Los jóvenes, la política y el peronismo

03 de diciembre, 2023 | 00.05

“Los jóvenes no se van a quedar en casa si estos señores empiezan a tirar piedra, los jóvenes van a defender su oportunidad. Ellos van a tener que medir muy bien los orcos cuando quieran salir a la calle”. En estas palabras, pronunciadas hace unos días por Mauricio Macri, queda plasmada una mirada muy clara y ciertamente estremecedora del ex presidente sobre el futuro político del país. No dijo que quienes protesten en la calle tendrán que vérselas con la policía o con la gendarmería, sino con los “jóvenes”. Se está invocando así una amenaza que hacía tiempo no estaba en escena: la de la represión ilegal, parapolicial. Los dichos pueden quedarse en su condición de bravuconada irresponsable -lo que no sería una novedad en la trayectoria de Macri- pero el sujeto elegido –“los jóvenes”- le da un barniz inquietante porque pone en la escena un recurso novedoso, sin antecedentes desde 1983, el del enfrentamiento de bandos civiles en la calle. O, visto desde una perspectiva más cruda aún, la reaparición del recurso de la violencia parapolicial. El peso del voto joven en el triunfo libertario juega aquí como mecanismo de legitimación de la violencia política proveniente de lo que algunos análisis socio-políticos colocan en el lugar de novedad central en nuestros días: la existencia de una derecha dura y potencialmente violenta fuertemente sostenida en los jóvenes (particularmente de varones trabajadores). Habría que recorrer mucho tiempo en nuestra historia para encontrar antecedentes de esta expectativa en que sean los propios pobres los que se arman contra otros pobres.

Si los irresponsables dichos de Macri tentaran a Milei y su gobierno, estaríamos cruzando un límite muy riesgoso, que es la activación de situaciones de violencia en el interior del mundo popular; la guerra de pobres contra pobres, la exaltación de un modo parapolicial -y, como tal, potencialmente impune- de enfrentar el descontento que podría traer la aplicación prolongada en el tiempo de lo que ya se insinúa como una radicalización de las políticas de ajuste y la consecuente redistribución de los costos de lo que desdichadamente venimos sufriendo en nuestra patria a partir de las políticas de endeudamiento irresponsable del gobierno de Macri y su desembocadura en el acuerdo con el FMI. Claro que entre la agitación propagandística y la realidad existe una distancia muy considerable. Ciertamente hay una expectativa en importantes sectores de la juventud trabajadora respecto del gobierno de Milei y su relación con el mundo laboral. Pero la imaginación de Macri tiene una marca voluntarista y propagandística: se da por sentado que los jóvenes que votaron por Milei sostendrán esa posición e incluso la radicalizarán hasta el punto de la disposición a ejercer la violencia contra otros trabajadores. Eso, claro está, no es imposible, pero tampoco es fatalmente inevitable. Acaso éste sea el punto central para el futuro democrático del país.

Estamos en el momento en que el ajuste es un anuncio. Diabólicamente convertido de una amenaza en una promesa. La valentía del nuevo gobierno consistiría en que no le temblará el pulso para poner en marcha una brusca redistribución regresiva del ingreso a favor de los más ricos entre los ricos que habitan este país. Una política que, según se anuncia, provocará reducción de los salarios y las jubilaciones, así como restricciones en el acceso a los derechos más elementales por parte de amplios sectores de nuestra sociedad. Como ocurrió ya muchas veces, esta ofensiva antipopular viene revestida de una promesa -muy vaga e imprecisa como siempre ha sido- de que el sacrificio popular de hoy es el reaseguro del mejoramiento de la vida después de un tiempo; la reminiscencia nos lleva al Álvaro Alsogaray de los “sesenta” que impuso el slogan “hay que pasar el invierno” o al Menem de los “noventa” “estamos mal, pero vamos bien”.  El país estaría viviendo esta nueva etapa de amenazas a sus más elementales derechos como modo de expiar sus pecados “populistas”, los de Yrigoyen, los de Perón, los de Néstor y los de Cristina. La culpa siempre es de los sindicatos, de los abogados laboralistas, de los defensores de derechos humanos. Nunca la culpa recae en quienes la “levantan con pala”, de quienes extorsionan gobiernos apoyados en sus enormes recursos económicos y corporativos, de quienes amasan fortunas con la especulación y el incumplimiento de las leyes.

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Sin embargo, este problema no se resuelve en el estricto terreno de la discusión de ideas. Estamos en el país que sufrió la atroz experiencia de una pandemia que fue encierro, que fue dolor y que fue muerte. Y que ya tenía en su alforja el peso de un endeudamiento irresponsable e injusto, que solamente fue “necesario” por las políticas de Macri y de Caputo (quien regresa “triunfal” al ministerio de economía, como si fuera un héroe). Este país termina, también, una etapa de frustración de un gobierno que nació envuelto en una esperanza de recuperación que no se cumplió. Este es el punto de partida de una nueva etapa, que tiene una novedad histórica que era imposible de prever hace poco tiempo: el triunfo de una derecha ortodoxa e inflexible en la voluntad de aplicar recetas que siempre fracasaron. Esos pibes a los que Macri se dirige para amenazar a los “orcos” son un sujeto principal de la política argentina que viene. Muy mayoritariamente pertenecen a familias trabajadoras y humildes de nuestro pueblo. Todo su reclamo es ser escuchados, no ser ninguneados con argumentos que suenan bien pero que en esta última etapa no han solucionado los problemas ni cumplido sus promesas. Hubo un momento en nuestra historia en que una masa de jóvenes trabajadores pasó a rechazar a las referencias políticas y sindicales que no les dieron satisfacción a sus reclamos. Para la “casta” de entonces esos muchachos eran desclasados, carentes de experiencia política y sindical. Su 17 de octubre fue descripto como la expresión de masas incultas y peligrosas. Casi ochenta años después, el peronismo sigue siendo una fuerza fundamental de la democracia y del pueblo argentino, un punto de apoyo para la lucha en defensa de sus intereses. Pero difícilmente el peronismo pueda mantener su lugar en la política argentina si se cierra sobre sus “certezas”, si reduce su derrota electoral a la acumulación de cosas “que salieron mal”, si se resigna a ser parte de una “casta”.

El único dato que aporta optimismo hacia el futuro es que esa fuerza -debilitada por sus inconsistencias, sus querellas internistas y por sus dificultades para comprender el lugar del país en la nueva etapa del mundo- sigue existiendo. Y desde esa resiliencia histórica tiene hoy la oportunidad -una vez más- de transformarse y seguir siendo una fuerza decisiva de la política argentina. Para eso, habrá que dejar los pases de factura mutuos y concentrarse en lo único que pueda darle vida: el compromiso real -y no burocrático- con los trabajadores y el pueblo.