Diego, los orcos y la eternidad

29 de noviembre, 2020 | 00.05

Murió el Diego. Murió Maradona sin cumplir la promesa de ser inmortal, promesa que nunca nos hizo pero que sin embargo sentíamos suya. Para algunos se terminó la infancia, para otros el sueño, el fútbol, la alegría y un montón de cosas más. Maradona desasnó a quienes nada sabemos de fútbol y logró que nos encantáramos con eso que seguimos sin entender. Los ignorantes del fútbol somos doblemente agradecidos porque su habilidad milagrosa con la pelota le permitió hacerse escuchar y así convertirse en en un dios comprometido con los asuntos humanos, como dijo el amigo Beto Quevedo. El más humano de los dioses, según Eduardo Galeano.

Maradona fue lo que dijo y como lo dijo porque fue ante todo un gran artista: la pelota no se mancha, la mano de Dios, se les escapó la tortuga, me cortaron las piernas. Eligió no ser el esclavo bueno, el Tío Tom agradecido a los poderosos. Al contrario: exigió su parte de sueño con impaciencia. A diferencia de tantos argentinos exitosos que caen en una letanía alentada por los medios, nunca descreyó de la Argentina, nunca trató de brillar opacando a su país, al contrario. Pudo ser un ñoqui dorado de la FIFA y como muchos jugadores célebres ya olvidados, darse una vida cómoda y un destino irrelevante. Prefirió defender los derechos de sus colegas menos afortunados, declamar sus pasiones políticas y enfrentar a los pezzonovante, como llamaba Don Corleone a los poderosos, los que cortan el bacalao.

Es por eso que la muerte de Maradona sirve también para detectar a los orcos alérgicos a las pasiones populares, a la felicidad del pueblo. Seres penosos que se vanaglorian de ser ajenos a la alegría o la tristeza de millones. Almas abichadas.

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Como el ineludible Juan José Sebreli, intelectual embalsamado en vida, que sostuvo que Maradona era “un jugador fracasado” y dio como prueba de esa notable afirmación que el Barça le dio el pase. El cipayismo de nuestras almas de cristal reaccionarias transforma la decisión puntual de un club catalán en vara legítima para calificar una vida.

Tal vez inspirada por Sebreli, Beatriz Sarlo afirmó que la muerte de Maradona no cambia nada en “un país fracasado, que empezó el siglo XX entre los 15 primeros del mundo y lo termina entre los 15 últimos.”  La bobería ilustrada de Sarlo da un salto cualitativo: el fracaso ya no es individual sino colectivo. Por supuesto, no sabemos cual es la vara que nos colocaba entre los mejores hace cien años y hoy nos condena a estar entre los peores, pero su afirmación logra indignar a los indignados y eso siempre suma. Al parecer, la mejor distribución de la renta, el mayor gasto público, las vacaciones pagas, la universidad gratuita, la inmigración de ayer y hoy, el fuero laboral, la AUH, el matrimonio igualitario o incluso el sufragio universal nos impulsaron hacia nuestro fracaso maradoniano actual. Como Marcos Aguinis, Sarlo parece soñar con la Argentina del Centenario, un paraíso de patrón de estancia que todavía no padecía esas calamidades que nos sacaron del podio mundial.

Nuestros orcos suelen verse reflejados en un mundo que consideran virtuoso en contraposición a un país que les dio fortuna y reconocimiento pero que sin embargo desprecian. Lo extraño es que hoy esos países que juzgan serios lloran la muerte de Maradona junto a la Argentina bárbara. La alergia a lo popular de los orcos terminó alejándolos del mundo que sentían como propio. Abichados y solos. 

Como escribió Mariana Enriquez, “Diego sabía, en vida, que viviría después de la muerte y eso es demente y es inimaginable e incompatible con lo que entendemos como cotidiano; por eso no puede haber reproches, porque nadie sabe cómo es ser un mito viviente y vivir así. Nadie. Él tampoco.”

Descanse en paz, Diego.

Imagen: Dos orcos observan azorados como el mundo llora a Maradona (cortesía Fundación LED para el desarrollo de la Fundación LED)