La renuncia de Alicia Castro a la embajada en Rusia, en repudio al voto de la Cancillería contra Venezuela, exhibió las diferencias profundas entre socios de una alianza electoral que no termina de fraguar en coalición de gobierno.
Como se publicitó en campaña, el Frente de Todos unió dirigentes y militantes de perfiles e historias distintas, incluso contradictorias. Pero con el triunfo, la mixtura mutó en un loteo de los espacios de poder. Hay funcionarios y dirigentes que se desconfían más de lo que se toleran. Es normal. El asunto se vuelve peligroso si, como ocurre en varias reparticiones del Estado, la desconfianza emula una escena de Tarantino: todos con el dedo en el gatillo y apuntándose entre sí. Lo natural, en ese caso, es que nadie accione. Y así la auto preservación deriva en parálisis.
Las diferencias respecto a Venezuela, las tensiones distributivas en el Ministerio de Desarrollo Social y la descoordinación económica son borbotones de un volcán en ebullición. A esa temperatura, cualquier rumor es una chispa explosiva. Pasa con las versiones de cambios en el elenco gubernamental. Miguel Pesce, titular del Banco Central, lidera las apuestas, pero la lista de supuestos recambios involucra a medio gabinete, todos bajo el mismo reproche: falta de actitud y aptitud frente a la crisis.
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Nacido y criado en la política de palacio, el presidente Alberto Fernández dedica tiempo y atención a esas intrigas, de las que también participa la oposición "moderada", impulsores de una "Moncloa" que les otorgue espacios de poder que el voto popular les negó. Los dirigentes PRO Emilio Monzó y Rogelio Frigerio participan de ese “operativo fastix”, en alianza con Sergio Massa y el Chino Navarro, dos oficialistas que estimulan el gusto presidencial por sellar grietas.
En esa línea trabaja también Héctor Daer y parte de la CGT, que se auto perciben celestinos de un pacto de cúpulas entre el presidente y la AEA, el club de empresarios VIP comandado por Héctor Magnetto (Clarín) y Paolo Rocca, de Techint. Alberto, por cierto, no precisa intermediarios para esos vínculos, pero aún se entusiasma con la idea de un Pacto Social que reúna en una misma mesa a sindicatos, empresarios y oposición. Sería una típica -e históricamente poco eficaz- respuesta de palacio al creciente drama social.
No sé aprecia negocio político favorable a Fernández en el pactismo de cúpula que le ofrecen. Además de minar su autoridad presidencial -ya erosionada por el devenir cruel de la pandemia, daños autoinflingidos y una oposición piromana-, el pacto limitaría la agenda a un núcleo de coincidencias que operaría como corset a medida de la élite, justo cuando las mayorías populares asfixiadas requieren de un liderazgo dinámico, audaz y creativo capaz de clarificar el horizonte para la mitad pobre de un país injusto.
Al contrario de la oxigenación que el gobierno precisa, la mesa pactista huele rancia. Buena parte de los invitados, por caso, no cuentan con el beneplácito social. Una encuesta elaborada por la consultora Analogías reveló que el 58,1% de los argentinos creen que la oposición no ayuda al Gobierno para enfrentar la crisis, mientras que el 69,1% considera que los grandes empresarios argentinos no colaboran para que el país se recupere. En esa misma encuesta, Fernández muestra un balance de imagen a favor de 16,9 puntos, un diferencial que no exhibe casi ningún otro político argentino.
¿De qué le sirve al presidente juntarse a pactar con figuras que son percibidas como parte del problema y no como solución?
Es evidente que cualquier salida a la crisis debe incluir a empresarios, sindicatos y representantes opositores. Pero una cosa es convocarlos a sumarse a un plan de reconstrucción liderado por el gobierno y otra es que el Ejecutivo ejecute medidas de un plan diseñado por otro, como pretende la entente AEA-CGT.
Hace aproximadamente un año, Alberto obtuvo los votos para sacar a la Argentina del desahucio macrista, pero desde entonces pasó una eternidad. El gobierno necesita reconectar a su base electoral para energizar su relanzamiento. No es necesario la movilización callejera para activar el rumor de la calle. Como lo demuestra la alta adhesión social al demorado "aporte especial de las grandes fortunas", las mayorías populares hacen oir su respaldo cuando la causa convoca. Es cuestión de activar esas causas justas -y de imponer esa agenda- para encender a sectores sociales hoy apagados por la responsable desmovilización sanitaria, pero también por la indecisión política.
“Yo soy un reformista” se autodefinió el presidente en enero, a pocas semanas de asumir. Era otro país. La pandemia alteró el plan de vuelo: Argentina hoy no precisa una reforma, como le hubiera gustado al presidente, sino una refundación.