Hay un país real y un país que hay que volver a soñar.
En el primero, la Corte Suprema de Justicia, última palabra en materia constitucional y cabeza de uno de los tres poderes del Estado, hoy reducida a un tribunal bonsái de apenas cuatro integrantes, es medularmente macrista.
Entre sus miembros, todos varones, hay uno que se fotografiaba con Sergio Moro, el juez que metió preso sin pruebas a Lula; dos que aceptaron ser cortesanos mediante un decreto de necesidad y urgencia firmado por Macri, y un cuarto que vota como los tres anteriores.
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El supremo tribunal es el que decide si el Ejecutivo y el Legislativo, es decir, los otros dos poderes del sistema republicano de gobierno, violan o no la Carta Magna con sus decretos o leyes.
En cualquier caso, sus fallos son la última palabra, sólo revisable por la CIDH después de un proceso más extenso que la duración de los mandatos surgidos por elección popular.
Su poder de fuego es inmenso.
También en el país real, el procurador general, el jefe de todos los fiscales, es un abogado designado por Macri a través de un decreto para ejercer el cargo de manera transitoria. Sin embargo, lleva media década ahí. Eso es poder.
Eduardo Casal, de él se trata, además de asistir vestido de cowboy a la embajada de los Estados Unidos cada 4 de julio, obra milagros que provocan el delirio de la grey cambiemita, como el exitoso blindaje a Carlos Stornelli, a la vez fiscal de la Nación e imputado procesado por espionaje ilegal y extorsión.
El fuero federal porteño, el que administra el día a día del lawfare, tiene una mayoría de jueces y camaristas que también son macristas. Algunos de ellos con decenas de denuncias que usan el Consejo de la Magistratura para dormir el sueño eterno de la inactividad.
Los principales medios de comunicación, además de hiperconcentrados, son indisimuladamente cambiemitas. Los únicos matices observables es que se dividen entre los que responden a los halcones y los que se autoperciben como palomas. O sea, si son macristas con o sin barbijo.
El voto en la zona núcleo, donde se producen las materias primas del agronegocio generador de los dólares tan valorizados en época de sequía de reservas como la actual, es macrista.
La última elección de medio término, aunque después hubo un repunte, la ganaron los macristas.
La Asociación Empresaria Argentina (AEA), que reúne a Techint, a la Sociedad Rural, a los bancos extranjeros y la Cámara de Comercio de los Estados Unidos, también es macrista.
Hasta el FMI, cuando tuvo que optar entre Macri y Alberto Fernández, puso a disposición del primero el mayor préstamo en la historia del organismo para que obtuviera su reelección.
Después está el anticristinismo o el anticamporismo, que no llega a ser macrista. De eso hay a montones. En la UBA, en la cúpula de la CGT, en la dirigencia de ciertos movimientos sociales, en los colegios profesionales, en las gobernaciones, en la Iglesia y en el PJ. Hasta en la coalición oficial hay.
Frente a este panorama, el del país real, que por momentos parece inconmovible, ser posibilista es presentado como un rasgo de sensatez política.
El presidente es el que opera sobre esa realidad. Está en el área, frente al arco, no en la tribuna. Toma decisiones obedeciendo a su instinto de supervivencia. No es un revolucionario, no rompe el orden existente, pretende modificarlo de a poco o evitar, al menos, que desmadre hacia el caos. En lo posible, busca hacerlo con el concurso de sus actores.
Desde esa concepción de las cosas, el principio de acuerdo con el Fondo es todo un éxito. Desde Washington no piden reforma laboral, ni jubilatoria, ni devaluación. Los modales zen de Martin Guzmán parecen haber surtido efecto sobre los ásperos funcionarios de Kristalina Georgieva.
Pero esos mismos funcionarios dejan trascender que van a pedir reducción de subsidios y aumento de las tarifas de los servicios públicos, dejando en evidencia que piensan opinar y bastante sobre las cuentas nacionales en los próximos años, medidos en trimestres patibularios.
Las tristemente célebres “condicionalidades” son eso. Hoy una segmentación, mañana un aumento del gas, pasado la supresión de un organismo estatal deficitario. O un ministerio, o una secretaría, o un proyecto aeroespacial que necesita demasiados dólares para convertirse en realidad.
A cambio de los dólares que el país necesita para pagarle al Fondo, a los bonistas y asegurarse algunos billetes más para consolidar el crecimiento económico, el gobierno sincera la situación de debacle: el país resignó soberanía cuando Macri acudió al Fondo a pedir plata y este acuerdo, aún sin conformar a nadie, es lo menos malo que pudo conseguir.
En este escenario de tierra arrasada, donde el poder con poder de verdad es macrista, el gobierno hace lo que el presidente cree que es posible. Está persuadido, se siente timonel y da señales de que si hace falta poner en riesgo a la coalición oficialista, base y sostén de su propia administración, lo va a hacer.
Como todo dirigente, siente que la Historia le habla al oído y le dice lo que necesita escuchar.
El país real es un cáliz amargo. Va de boca en boca produciendo náuseas. Por desgracia, convierte a la política en administradora de sacrificios insoslayables.
Es de un racionalismo penitenciario: después de tantos años, si hay buena conducta, con algún beneficio y si el juez no se opone, tal vez, nada es seguro, llegue el momento de la felicidad.
Horrible. Alguien tiene que soñar con otro país.
Cuando Máximo Kirchner renunció a la presidencia del bloque de diputados del Frente de Todos concentró críticas transversales. Oficialistas y opositores lo tildaron de “irresponsable”. Las más envenenadas, las de verdad, salieron desde la Casa Rosada, alimentadas seguramente por el despecho.
Su carta de renuncia fue bastante clara. El desacuerdo con el acuerdo no es lo fundamental del mensaje. A Máximo Kirchner lo subleva la idea de que el capital político acumulado en doce años de gobiernos kirchneristas se extinga como consecuencia de la aplicación de recetas impopulares que, por un lado, conciten el apoyo del FMI y Juntos por el Cambio; y, por el otro, erosionen al espacio kirchnerista hasta jibarizarlo.
Aunque criticada, su decisión oxigena la escena. Porque pone en boca de un dirigente de apellido ineludible en la coalición lo que el voto mayoritario del FdT viene rumiando hace tiempo. Jerarquiza la bronca, la politiza y, a su vez, intenta contenerla dentro del espacio nacional, popular y democrático.
Quizá el hijo de los Kirchner no tenga una solución a todos los temas mejor que la de Fernández, pero su carta es un primer paso para recuperar la soberanía de los actos propios del kirchnerismo, raleado en el gobierno producto de un desequilibrio inexplicado, antes de sucumbir al fatalismo posibilista de Corea del Centro.
Alguien tiene que soñar con atajos al futuro.
Alguien tiene que soñar.