Formo parte de una generación a la que en sus primeros años escolares le inocularon la historia argentina sobre la base de una sórdida interpretación que hacía de los grandes hombres de nuestra independencia muñequitos de cartón sin ideología, sin militancia política, sin nada, en fin, que justificara el uso del adjetivo “revolucionarios”. En las aulas de aquel tiempo no se hablaba mucho de Perón y el peronismo: de vez en cuando recibíamos dosis homeopáticas sobre el “tirano prófugo”, y la información sobre los libros escolares de su época con la exaltación de la personalidad del líder. Pero el muchos chicos de mi edad -y yo mismo- intuíamos algo que estaba escondido; ese algo se infería de la clara indicación, en mi caso de mi madre, acerca de la inconveniencia de hablar de Perón -ni mal ni bien-simplemente callar e ignorar su historia.
Ya en la juventud, la rebelión popular de obreros y estudiantes en la ciudad de Córdoba, en mayo de 1969 nos metió en la historia real, sistemáticamente acallada en los medios de comunicación y, según pude comprobar, borrada del relato de la escuela secundaria y, luego también de la historia argentina relatada en las universidades. Después vino el triunfo peronista, la histórica plaza de mayo de festejo por la recuperación de la democracia con una multitud que cantaba por Perón y también por Salvador Allende -entonces presidente de Chile- y por Osvaldo Dorticós, miembro de la conducción política del estado cubano dirigido por Fidel Castro. Todo eso fue el bautismo político de una generación que después protagonizaría una saga fervorosa y valiente -tanto como discutible en términos estratégicos- que incluyera el conflicto armado y su trágica desembocadura en el terrorismo de estado cívico-militar-empresarial que se desatara en marzo de 1976.
¿Qué tiene que ver todo este relato con nuestra realidad actual? Con nombres e historias cambiadas, la sombra de un profundo antagonismo vuelve hoy a cernirse sobre nuestra vida política. Así como se creó el demonio peronista -que llegó a justificar no solamente la persecución de su militancia y su larga proscripción política sino también la persecución a un cadáver -el de Evita- al que se sometió a todo tipo de vejaciones. Así, también, como se inventó el mito de los dos demonios para justificar el terrorismo de estado, y como se manipuló la interpretación de una generación cargada de sueños y de entrega militante, poco menos que a un proceso de crisis de la relación familiar entre generaciones (hay trabajos de investigación política y sociológica que ilustran la cuestión), hoy asistimos a un nuevo operativo autoritario de imponer una interpretación autorizada y excluyente de la historia de nuestro país posterior a la grave crisis nacional de fines de 2001 que tuviera también sus aristas sangrientas en la represión de nuestro pueblo y nuestra juventud.
Este proyecto lo hacemos colectivamente. Sostené a El Destape con un click acá. Sigamos haciendo historia.
El demonio tiene hoy nombre y apellido: se llama Cristina Kirchner. El obsceno derroche de calumnias, mentiras y golpes bajos del que es objeto la actual vicepresidenta de la república ocupa, de pleno derecho, un lugar en la trama de la creación de una historia oficial en la que los malos y los buenos son siempre los mismos: están los “republicanos” y los “populistas”, del mismo modo que en los tiempos de Perón, en los de la proscripción “democrática” del movimiento por él creado, así como de diversas manifestaciones de lucha protagonizados por partidos y corrientes de izquierda. Se prepara el camino de la proscripción política de Cristina. Para demostrar que no es así, haría falta que los insultos de los periodistas del establishment y del fiscal Luciani fueran, aunque sea, “matizados” por alguna prueba más o menos persuasiva relacionada con aquello de lo que se la acusa. Pero esto no puede ser así porque sería una mezcla inadmisible de géneros: la mezcla del agravio ruidoso y sostenido con el argumento sólido y concreto.
La historia argentina gira como un carrusel y vuelve siempre a su punto de partida. Pero vuelve transformada. A veces para peor, porque a diferencia de los años que van desde 1945 hasta 2001, la derecha colonialista tiene hoy una expresión política. No necesita recostarse exclusivamente en los resortes del poder fáctico (la corrupción judicial, los medios de comunicación oligopólicos, los implantes sistemáticos de “cuadros estatales” que manejan siempre resortes centrales del poder gane quien gane las elecciones, y los circuitos internacionales que participan y hasta coordinan el funcionamiento del aparato de dominación. Hoy tienen una fuerza política. Y hasta se dan el gusto de mostrar impúdicamente el uso de las carpetas armadas por buchones, no solamente para agraviar a sus enemigos políticos sino para ventilar sus propias diferencias internas. Es “la vidriera irrespetuosa de los cambalaches” que describiera Discépolo magníficamente a mediados del siglo pasado.
El país vive momentos económicos, sociales y políticos muy difíciles y de tratamiento extremadamente complejo. El reingreso del FMI al control de los recursos públicos (eso que el país no sufrió desde el gobierno de Néstor hasta la decisión de Macri de llevarnos a un colosal endeudamiento que no es otra cosa que un recurso de los grupos de especuladores más poderosos y concentrados del país) ha puesto a los argentinos al límite de la impotencia democrática para decidir cursos independientes de acción. Y esa pérdida dramática de soberanía es festejada por los poderosos y poderosas del país como la salvaguarda contra el gasto público irresponsable del “populismo” y la garantía que cimentará un “nuevo orden”: con salarios más baratos aún que los actuales, con sistema jubilatorio desguazado -como en los tiempos de las AFJP- con trabajo esclavo o semi-esclavo, y otros requisitos de la acumulación sin frenos de capitales, predominantemente especulativos.
Como se ha dicho, la derecha tiene ahora una fuerza electoral competitiva, por primera vez desde el triunfo de Yrigoyen en 1916. Por eso el establishment confía en una variante relativamente “pacífica” de las incursiones autoritarias, a diferencia de las del siglo pasado. Confía además en que puede lograr un clima de indiferencia social y política, más o menos como consiguió por vías de extrema violencia en los tiempos de la última dictadura. Surge entonces la pregunta, con qué herramientas cuentan quienes sostienen los derechos del trabajo, los principios de la igualdad social, la plena libertad de expresión -hoy conculcada “de facto” por la plenitud del dominio de las grandes corporaciones mediáticas, que se beneficia de la pasividad estatal adornada por la idea de que las emisoras estatales no tienen que “hacer política”. Es un mundo distópico: todos tienen derecho a la plena libertad de palabra menos los gobiernos democráticamente electos por la ciudadanía.
Está notablemente claro que Cristina Kirchner es el obstáculo largamente principal en el plan ideado para conseguir una “democracia ideal”. Una en la que no haga falta represión violenta ni proscripción política (excepto la de “una mujer”). Lo mínimo a lo que se debería aspirar en un país y un pueblo con la historia de lucha y de rebeldía que tiene el nuestro, es que no permitamos que el plan se consume. Sin embargo, no han de faltar quienes crean que la proscripción de Cristina pueda allanar el camino de su propia “posición en la política”. Que el país con Cristina excluida del juego democrático logre “pacificarse”, terminar con la grieta, saltar el antagonismo. Esa historia ya la vivimos los argentinos y argentinas. Parafraseando a Brecht “primero se llevaron a Cristina y no me importó”.