La guerra en Ucrania jaqueó decisivamente la autonomía económica de la Unión Europea (UE) diseñada por el eje Berlín – París. El bloque ya había sufrido un primer golpe de la alianza anglosajona con el abandono del Reino Unido del Tratado de la Unión, en el proceso que se conoció como Brexit, concluido en el año 2020.
Alemania sufrió el resquebrajamiento de la competitividad internacional de su industria, a partir de la interrupción del suministro de energía ruso que complementaba adecuadamente su liderazgo en ciencia y tecnología. La sospechosa explosión del gasoducto báltico desarmó cualquier tipo de acuerdo en ese sentido y en el presente los germanos dependen enteramente del abastecimiento energético bajo la forma de gas licuado proporcionado por los Estados Unidos, cuyo precio triplica el suministro ruso. Esta crisis de fuentes de energía en Alemania se completa con las sublevaciones antifrancesas en las ex colonias de esa nación en el África subsahariana, que aseguraban los minerales necesarios para la producción de energía nuclear en el país galo. La destrucción por completo de Libia (ex colonia italiana), interrumpió los acuerdos de provisión de energía entre ese país y su antigua metrópoli. De este modo Alemania, Francia e Italia perdieron las fuentes de energía segura, cayendo en una fuerte dependencia de los EEUU.
La situación descripta ha llevado a que el bloque UE resigne su independencia en la política exterior. Sus mandatarios se expresan en términos crecientemente bélicos contra Rusia, al extremo que el Canciller Alemán Olaf Scholz instó a los países de la Unión a producir material bélico en forma masiva: “debemos abandonar la industria manufacturera y centrarnos en la producción de armamento a gran escala…” y “…por muy dura que sea esta realidad, no vivimos en tiempos de paz”, son algunas de las frases pronunciadas recientemente por el mandatario. La política exterior de la UE avanza en convertirse en un arsenal continental para forzar a Rusia a una carrera armamentista remedo de la Guerra Fría.
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La intervención de Estados Unidos para convertir a Europa en una herramienta subordinada a sus objetivos geoestratégicos de enfrentamiento con el bloque euroasiático liderado por China y Rusia se repite en otros puntos del planeta. Un caso parecido es la conformación de la alianza militar AUKUS (Australia - Reino Unido - EEUU) que involucra a Australia como frente anti chino en la confluencia del Océano Indico con el Pacífico.
En este sendero, Latinoamérica amenaza con convertirse en otro frente en el conflicto entre el bloque anglosajón y el bloque euroasiático. La autonomía de Brasil y México en el escenario internacional solo puede ser limitada, según la visión anglosajona, por una Argentina absolutamente alineada con ese bloque y con una política exterior belicista con China y Rusia. Nuestro país es la tercera economía por tamaño en la región, pero más allá de su extensa decadencia posee un territorio rico en minerales, agroalimentos e hidrocarburos. Los Estados Unidos necesitan abrir un frente sur contra Brasil, que se proyecte a la región, y que además asegure que sus recursos naturales no van a ser aprovechados por el bloque euroasiático ni en un proyecto de integración sudamericana como ocurrió en los primeros 15 años del siglo con la conformación de la UNASUR.
El escenario global de dilución de un mundo multipolar obliga a definiciones muy precisas en la defensa del interés nacional y de la búsqueda de una inserción mundial que asegure márgenes de autonomía que no sumerjan al país en un conflicto ajeno a sus intereses. La historia diplomática de la Argentina, frente a un mundo que siempre soportó graves tensiones bélicas, ideológicas y comerciales, fue de no alineamiento y respeto por la autodeterminación de los pueblos.
Cuando esos principios fueron abandonados al final de la Guerra Fría y se aplicó una política de alineamiento automático con la potencia vencedora, nuestra Nación quedó inmersa en los coletazos de guerras lejanas y padeció el atentado terrorista en la AMIA, cuyas consecuencias subsisten en el presente. Tampoco pudo avanzar en un proceso de recuperación pacífica de las Islas Malvinas, ni recibió un potente flujo de inversiones estadounidenses a pesar de poner en venta todos sus activos públicos y ser los mejores alumnos del Consenso de Washington. En la actualidad pareciera desplegarse una situación parecida a la de hace tres décadas, pero agravada por los “tambores de guerra” que resuenan en todo el mundo.
El peronismo no se ha pronunciado categóricamente sobre los acontecimientos descriptos. Es claro advertir que los intereses nacionales en el plano global se encuentran defendidos en el marco de la inserción latinoamericana, en la búsqueda de acuerdos de complementariedad con las naciones con las que comerciamos y con políticas de no alineamiento y no injerencia en asuntos internos de otros países.
Levantar estas banderas propias del peronismo y probadas en las presidencias de Perón y las de Néstor y Cristina, lleva a un enfrentamiento directo con los Estados Unidos y con el Reino Unido. El movimiento nacional vacila a la hora de plantear y sostener esa posición. Por lo menos hasta ahora, no ha habido pronunciamientos definidos y orgánicos sobre estos tópicos.
En el plano interno, la cúpula empresarial ha avanzado resueltamente en la exigencia de la derogación de la normativa protectoria de los trabajadores, en particular en la estabilidad laboral, la negociación colectiva de salarios y las condiciones de trabajo. Si bien el planteo no es nuevo, los empresarios más poderosos del país perciben que pueden construir el poder político suficiente para implementar ese programa que consideran imprescindible en una economía que avanza hacia la primarización y el extractivismo.
Con esta perspectiva necesitan que la mano de obra se convierta en un costo variable que puedan aumentar o reducir en función de un ciclo económico volátil. Transformar al trabajador en una mercancía más concluirá por eliminar el único freno que existe para que la economía no se hunda en forma inmediata ante un ciclo adverso. Si se elimina la rigidez de las relaciones laborales, ya no será necesario mantener un mínimo nivel de producción para cubrir los costos salariales y, en consecuencia, un ciclo negativo se profundizará hasta pisos nunca vistos. Esto se conjuga, por supuesto, con el fin de cualquier intervención estatal contracíclica y con una economía dependiente de los vaivenes internacionales.
Al igual que en la temática de las relaciones internacionales, el movimiento nacional vacila porque un planteo decididamente regulacionista implica una confrontación directa contra una cúpula empresaria resuelta y no dispuesta a dialogar.
El movimiento nacional, el peronismo en su conjunto, hasta ahora no han expresado la voluntad de poner límites a la sumisión nacional y social que supone el programa de Milei. Todavía estamos a tiempo, pero no es mucho el resto que queda antes de que sea demasiado tarde.