Hasta cuándo con esta Corte de Macri

El único de los tres poderes del Estado que no es electo. Cómo funciona hoy la Corte Suprema y por qué es el máximo tribunal del ex presidente. 

14 de noviembre, 2022 | 00.05

Más de diez años atrás el talentoso Diego Capusotto realizaba un Programa de radio cuyo nombre era “¡Hasta cuándo!”, hoy posible de escuchar por Youtube y muy recomendable por su actualidad crítica en clave humorística caricaturesca. Con su clásico humor -cáustico y profundamente descriptivo de variados estereotipos de época- presentaba disparatadas personificaciones de radioescuchas que, desde muy temprano -la audición se decía diaria en vivo desde las 07.00, aunque en realidad iba los sábados por la tarde-, se quejaban de nuestro país, anunciaban catástrofes de las más diversas y proponían acciones violentas extremas para hallarles remedio. Nuestro Más Alto Tribunal, una Corte de Macri, de servidores no públicos, bien podrían obtener como respuesta a sus avasallamientos una frase similar a la de aquel ciclo radial, aunque sin causarnos gracia a pesar de que sus decisiones suenen a chistes…de mal gusto. 

Una República que se precie de tal

La tan vapuleada concepción republicana que, paradójicamente, es invocada por quienes se empeñan permanentemente en deconstruirla, exige en el marco de nuestra Constitución Nacional la vigencia irrestricta de la independencia de los tres clásicos Poderes del Estado.

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Una premisa ineludible de ese basamento republicano es, precisamente, el absoluto respeto del principio de no injerencia ni intervención de uno de los Poderes en las esferas específicas de cualquiera de los otros. Regla, inexcusable para todos ellos.

El Poder Judicial está comprendido obviamente por ese mandato constitucional, por lo cual ciertas materias, cuestiones o decisiones -opinables o no, compartibles o no, consideradas acertadas o no- están fuera del alcance de la Justicia y, técnicamente, se califican como “no justiciables” o “no judicializables”.

El equilibrio entre los Poderes del Estado, los llamados pesos y contrapesos que aseguren un funcionamiento de cada uno de los Poderes como, particularmente, la garantía de que ninguno sea invadido -y gobernado- por los restantes, es un presupuesto ineludible para la existencia de la República tal como ha sido diseñada por nuestra Ley Fundamental.

No agotan la capacidad de asombro, sin ser asombrosos

La magistratura en general, con mayor visibilidad en algunos Fueros (el Penal Federal, por caso), muestra una de las peores imágenes institucionales de cara a la sociedad. 
El deteriorado servicio de justicia, que responde a múltiples causas, no genera confianza alguna en la ciudadanía, provocando especial disgusto el manejo discrecional de la duración de los juicios, la creciente falta de empatía con litigantes y profesionales del Derecho, junto a la imprevisibilidad de sus resoluciones por las reiteradas arbitrariedades en que se incurre con claro apartamiento de lo que la ley establece. 

Sin que tomen nota de ese justificado malestar social, se advierte una marcada tendencia de jueces, fiscales y funcionarios judiciales -como de las asociaciones corporativas que los nuclean- en abroquelarse como una suerte de familia patricia en defensa de privilegios anacrónicos.

Comportamiento que se ha puesto claramente en evidencia, con motivo del debate en Diputados de la Ley de Presupuesto y la eventual extensión a los miembros del Poder Judicial de una obligación tributaria para cualquiera del común que cuente con determinado nivel de ingresos: el pago del impuesto a las ganancias.

Allí sí, sólo y únicamente, han advertido un “peligro” para la independencia del Poder Judicial, a pesar de que -por ley sancionada en el 2017- muchos de los que lo integran desde entonces pagan ese tributo como cualquier hijo de vecino, sin que se plantee a su respecto un riesgo similar.

El festival de medidas cautelares en favor de distintos factores de poder, que inmovilizan acciones emprendidas por el Poder Ejecutivo o privan de vigencia efectiva a leyes sancionadas por el Congreso, tampoco depara alerta alguna de aquella índole ni despierta reacción ninguna de sus “Asociaciones” representativas.  

¿Por qué de Macri?

En diciembre de 2015, a días de asumir la presidencia, Mauricio Macri pretendió hacer entrar por la ventana a dos nuevos jueces Supremos, apelando a un decreto ordinario y eludiendo el proceso expresamente contemplado por la Constitución: la designación por la Cámara de Senadores a propuesta del Poder Ejecutivo y siguiendo los trámites específicos con ese objeto. 

La gravedad institucional de esa jugada presidencial fue, quizás, menor aún que la disposición de los elegidos (Rosatti y Rosencrantz) para ocupar esos cargos, teniendo en cuenta que el Cuerpo del que formarían parte es no sólo la cabeza del Poder Judicial sino el Máximo Tribunal Constitucional.

La actual disminución a tan sólo cuatro miembros en la integración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que ni siquiera supone un número impar para zanjar disidencias, constituye por sí misma una anomalía que conspira contra un recto y debido ejercicio del delicado cometido que se le asigna.

En esa precaria composición se denotan otras situaciones que comprometen todavía más las elevadas responsabilidades a cargo del Alto Tribunal, a poco que se analice algunas que hacen a las personas a las que se “confían” tan relevantes funciones.

El juez Maqueda a la espera de su jubilación y de que no se hagan olas acerca de circunstancias que lo tuvieron como protagonista principal, como es el caso de las irregularidades notorias en la Obra Social del Poder Judicial que preside, en virtual estado falencial.

El juez Lorenzetti que fuera desplazado del lugar en que se había entronizado por más de una década, como Presidente de la Corte, sitio en el que se hallaba cómodamente apoltronado, sentado sobre la “caja” del Poder Judicial de la Nación y disponiendo de la administración de cuantiosos recursos cuyo direccionamiento brindaba un poder adicional, nada desdeñable. 

Los jueces Rosatti y Rosencrantz, con un pasado reciente que los condena y un presente plagado de conflictos de intereses personales, profesionales e institucionales.
Todo lo que compone un cuadro de época que podría ser parte de una muestra pictórica junto con las imágenes más distópicas de Dalí, que nos pinta una realidad que se pretende sin salida institucional y que, por sí misma, opera con una fuerza ostensiblemente desestabilizadora.

Claro que a donde hemos llegado no resulta de una catástrofe imprevisible, ni de fenómenos climáticos ingobernables a los que solía aludir Mauricio Macri para ocultar o disimular su pésima gestión de gobierno en términos del país y sus habitantes, no de él y los grupos económicos siempre favorecidos en su presidencia.

A la vista de lo que ocurre y de lo que puede suceder de continuar esta escalada autoritaria, antirrepublicana y antidemocrática de la Corte, bien se justificaría un examen de conciencia política de los Senadores -propios y extraños- que le dieron el placet a los dos cortesanos resueltos a y satisfechos de irrumpir por una ventana del cuarto piso del Palacio de Tribunales de la mano, generosa, de su benefactor y a quien tanto le deben.

A los que no elige el Pueblo actúan como Poder Supremo

Sabido es que en nuestro país los jueces del Máximo Tribunal, como también sucede con los magistrados de los tribunales inferiores, ocupan sus cargos -con carácter vitalicio o casi, hasta cumplir 75 años de edad-, como fruto de una decisión no sometida a la voluntad popular.

Es parte de un diseño constitucional forjado en el molde de la Carta Magna de EEUU, pasible de serios reparos no tanto por su fuente sino por su evidente sentido antipopular, al crear una suerte de contrapoder “no democrático” (pasible de reconversión antidemocrática) que impida lo que a juicio de las minorías elitistas pudieran constituir excesos de democratismos populares, o “populistas” en una terminología tan propia hoy de los sectores reaccionarios. 

A pesar de ese rasgo que los distingue desde su origen, con los consiguientes riesgos de derivar en autocracias togadas, la evolución de los sistemas políticos democráticos y republicanos no toleran sobreactuaciones del Poder Judicial que impliquen, en la práctica, relegar a un segundo plano subordinado a los otros dos Poderes del Estado ni, mucho menos, pretender sustituirlos en sus competencias específicas.

Sin embargo, atravesamos un tiempo por demás convulsionado en el cual una parte del Poder Judicial convalidado por la propia actuación de la Corte Suprema, se exhibe sin pudor como no sometido a ninguna regla que no sea su voluntad en tanto expresión de intereses personales o de aquellos a los que disciplinadamente sirven.

Un decisionismo judicial, que cuando se manifiesta desde la cabeza del Poder Judicial lleva inexorablemente a un gravísimo conflicto de Poderes sin solución jurídica, que habrá de dirimirse exclusivamente incursionando en el campo de la política para volver al cauce constitucional o dejar que vaya barranca abajo entregándonos al peor de los gobiernos, el de los jueces.

Disciplinar para prevenir contratiempos a los poderosos

El modo en que la Corte se ha propuesto intervenir en la política para controlar y disciplinar al Ejecutivo y al Legislativo reconoce numerosos ejemplos, tanto por acción -dictando determinados fallos- como por omisión -cajoneando expedientes que no resuelve-. 

Esto último, consiste en un resorte vital para pretensiones de esa especie ya que, estando exenta de plazos para decidir las causas, puede inhumarlas o exhumarlas a su antojo y según su “prudente y selectivo” arbitrio.Las maniobras urdidas con respecto al Consejo de la Magistratura, entre cuyas funciones se distingue la selección y elevación de ternas para la designación de magistrados de todos los Fueros en jurisdicción nacional y federal, no tienen parangón.

Por decisión de sólo tres de sus miembros en diciembre de 2021, la Corte llevó el absurdo jurídico a límites impensables, sin precedentes nacionales ni internacionales, al darle vida (vigencia) a una ley muerta (derogada y sustituida por otra), que además supuso sustituir al Congreso de la Nación en una atribución exclusiva por ser una actividad legisferante y específica por resultar de una delegación expresa de la Constitución Nacional la de regular la composición e integración del Consejo de la Magistratura.

Ah … todo eso lo hizo transcurridos 15 años de fenecida la normativa que resucitó, resolviendo en una causa promovida por una asociación de abogados que reúne a los patrocinantes y asesores de grandes empresas nacionales y multinacionales, en la que militan también ex funcionarios de las dictaduras y defensores de genocidas.

La Argentina, sin embargo, impide pensar colmada la capacidad de asombro, tal como resulta del “fallo” (nunca más literal en tanto falencia premeditada e inadmisible) dictado el 8 de noviembre de 2022, por el cual dispuso dejar sin efecto una designación del Senado de la Nación en orden a quien debía integrar el Consejo de la Magistratura en representación de ese Cuerpo y ahora sí sin sorprender, pretendiendo desplazar a Martín Doñate -ligado al oficialismo- del lugar que ocupa en ese Órgano reemplazándolo por el senador Luis Juez, un conspicuo opositor ligado a Macri.

Una descarada injerencia en otro Poder del Estado, en un tema fuera de las atribuciones de la Corte Suprema ni del Poder Judicial en general, no justiciable y que invade una esfera de competencia exclusiva y excluyente del Senado de la Nación. Tal como se había establecido en las dos sentencias anteriores, en primera y en segunda instancia.
Como otra nota de color, oscuro, la sentencia en cuestión también lleva sólo tres firmas, pero con el agravante de que uno de los jueces de la Corte que la suscribe es, ni más ni menos, que el Presidente del Consejo de la Magistratura y ocupa ese cargo producto de esa rara alquimia de muertos vivos normativos. El que, cuanto menos por decoro y obligada derivación del Derecho, debió haberse excusado de pronunciarse en un caso semejante.  

El tenor de la resolución de los cortesanos firmantes agrega otro ingrediente de no poca importancia, en orden a las imputaciones que le formula a la Presidenta del Senado y a la clara hipocresía, lindante con el cinismo, con la que pretende dar una pátina de legitimidad a su decisión que no se condice con la Constitución Nacional y, menos todavía, con lo que los jueces Supremos hablan por sus sentencias, más allá de la que ahora se refiere.

“La realización de acciones que, con apariencia de legalidad, procuran la instrumentación de un artificio o artimaña para simular un hecho falso o disimular uno verdadero con ánimo de obtener un rédito o beneficio ilegítimo, recibe un enfático reproche en múltiples normas del ordenamiento jurídico argentino. Tal reproche se acentúa cuando el ardid o la manipulación procura lesionar la exigencia de representación política (en este caso, con relación a las minorías), aspecto de suma trascendencia para la forma de gobierno representativa adoptada por el texto constitucional argentino y, en definitiva, su ideario democrático (…) Lo contrario, que esta Corte renuncie a esa revisión judicial, implica ubicar a otro Poder del Estado por encima de la Constitución y de las leyes”. 

Sobran las palabras, no hacen falta comentarios, la sola lectura de esos amañados fundamentos deja al desnudo la impudicia republicana que, además, se supone -equivocadamente- que gozará de total impunidad. Aunque si se lo lee entrelíneas, más que un fallo resultaría un “fallido”, porque pareciera estar aludiendo a una autocrítica del obrar cortesano.

No es cuestión de ser más papista que el Papa

Las reflexiones que preceden no son tan sesgadas como pudieran parecer, más allá de la subjetividad que informa a toda nota de opinión. En buena medida se describen hechos, actos, conductas al alcance de la percepción de cualquiera, inocultables aún para aquellos que puedan justificarlos o celebrarlos.

De la misma manera, se vuelcan preocupaciones que a nadie escapan por lo delicado de la situación como por el grado de tensión al que se ve expuesta la sustentabilidad institucional que, deliberadamente o no -según el parecer de cada uno-, provoca un conflicto de poderes sin solución constitucional   

“Para que la función penal no se convierta en un mecanismo cínico e impersonal, necesitamos personas nutridas en formación técnica, pero sobre todo apasionadas por la Justicia (…) de esta manera, es posible abordar los problemas éticos y morales que se derivan de la conflictividad y de la injusticia, comprender el sufrimiento de las personas concretas involucradas y llegar a otras soluciones que no profundicen esos padecimientos" (de la carta enviada por el Papa Francisco a la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Penal de Argentina)

Y también señala en esa esquela: "Necesitamos docentes y jueces que asuman la misión que implica su vocación como servidores del Derecho. Muchas veces se produce un desplazamiento de las personas hacia las estructuras, de tal modo que no es el ethos el que le da forma a las estructuras, sino las estructuras quienes producen el ethos y delimitan la ética profesional (…) El llamamiento que realizo a ustedes, como expertos, es que contribuyan a la promoción del ejercicio de las funciones académicas y judiciales con apego a compromisos éticos".

Un clamor que cobra densidad e intensidad

Es cierto que vivimos una difícil encrucijada, amenazados por peligros de intervenciones externas destituyentes y de conflictividades internas a las que no se acierta a encontrarles salida.

Las operaciones que se ciernen sobre una Argentina que pretenda afirmar sus instituciones democráticas, equilibrar las fuerzas contrapuestas del Capital y el Trabajo, erradicar prácticas mafiosas, depurar una Justicia que cotidianamente se desdibuja, recuperar reglas básicas del debate de ideas y de las disputas partidarias, imponen un esfuerzo mayúsculo guiado por un espíritu patriótico de todas y todos, pero, especialmente de la dirigencia. 

La solución no puede ser más que política, la gravedad de la situación exige un Pueblo movilizado que haga sentir su potencia transformadora y una conducción que encolumne tras de sí mayorías suficientes para implementar los cambios imprescindibles para erradicar las amenazas crecientes que nos acechan.
En este contexto tan complejo, teniendo frescas otras experiencias frustrantes y cuyas consecuencias nefastas todavía estamos lejos de poder remontar, vienen a la memoria como una alegoría algunos versos del poema de Armando Tejada Gómez que musicalizara Julio César Isella, “Canción de las simples cosas”

“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida
Y entonces, comprende
Cómo están de ausentes las cosas queridas
Por eso, muchacha, no partas ahora soñando el regreso
Que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo”

Parecería que de eso se trata, entonces. De no dejar pasar de nuevo la Historia a nuestro lado, de resistirse a la idea de que si hay un “segundo tiempo” para Macri -o sus compinches políticos- se continuará luego con una práctica democrática, mínimamente aceptable. El “ethos” democrático, parafraseando al Papa, peligra tanto por Mauricio y CIA como por esos oscuros personajes que se travisten con togas virtuales y virtudes que jamás ostentaron, detrás de quienes se enmascaran los Poderes fácticos reales a los que responden y que están decididos a llevarse puesta a la República junto a todos los que salgan en su defensa, sinceramente. 

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Álvaro Ruiz

Abogado laboralista, profesor titular de derecho del Trabajo de Grado y Posgrado (UBA, UNLZ y UMSA). Autor de numerosos libros y publicaciones nacionales e internacionales. Columnista en medios de comunicación nacionales. Apasionado futbolero y destacado mediocampista.