parte de países ricos. La homologación de ese procedimiento resulta un modo elegante y políticamente correcto de naturalizar una dependencia económica. Y, claro está, el problema no son los jugadores extranjeros que se desarrollan en el fútbol francés: el problema ¡es el colonialismo!
Claro, el apellido de casi todos los futbolistas argentinos es español o italiano. Pero la Argentina no es -y nunca lo ha sido- una potencia colonial. Es más bien una víctima sistemática del colonialismo. Y lo sigue siendo, incluso en términos estrictamente futbolísticos: los hinchas argentinos sabemos que los pibes que se destacan en los clubes nuestros van a pasar más temprano que tarde a integrar los equipos más importantes del mundo. Nadie sabe cómo se sale de estos impulsos de la sacrosanta “globalización”. Pero hasta acá hemos defendido una muralla: la selección nacional de fútbol. Y esto no vale solamente porque ahora es la selección campeona del mundo y doble campeona de América. Vale porque es una política que se ha defendido y ha triunfado. Triunfó sobre los planes del “internacionalismo” imperial y sigue resistiendo a la globalización del negocio futbolístico.
Lo dicho hasta acá se expone a la crítica contra el chauvinismo, a la corrección política que descree de la importancia del futbol. Ahora bien, sería importante que nos vayamos apartando de una autopercepción según la cual los logros futbolísticos son absolutamente secundarios en el camino de la autoafirmación nacional. En este punto, también, hay que remitirse al pensamiento peronista. Los tiempos del general no fueron especialmente fructíferos futbolísticamente hablando (más allá de varios logros sudamericanos). Pero está bien revisar el compromiso de esos tiempos con logros como el del básquetbol en 1950. “Demagogia social” llamaba la oligarquía al entusiasmo nacional-estatal por aquellos logros.
No es muy “políticamente correcto” el cantito de la selección sobre la selección francesa de fútbol. Pero mucho más equivocado es pensarlo al margen de la reivindicación de nuestro fútbol. De nuestra patria. Porque en estos tiempos los futbolistas argentinos que nos representan en las competencias internacionales no solamente tienen un DNI argentino, sino que han vestido las camisetas de los equipos que históricamente nos representan. Parece razonable la defensa de un fútbol mundial que exprese la identidad de las pasiones nacionales que lo han hecho posible más que la resignación a un mundo de fútbol “sin patrias”